—Un jinete —dijo Rand sin resuello—. Un desconocido que nos sigue.
—¿Dónde? —Tam alzó su lanza y miró con cautela hacia atrás.
—Allí, debajo de…
La explicación de Rand quedó interrumpida al volverse para señalar. El camino se hallaba vacío tras ellos. Las peladas ramas de los árboles no ofrecían resguardo ante la mirada y, no obstante, no había ni rastro del hombre ni del caballo. Sus ojos toparon con la muda pregunta en el rostro de su padre.
—Estaba allí —repuso—. Era un hombre con una capa negra, montado en un caballo negro.
—No pondría en duda tu palabra, hijo, pero ¿adónde se ha ido?
—No lo sé. Pero estaba allí. —Recogió el arco y la flecha y comprobó apresurado la emplumadura para volver a aprestar el arma, la cual estuvo a punto de disparar antes de distender de nuevo la cuerda—. Estaba allí. Tam sacudió la cabeza.
—Si tú lo dices, muchacho. Veamos, un caballo deja huellas de herraduras, incluso en este suelo rocoso. —Comenzó a caminar hacia la parte trasera del carro, con la capa agitada por el viento—. Si las encontramos, sabremos con certeza que estaba allí. Si no… bueno, en estos días es fácil que un hombre crea ver visiones.
Rand se dio cuenta de improviso de cuál era la rareza que caracterizaba al jinete, aparte de su mera presencia en aquel lugar. El viento que los golpeaba a él y a Tam no había movido siquiera un pliegue de aquella capa negra. Sintió de repente la boca seca. Debió de haberlo imaginado. Su padre tenía razón; aquella mañana era como para hacer volar la imaginación de un hombre. No obstante, no creía que ése fuera su caso. El inconveniente era de qué modo iba a decirle a su padre que el hombre que se había esfumado aparentemente en el aire llevaba una capa en la que el viento no hacía mella.
Con expresión preocupada miró con atención la maleza que los rodeaba; se le antojaba distinta de las otras veces. Casi desde que fue capaz de caminar, había corrido solo por el bosque. Los remansos y los arroyos del Bosque del Río, situado más allá de la última granja al este de Campo de Emond, eran los parajes donde había aprendido a nadar. Había explorado el terreno hasta las Colinas de Arena —lo cual mucha gente de Campo de Emond decía que traía mala suerte— y en una ocasión había llegado hasta las mismas faldas de las Montañas de la Niebla, acompañado de sus mejores amigos, Mat Cauthon y Perrin Aybara. Eso se hallaba mucho más lejos de los lugares frecuentados por los habitantes de Campo de Emond, para quienes un viaje hasta el pueblo más cercano, subiendo hacia la Colina del Vigía o bajando hacia Deven Ride, representaba un gran acontecimiento. En ninguna de aquellas excursiones había encontrado un paraje que le inspirara temor. Pero aquel día el Bosque del Oeste no era un lugar que le resultara familiar. Un hombre que podía desaparecer de forma tan repentina podía reaparecer de igual modo, tal vez incluso justo a su lado.
—No, padre, no es preciso. —Cuando Tam se detuvo sorprendido, Rand ocultó el rubor de su cara con la capucha de la capa—. Sin duda tienes razón. No tiene sentido buscar lo que ya no está allí cuando podemos emplear ese tiempo en acercamos al pueblo y librarnos así de este viento.
—No me vendría mal fumarme una pipa —dijo Tam—y tomar una jarra de cerveza al calor del fuego. —Sonrió de improviso—. Y supongo que estás ansioso por ver a Egwene.
Rand logró esbozar una sonrisa. Entre todas las cosas en que deseaba pensar en aquellos instantes, la hija del alcalde tenía poca cabida. No necesitaba más confusión. A lo largo del último año, ésta le había provocado nerviosismo en cada uno de sus encuentros y, lo que era peor, ella no parecía ni advertir su malestar. No, francamente no quería incorporar a Egwene en sus pensamientos.
Tenía la esperanza de que su padre no hubiera reparado en su temor cuando Tam dijo:
—Recuerda la llama, muchacho, y el vacío.
Era bien raro aquello que Tam le había enseñado. Concentrarse en una sola llama y arrojar a ella todas las propias pasiones —temor odio, rabia—hasta que la mente quedara en blanco. Intégrate en el vacío, le decía Tam, y lograrás cuanto te propongas. Aparte de él, nadie hablaba de ese modo en el Campo de Emond. Pero Tam ganaba cada año en Bel Tine el concurso de tiro con arco gracias a la aplicación de su teoría de la llama y el vacío. Rand abrigaba alguna expectativa en poder clasificarse él mismo aquel año, si era capaz de vaciar su mente. El hecho de que Tam lo hubiera mencionado ahora significaba que sí se había dado cuenta; sin embargo, prefirió no añadir nada más sobre el tema.
