—La reina, ¿eh? —se carcajeó maese Gill—. No me digas. Aquí hemos tenido a Gareth Bryne, luchando a cuerpo con el capitán general de los Hijos, pero la reina, hombre…, eso es harina de otro costal.
—Diantre —gruñó Rand—, hoy a todo el mundo le da por pensar que estoy mintiendo. Arrojó la capa sobre el respaldo de una silla y se desplomó en otro. Estaba demasiado alterado para recostar la espalda. Se sentó en el borde, enjugándose el rostro con un pañuelo—. He—visto al mendigo y él también me ha visto y me ha parecido… Eso carece de importancia. He trepado por la pared de un jardín, desde donde se veía la explanada que hay delante del palacio adonde llevaban a Logain. Y me he caído al interior.
—Casi estoy por creer que no estás bromeando —señaló lentamente el posadero.
—ta’veren —murmuró Loial.
—Oh, es verídico —aseveró Rand—. Tan cierto como que estoy aquí.
El escepticismo de maese Gill se disipó paulatinamente mientras continuaba refiriendo los hechos, para convertirse en incipiente alarma. El posadero fue inclinándose poco a poco hacia adelante hasta adquirir la misma postura de Rand sobre la silla. Loial escuchaba impávido, si bien con cierta frecuencia se frotaba su ancha nariz y movía lentamente las orejas.
Rand explicó cuanto le había sucedido, a excepción de las palabras susurradas por Elaida, y lo que le había dicho Gawyn junto a las puertas del palacio. No deseaba pensar en lo primero y lo segundo no guardaba relación con nada. «Soy el hijo de Tam al’Thor, aun cuando no naciera en Dos Ríos. ¡Sí! Por mis venas corre sangre de Dos Ríos y Tam es mi padre».
De pronto cayó en la cuenta de que había parado de hablar, abstraído en sus propios pensamientos y que maese Gill y Loial estaban observándolo. Por un momento se preguntó, presa de pánico, si no habría dicho más de lo conveniente.
—Bien —aseveró el posadero—, ya no podrás quedarte a esperar a tus amigos. Tendrás que abandonar la ciudad, y sin tardanza. Dos días a lo sumo. ¿Serás capaz de hacer que Mat se levante de la cama o debería solicitar los servicios de la Madre Grubb?
—¿Dos días? —inquirió, perplejo, Rand.
—Elaida es la consejera de la reina Morgase, la persona que ejerce más influencia después del capitán general Gareth Bryne, acaso por encima de él. Si ordena tu búsqueda a la guardia real, y lord Gareth no se lo impedirá a menos que se interponga en sus obligaciones, los guardias pueden revisar todas las posadas de Caemlyn en dos días. Eso suponiendo que, por mala suerte, no vengan aquí el primer día, o la primera hora. Quizá nos quede un poco de tiempo si se dirigen primero a la Corona y el León, pero no debes malgastarlo.
Rand asintió lentamente.
—Si no puedo sacar a Mat de la cama, mandad llamar a la Madre Grubb. Me queda un poco de dinero. Tal vez sea suficiente para pagarle.
—Yo me ocuparé de la Madre Grubb —dijo bruscamente el posadero—. Y creo que podré prestarte un par de caballos. Si tratas de llegar a pie a Tar Valon, se te va a gastar lo poco que te queda de las suelas de las botas a mitad de camino.
—Sois un buen amigo —le agradeció Rand—. Parece que no os hemos ocasionado más que preocupaciones y pese a ello estáis dispuesto a ayudarnos. Un buen amigo.
Maese Gill se encogió de hombros, se aclaró la garganta y desvió la mirada hacia el suelo, visiblemente embarazado. Aquello le condujo los ojos nuevamente al tablero, el cual zarandeó, previendo que Loial saldría ganador.
—Hombre, sí, Thom siempre se ha portado muy bien conmigo. Si él acepta tomarse molestias por vosotros, yo también puedo poner mi grano de arena.
—Me gustaría acompañarte en tu viaje, Rand —anunció de pronto Loial.
—Creí que esa cuestión había quedado zanjada, Loial. —Vaciló, recordando que maese Gill desconocía la totalidad del peligro que ellos representaban, y luego añadió— ya sabes lo que nos espera a Mat y a mí, lo que nos persigue.
