Robert Jordan
El ojo del mundo
Para Harriet,
corazón de mi corazón,
luz de mi vida
Preludio
Cuervos
Campo de Emond abajo, a mitad de camino del Bosque de las Aguas, los árboles flanqueaban las márgenes del manantial. Casi todos eran sauces, y sus frondosas ramas formaban un umbroso dosel sobre la corriente junto a las orillas. No faltaba mucho para el verano, y el sol se aproximaba a su cenit; pero aun así, en la sombra, la suave brisa enfrió la transpiración en la piel de Egwene. La chiquilla se recogió la falda del vestido de paño marrón por encima de las rodillas y vadeó un pequeño tramo del río para llenar el balde de madera. Los chicos se metían en el agua sin más, sin importarles que las ceñidas calzas se mojaran. Algunos de los chicos, y las chicas que llenaban los cubos, se reían y usaban los cacillos para echarse agua unos a otros, pero Egwene se conformó con la agradable sensación del roce de la corriente contra las piernas y el placer de hundir los dedos de los pies en el fondo arenoso mientras regresaba hacia la orilla. No había ido allí para jugar. Tenía nueve años y era la primera vez que acarreaba agua, pero iba a ser la mejor aguadora del mundo.
Hizo un alto en la orilla, soltó el balde para desatarse la falda y dejó que los vuelos cayeran hasta los tobillos. También apretó el nudo del pañuelo verde oscuro que le sujetaba el cabello en la nuca. Le habría gustado poder cortárselo a ras de los hombros o incluso más, como los chicos. Después de todo, no le hacía falta tener el pelo largo hasta dentro de unos años. ¿Por qué había que hacer algo simplemente porque siempre se había hecho así? Sin embargo, conocía a su madre y sabía que seguiría con el pelo largo.
Casi a un centenar de pasos río abajo, los hombres estaban metidos hasta las rodillas en el agua para lavar las ovejas de cara negra que trasquilarían después. Metían y sacaban de la corriente a los baladores animales con mucha precaución. El manantial no fluía tan deprisa allí como en Campo de Emond, pero tampoco iba lento, y si la corriente arrastraba alguna oveja, ésta podría ahogarse antes de que consiguiera regresar a nado a la orilla.
Un cuervo grande cruzó volando sobre el río y se posó en las ramas altas de un álamo, cerca de donde los hombres lavaban las ovejas. Casi de inmediato, un pico verde se lanzó en picado sobre el cuervo en medio de escandalosos chillidos y con la roja cresta de punta. Debía de tener el nido cerca. Sin embargo, en lugar de alzar el vuelo o incluso atacar al ave más pequeña, el cuervo se limitó a desplazarse de lado en la rama hacia un punto donde el follaje le ofrecía cierto refugio y desde allí observó a los hombres que trabajaban.
A veces los cuervos molestaban a las ovejas, pero que ése hiciera caso omiso de los intentos del pico verde de espantarlo denotaba un interés fuera de lo normal. Lo curioso era que Egwene tenía la sensación de que, más que observar a las ovejas, el cuervo estaba pendiente de los hombres. Una tontería, sólo que…
Había oído comentar a la gente que los cuervos y los grajos eran los ojos del Oscuro. Aquella idea hizo que se le erizara el vello en los brazos y la nuca. Era una idea estúpida. ¿Qué iba a querer ver el Oscuro en Dos Ríos? En Dos Ríos nunca pasaba nada.
—¿Qué haces, Egwene? —preguntó Kenley Ahan, que se había parado a su lado—. No puedes jugar con los niños hoy.
Tenía dos años más que ella e iba muy estirado para parecer más alto. Era el último año que se ocupaba de llevar agua en el esquileo y se comportaba como si eso le confiriese algún tipo de autoridad. Egwene le asestó una mirada impávida, pero no tuvo tan buen resultado como esperaba, ya que el chico hizo un gesto ceñudo, al mismo tiempo que añadía:
—Si te sientes mal, ve a ver a la Zahorí. Si no… Bueno, sigue con tu trabajo.
Tras asentir bruscamente con la cabeza como si hubiese solventado un problema, se alejó a paso vivo haciendo todo un alarde de sostener el balde con una mano y bien separado del costado.