Tam azuzó a Bela con un chasquido de lengua y prosiguieron camino. Rand deseaba poder imitar a su padre, quien caminaba a grandes zancadas como si nada hubiera sucedido hasta entonces y nada pudiera ocurrir después. Intentó forjar el vacío en su mente, pero éste le rehuía y tornaban las imágenes habitadas por el jinete de capa negra.
Quería creer que Tam estaba en lo cierto, que aquel hombre sólo había sido producto de su imaginación; pero recordaba con demasiada precisión aquel sentimiento de odio. Alguien había estado allí, y ese alguien quería hacerle daño. No paró de mirar atrás hasta verse rodeado por los puntiagudos tejados de paja de Campo de Emond.
El pueblo se hallaba adosado al Bosque del Oeste, que se aclaraba de forma gradual hasta los últimos árboles, que se encontraban ya entre las macizas moles de casas. El terreno trazaba una suave pendiente hacia el este. Salpicados por retazos de arboleda, las granjas y prados con cerca ocupaban el territorio que separaba la población del Bosque del Río y su maraña de arroyos y balsas. La tierra del oeste era tan fértil como la restante y los pastos crecían con abundancia allí casi todos los años; no obstante, apenas se veían granjas del lado del Bosque del Oeste. La escasez de asentamiento humano se reducía a la inexistencia a varios kilómetros de distancia de las Colinas de Arena y, por supuesto, de las Montañas de la Niebla, las cuales se alzaban por encima de las copas de árboles del Bosque del Oeste, distantes, pero claramente visibles desde el Campo de Emond. Algunos decían que la tierra era demasiado rocosa, como si no existieran pedregales en todo el término de Campo de Emond, y otros que era un lugar inhóspito. Unos pocos opinaban entre murmullos que no era sensato acercarse a las montañas más de lo estrictamente necesario. Fuera cual fuese el motivo, lo cierto era que sólo los hombres más audaces se aventuraban a trabajar en el Bosque del Oeste.
Los niños y los perros se arremolinaron con gran alboroto en torno al carro una vez que hubieron cruzado la primera hilera de casas. Bela trotaba pesada y pacientemente, haciendo caso omiso del griterío de los pequeños, que se amontonaban bajo su hocico jugando a pilla pilla y al salto a la pata coja. En el transcurso de los últimos meses apenas se habían escuchado los juegos y las risas de los niños; aun cuando el tiempo había mejorado lo suficiente para permitirles salir, el temor a los lobos los había retenido en las casas. Parecía que la proximidad del Bel Tine les había infundido de nuevo las ganas de jugar.
La festividad había afectado a los adultos por igual. Los postigos estaban abiertos de par en par y en casi todas las casas había una mujer en la ventana, con un delantal y las largas trenzas cubiertas con un pañuelo, que sacudía sábanas o ponía a ventilar los colchones. Tanto si las hojas habían brotado en los árboles como si no, ninguna ama de casa se permitiría dejar pasar Bel Tine sin haber efectuado el aseo primaveral de la casa. En cada uno de los patios colgaban alfombras de las cuerdas y las chiquillas que no habían sido lo bastante rápidas para echar a correr en dirección a la calle descargaban su frustración sobre ellas blandiendo sacudidores de mimbre. En un tejado tras otro, los hombres andaban a gatas, revisando la paja para comprobar si el desgaste del invierno requeriría las servicios de Cenn Buie, el especialista en reparación de techumbres.
Tam se detuvo varias veces para entablar breves conversaciones con algunos transeúntes. Puesto que él y Rand no habían abandonado la granja durante semanas, todo el mundo quería ponerse al corriente de la situación en aquellos parajes. Pocos granjeros del Bosque del Oeste habían visitado el pueblo. Tam hablaba del daño ocasionado por las tormentas de invierno, cada una de ellas más implacable que la anterior, de los corderos que habían nacido muertos, de los campos requemados en los que ya deberían brotar los pastos y las cosechas, de los cuervos que volaban en bandada en lugar de los pajarillos que cantaban por aquella época en años anteriores. Lúgubre intercambio de impresiones en medio de los preparativos de Bel Tine, y frecuentes sacudidas de cabezas. En todas partes ocurría lo mismo.