—Amigos Siniestros —repuso el Ogier con un plácido murmullo— y Aes Sedai y la Luz sabe qué cosas más. O el Oscuro. Vais a ir a Tar Valon y allí hay una magnífica arboleda que, según tengo entendido, las Aes Sedai conservan en perfecto estado. De todas maneras, hay otras cosas que ver en el mundo aparte de las arboledas. Tú eres realmente ta’veren, Rand. El Entramado está tejiéndose a tu alrededor y en ti se concentran los hilos.
«Este hombre es una pieza central en todo el proceso». Rand sintió un estremecimiento.
—En mí no se concentra nada —dijo con tono desabrido.
Maese Gill parpadeó y el propio Loial pareció acusar su rudeza. El posadero y el Ogier intercambiaron una mirada, que luego posaron en el suelo. Rand respiró hondo, tratando de recobrar la calma. Inopinadamente halló el vacío que lo había rehuido con tanta frecuencia en los últimos tiempos, y la placidez. Aquellas dos personas no tenían por qué ser blanco de sus iras.
—Puedes venir conmigo, Loial —admitió—. Ignoro qué te impulsa a ello, pero agradeceré tu compañía. Ya… ya sabes cómo está Mat.
—Lo sé —reconoció Loial. Todavía no puedo ir por la calle sin provocar un motín de gente persiguiéndome al grito de «trolloc». Pero Mat, al menos, sólo agrede de palabra y no ha intentado matarme.
—Por supuesto que no —aseguró Rand—. Mat no haría tal cosa. «No llegaría tan lejos. No sería propio de Mat».
Una de las criadas, Gilda, asomó la cabeza por la puerta después de llamar con los nudillos. Tenía la boca fruncida y el semblante preocupado.
—Maese Gill, venid deprisa, por favor. Hay Capas Blancas en la sala. Maese Gill se levantó profiriendo una imprecación, tras lo cual la gata saltó de la mesa y caminó hacia la salida con la cola tiesa.
—Ya voy. Corre a decirles que ya voy y luego mantente alejada de ellos. ¿Me oyes, muchacha? No te acerques a ellos. —Gilda inclinó la cabeza y desapareció—. Será mejor que te quedes aquí —indicó a Loial.
El Ogier resopló, produciendo un sonido como el de un desgarrón en una sábana.
—No tengo ningunas ganas de volver a encontrarme con los Hijos de la Luz.
Maese Gill posó la mirada en el tablero, lo cual pareció devolverle parte de su buen ánimo.
—Me temo que deberemos dejar la partida para más tarde.
—No será necesario. —Loial alargó un brazo hacia los estantes y tomó un libro, un grueso volumen forrado de tela que pareció empequeñecerse al pasar a sus manos—. Podemos reemprenderla a partir de las posiciones del tablero. Ahora os tocaba a vos.
Maese Gill esbozó una mueca.
—Cuando no es una cosa, es otra —murmuró mientras abandonaba deprisa la habitación.
Rand lo siguió, pero con paso lento. Al igual que Loial, no tenía el más mínimo interés en tener contacto con los Hijos. «Este hombre es una pieza central en todo el proceso». Se detuvo junto a la puerta del comedor, desde donde podría presenciar lo que iba a acaecer, pero lo bastante alejado para tener la confianza de pasar inadvertido.
Un silencio mortal reinaba en la estancia, en medio de la cual permanecían de pie cinco Capas Blancas, a quienes pretendían no ver los clientes sentados a las mesas. Uno de ellos lucía el relámpago plateado de suboficial bajo el sol bordado en su capa. Lamgwin estaba apoyado en la pared, al lado de la entrada; se limpiaba las uñas con un palillo. En la misma pared había otros cuatro vigilantes contratados por maese Gill, que se aplicaban con esmero en no prestar ninguna atención a los Capas Blancas. Si los Hijos de la Luz habían reparado en ellos, no parecían acusarlo. El único que mostraba alguna emoción era el suboficial, que no paraba de golpear impacientemente sus guanteletes reforzados de acero contra la palma de su mano mientras aguardaba al posadero.
Maese Gill cruzó la habitación rápidamente y se aproximó a él con una cautelosa expresión neutral en el rostro.
—La Luz os ilumine —los saludó con una prudente reverencia, no demasiado pronunciada, pero tampoco lo suficientemente ligera como para ser interpretada como un insulto—. Y también a nuestra buena reina Morgase. ¿En qué puedo servir…?