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—Tallanvor —solicitó Morgase—, escoltad a este…, escoltad al invitado de mi hija a las puertas de palacio y haced gala de la cortesía debida. El resto de vosotros podéis salir también. No, Elaida, quedaos aquí. Y vos también, si no tenéis inconveniente, lord Gareth. Debo decir qué medidas tomar ante los Capas Blancas reunidos en la ciudad.

Tallanvor y los guardias envainaron de mala gana las espadas, dispuestos a desenfundarlas de nuevo en un instante. No obstante, para Rand fue un alivio que los soldados formaran en torno a él y comenzaran a salir de la estancia. Elaida escuchaba a medias las palabras de la reina, con la mirada clavada en su espalda. «¿Qué habría ocurrido si Morgase no hubiera retenido a la Aes Sedai en la sala?» Aquel pensamiento le hizo desear que los soldados caminaran más velozmente.

Para su sorpresa, Elayne y Gawyn intercambiaron unas palabras junto a la puerta y luego caminaron a su lado. Tallanvor también evidenció su asombro. El joven oficial miró alternativamente a los hijos de la reina y la puerta, que en aquel momento se cerraba.

—Mi madre —señaló Elayne—ha ordenado que se lo escoltara hasta la salida, Tallanvor. Con la cortesía debida. ¿A qué aguardáis?

Tallanvor miró con el rostro ceñudo la puerta tras la cual la reina consultaba a sus consejeros.

—A nada, mi señora —respondió con acritud, antes de ordenar a la escolta que emprendiera la marcha.

Las maravillas de palacio discurrieron ante Rand sin que él les prestara atención. Estaba atónito, aturdido por tantos pensamientos que se agolpaban en su cabeza sin darle tiempo a retenerlos. «No posee el físico propio de sus habitantes. Este hombre es una pieza central en todo el proceso».

La escolta se detuvo. Parpadeó, sorprendido de hallarse en el gran patio al que daba el palacio, de pie junto a las altas puertas doradas, que resplandecían bajo el sol. Aquellas puertas no se abrirían para dar paso a un solo hombre, a buen seguro no a un intruso, aun cuando la heredera de la corona solicitara un trato de huésped para él. Tallanvor corrió el cerrojo de una boca de salida, una puertecilla alojada en una de las hojas.

—Es costumbre —explicó Elayne—escoltar a los huéspedes hasta las puertas, pero no mirar cómo se alejan. Es el placer de la compañía de un invitado lo que debe recordarse y no la tristeza de la separación.

—Gracias, milady —dijo Rand, tocándose el pañuelo que rodeaba su cabeza—. Por todo. En Dos Ríos es costumbre que los invitados traigan un pequeño regalo. Me temo que no tengo nada para entregaros. Aunque —añadió secamente—, según parece, os he enseñado algo acerca de la gente de Dos Ríos.

—Si le hubiera dicho a mi madre que te encontraba atractivo, sin duda te habría encerrado en una celda. —Elayne lo honró con una deslumbrante sonrisa—. Adiós, Rand al’Thor.

Observó, boquiabierto, cómo se alejaba aquella joven versión de la belleza y majestad de Morgase.

—No intentes intercambiar palabras con ella —rió Gawyn—. Siempre saldrás perdiendo.

Rand asintió distraídamente. «¿Atractivo? ¡Luz, la heredera del trono de Andor!» Se estremeció, intentando aclarar sus ideas.

Gawyn parecía estar aguardando algo. Rand lo miró un momento.

—Milord, cuando os he dicho que era de Dos Ríos habéis mostrado sorpresa, al igual que todos los demás: vuestra madre, lord Gareth, Elaida Sedai —un escalofrío le recorrió nuevamente la columna— …—No sabía cómo concluir; ni siquiera estaba seguro qué lo había movido a sacar a colación aquella cuestión. «Soy hijo de Tam al’Thor, aunque no haya nacido en Dos Ríos».

Gawyn asintió como si hubiera estado esperando que él plantease el tema. Sin embargo, parecía dubitativo. Cuando Rand abrió la boca para retomar la pregunta no formulada, Gawyn le ofreció la respuesta.