«En cuanto lo pierda de vista no aguantará y dejará de cargarlo así», pensó la cría con acritud. Iba a tener que practicar más esa mirada. Había visto que a las chicas mayores les funcionaba.
El mango del cucharón resbaló en el borde del balde cuando levantó éste con las dos manos. Pesaba mucho y ella no era muy grande para su edad, pero siguió a Kenley tan deprisa como pudo. No por nada de lo que él le había dicho, desde luego. Tenía que hacer un trabajo y se había propuesto ser la mejor aguadora del mundo. En su semblante apareció un gesto de resolución. En el recorrido bajo la umbrosa hilera de árboles que bordeaba el río hasta llegar al terreno despejado bañado por el sol, la acompañó el suave crujido del mantillo de las hojas del año anterior bajo sus pies. No hacía demasiado calor, pero unas cuantas nubes, pequeñas y algodonosas, resaltaban la luminosidad de la mañana en el cielo azul.
El Prado de la viuda Aynal —se llamaba así desde antiguo, aunque nadie sabía quién había sido esa viuda Aynal por la que se le había dado tal nombre— estaba vacío la mayor parte del año, pero ahora la gente y las ovejas —muchas más numerosas estas últimas— lo abarrotaban de parte a parte. Aquí y allí sobresalían grandes piedras, algunas casi tan altas como un hombre, pero no eran un estorbo para la actividad que tenía lugar en el prado. Granjeros de todo el entorno de Campo de Emond acudían para esto, y los vecinos del pueblo iban para ayudar a sus conocidos. Todo el mundo en el pueblo tenía parientes de algún tipo o amigos en las granjas. En todo Dos Ríos, desde Deven Ride hasta Colina del Vigía, estaría teniendo lugar el esquileo. En Embarcadero de Taren, no; por supuesto. Muchas mujeres lucían chales echados sobre los brazos y flores en el cabello con ocasión de tal acontecimiento, y otro tanto ocurría con algunas de las chicas mayores, a pesar de que aún no llevaran el pelo recogido en una trenza como las mujeres. Algunas lucían incluso vestidos con bordados en el cuello, como si fuera en realidad un día festivo. En contraste, la mayoría de los hombres y los chicos no llevaban chaqueta y unos pocos hasta se habían soltado las lazadas de la camisa. Egwene no entendía por qué se les permitía tal cosa. El trabajo que realizaban las mujeres no hacía sudar menos que el que llevaban a cabo los hombres.
En el extremo opuesto del prado, grandes cercados hechos con maderas albergaban las ovejas ya esquiladas, y en otros estaban las que aún había que lavar; chicos de doce años o más se ocupaban de vigilarlas. Los perros pastores, desperdigados por los cercados, no servían para esa labor. Grupos de esos chicos mayores se valían de cayados de madera para conducir a las ovejas hacia el río para lavarlas, y después se ocupaban de que no se tumbaran y se ensuciaran de nuevo hasta que se secaran, momento en que se encargaban de ellas los hombres que esquilaban a este extremo del prado. Una vez trasquiladas, los chicos las conducían de vuelta a los cercados mientras los hombres acarreaban el vellón a las mesas de listones, donde las mujeres separaban la lana y la doblaban en pacas. Llevaban la cuenta y debían tener cuidado para que la lana de uno no se mezclara con la de otro. A lo largo de los árboles, a la izquierda de Egwene, otras mujeres sacaban viandas para el almuerzo y las ponían sobre largas mesas montadas en caballetes. Si hacía un buen trabajo acarreando agua, quizás al año siguiente la dejarían ayudar con la comida o la lana, en lugar de tener que esperar dos años más. Si hacía un trabajo inmejorable, ya nadie volvería a llamarla «niña».
Caminó entre la muchedumbre, a veces sosteniendo el cubo con las dos manos y a veces cambiándolo de una a otra. Se paraba cuando alguien la llamaba por señas para que le diera un trago. A no tardar empezó a transpirar de nuevo, y las oscuras manchas de sudor se marcaron en el vestido de paño. A lo mejor los chicos no eran tan tontos al llevar desabrochadas las camisas. Egwene no prestó atención a los pequeños que jugaban, unos a rodar aros, otros a lanzarse la pelota y otros a «cerdito en el centro», que consistía en echarse la pelota entre dos niños sin que el que estaba en el centro la atrapara.