—Envuélvete la cabeza con un shoufa, Rand, y parecerás la viva imagen de un Aiel. Es curioso, ya que madre piensa que al menos hablas como un habitante de Dos Ríos. Me habría gustado poder llegar a conocernos más, Rand al’Thor. Que la Luz te acompañe.

«Un Aiel».

Rand permaneció parado, mirando cómo Gawyn regresaba al interior del palacio hasta que una impaciente tos de Tallanvor le recordó dónde se encontraba. Se deslizó por la puertecilla, que Tallanvor cerró de golpe no bien hubo separado los talones. Afuera ya no quedaban más que desperdicios diseminados por el pavimento y algunas personas que se afanaban en sus quehaceres una vez terminada la diversión. No logró distinguir si llevaban distintivos rojos o blancos.

«Un Aiel».

Advirtió con un sobresalto que se encontraba justo enfrente de las puertas del palacio, en el preciso lugar en que Elaida lo localizaría sin dificultad cuando hubiera terminado de departir con la reina. Arrebujándose en la capa, emprendió un rápido trote, adentrándose en las calles del casco viejo. Con frecuencia miraba hacia atrás para comprobar que no lo seguía nadie, pero el trazado curvilíneo le impedía ver lo que había a más de unos metros de distancia. No obstante, recordaba con demasiada precisión los ojos de Elaida, a quien imaginaba vigilándolo. Al llegar a las puertas de la nueva ciudad, corría como una centella.

41

Viejos amigos y nuevas amenazas

Ya en la Bendición de la Reina, Rand se apoyó, jadeante, en la jamba de la puerta. Había ido corriendo todo el trecho, sin importarle si los transeúntes veían o no la tela roja de la espada ni si tomaban su carrera como una excusa para emprender una persecución. Estaba seguro de que ni un Fado habría sido capaz de darle alcance.

Lamgwin estaba sentado en un banco junto a la entrada, con un gato moteado en los brazos. Al llegar él corriendo, el hombre se levantó para asomarse por el lado por donde se había aproximado, acariciando parsimoniosamente las orejas del animal. Al ver que todo estaba en calma, volvió a sentarse con cuidado para no molestar al gato.

—Unos necios han intentado robar los gatos hace un rato —informó. Se examinó los nudillos antes de volver a acariciar al animal—. Los gatos están muy caros hoy en día.

Rand advirtió que los dos hombres con escarapelas blancas todavía estaban en la bocacalle y que uno de ellos tenía un ojo morado y la barbilla hinchada. El individuo miraba la posada con el entrecejo fruncido y aferraba la empuñadura de la espada con impetuoso afán.

—¿Dónde está maese Gill? —preguntó Rand.

—En la biblioteca —respondió Lamgwin, que sonrió al oír el ronroneo del gato—. Nada inquieta durante mucho tiempo a un gato, ni siquiera alguien que intente meterlo en un saco.

Rand entró apresurado y atravesó el comedor, ahora ocupado por los habituales clientes con brazaletes rojos que charlaban mientras tomaban cerveza. Su conversación versaba sobre el falso Dragón y la posibilidad de que los Capas Blancas produjeran algún contratiempo cuando la comitiva emprendiera viaje hacia el norte. A nadie le importaba lo que pudiera ocurrirle a Logain, pero todos sabían que la heredera de la corona y lord Gawyn formarían parte de la expedición y ninguno de los presentes aprobaría que los expusieran al menor riesgo.

Encontró a maese Gill en la biblioteca, jugando a las damas con Loial. Una obesa gata, sentada sobre la mesa con los pies ocultos bajo su cuerpo, miraba cómo movían las manos sobre el tablero.

El Ogier desplazó una pieza con una delicadeza sorprendente para sus enormes dedos. Sacudiendo la cabeza, maese Gill aprovechó la excusa de la entrada de Rand para apartarse de la mesa. Loial casi siempre ganaba a las damas.

—Estaba comenzando a preocuparme por tu tardanza, chico. Pensé que quizás habrías tenido problemas con esos traidores que ostentan el blanco o encontrado a ese mendigo o algo así.

Rand permaneció un minuto en pie, con la boca abierta. Había olvidado todo lo referente a aquel amasijo de harapos.

—Lo he visto —reconoció finalmente—, pero eso no es nada. También he visto a la reina y a Elaida; con ellas sí he tenido algún contratiempo.