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La oscuridad comenzó a remitir y dio paso a un gris mortecino. El tenue resplandor del amanecer perlaba el cielo por encima de los tejados del lado este. En las calles fueron apareciendo algunas personas, arrebujadas para protegerse del fresco de la mañana y cabizbajas, sumidas aún en la añoranza de sus lechos. La mayoría de ellas no prestaba ninguna atención a los escasos viandantes. Únicamente cuatro o cinco de ellas dedicaron una ojeada a la comitiva de jinetes encabezada por Loial y, con todo, uno solo reparó realmente en ellos.

Aquel hombre les echó un vistazo, al igual que los demás, y ya regresaba a sus propias cavilaciones cuando de improviso tropezó y casi perdió el equilibrio, al volverse para observarlos. La luz sólo permitía distinguir las siluetas, pero aquello ya era suficiente. Percibido solo a aquella distancia, el Ogier habría podido pasar por un hombre de elevada estatura montado sobre un caballo normal, o por un hombre ordinario a lomos de una montura ligeramente achaparrada. Sin embargo, en compañía de los demás, Loial ofrecía una idea exacta de sus dimensiones, que duplicaban las habituales en una persona. El desconocido le dirigió una mirada y, exhalando un grito inarticulado, echó a correr, seguido de su ondeante capa.

Pronto…, muy pronto afluiría más gente a la calle. Rand vio a una mujer que caminaba con paso presuroso al otro lado de la rúa, sin percibir más que el pavimento que se encontraba frente a sus pies. Dentro de poco habría también más gente que se fijaría en ellos. El cielo iba adquiriendo mayor luminosidad.

—Allí —anunció por fin Loial—. Está allí debajo.

Señalaba a una tienda todavía cerrada. Las mesas dispuestas junto a la fachada estaban vacías, los toldos que debían guarecerlas, enrollados y la puerta, con los postigos firmemente cerrados. Las ventanas del piso de arriba, donde vivía el propietario, no mostraban ninguna luz.

—¿Debajo? —exclamó Mat con incredulidad—. ¿Cómo diablos vamos a…?

Moraine levantó una mano que interrumpió sus palabras y les indicó que la siguieran hacia el callejón que bordeaba el establecimiento., Los caballos y jinetes llenaron el espacio que mediaba entre dos edificios. Escudados por las paredes, la oscuridad los rodeaba de nuevo, como si hubiera vuelto a caer la noche.

—Debe de haber una puerta que dé a la bodega —murmuró Moraine—. Ah, sí.

De repente se encendió una luz. Una bola que despedía un mortecino brillo, del tamaño del puño de un hombre, pendía de la palma de la Aes Sedai, moviéndose al compás de su mano. Rand reflexionó que el hecho de que todos tomaran aquel fenómeno como algo natural daba una idea de lo que cada uno había experimentado aquella última temporada. La acercó a las puertas que había encontrado, inclinadas casi a ras del suelo, sujetas por unos cerrojos y una cerradura de hierro mayor que la mano de Rand, invadida por la herrumbre.

Loial dio un tirón al cierre.

—Puedo arrancarlo, con el cerrojo y todo, pero el ruido despertará a la totalidad del vecindario.

—Es preferible no dañar la propiedad de ese buen hombre si es posible evitarlo. —Moraine examinó con atención la cerradura durante un momento y, de pronto, dio un golpecito con su vara y el hierro se corrió limpiamente.

Loial abrió enseguida las puertas y Moraine descendió por la rampa que éstas habían dejado al descubierto, iluminándose con su reluciente esfera. Aldieb caminó con elegancia tras ella.

—Encended los candiles y entrad —les indicó en voz baja—. Es muy espacioso. Apresuraos. Pronto será de día.

Rand corrió a desatar los palos que sostenían las linternas, pero aun antes de alumbrar la primera advirtió que distinguía con nitidez las facciones de Mat. En pocos minutos, las calles se llenarían de gente, el tendero bajaría a abrir su establecimiento y todos se extrañarían de que hubiera tantos caballos en el callejón. Mat murmuró con nerviosismo algo que hacía referencia a la necesidad de ocultar las monturas, pero Rand ya se precipitaba por la rampa guiando al suyo. Mat siguió su ejemplo, rezongando, pero no a menor velocidad.

El candil de Rand se bamboleaba en el extremo del bastón, chocando contra el techo al menor descuido, y ni Rojo ni la bestia de carga veían con buenos ojos la rampa. Finalmente llegó abajo y cedió el paso a Mat. Moraine dejó extinguir su luz flotante, pero, cuando los demás se reunieron con ellos, sus linternas contribuyeron a iluminar el recinto.

La mayor parte del espacio de la bodega, de iguales dimensiones que el edificio que sobre ella se asentaba, estaba ocupado por columnas de ladrillo, que ascendían desde estrechas bases que se ensanchaban con la altura, conformando una serie de arcos. A pesar de lo espacioso del subterráneo, Rand tenía la sensación de que se encontraban apretujados. La cabeza de Loial rozaba el techo.

Tal como había augurado la oxidada cerradura, la bodega no había sido utilizada durante largo tiempo. En el suelo no había más que unos cuantos toneles rotos llenos de trastos viejos y una espesa capa de polvo, cuyas motas, levantadas por tantos pies, danzaban en el aire a la luz de los candiles.

Lan fue el último en entrar y, tan pronto como hubo hecho descender a Mandarb por la pendiente, saltó al exterior para cerrar las hojas.

—Rayos y truenos —gruñó Mat—, ¿por qué construirían una de esas puertas en un lugar como éste?

—No siempre fue así —respondió Loial, dejando resonar el fragor de su voz en el cavernoso espacio—. No siempre. ¡No! —Rand advirtió, extrañado, que el Ogier estaba furioso—. En un tiempo hubo árboles aquí, de todas las especies que los Ogier lograron implantar en este terreno. Los grandes árboles, de un centenar de palmos de altura. La sombra del ramaje y las frescas brisas que retenían el aroma de las hojas y flores para mantener el recuerdo de la paz del stedding. ¡Todo eso, arrasado para esto! —Dio un puñetazo a una columna.

El pilar pareció agitarse con el golpe. Rand estaba seguro de haber oído el crujido de los ladrillos. La arcada escupió un reguero de argamasa seca.

—Lo que ya forma parte del tejido no puede deshilarse —sentenció suavemente Moraine—. Aunque hagas que el edificio se desmorone sobre nuestras cabezas, los árboles no volverán a crecer. —Las movibles cejas de Loial, ahora encorvadas, le confirieron una expresión más contrita de la que ningún humano hubiera sido capaz de esbozar—. Con tu ayuda, Loial, tal vez logremos evitar que las arboledas que todavía quedan en pie caigan bajo la Sombra. Nos has traído al lugar que buscábamos.

Cuando la mujer se desplazó hacia una de las paredes, Rand cayó en la cuenta de que era distinta de las otras. Mientras todas eran de ladrillo ordinario, ésta era de una piedra intrincadamente labrada con exquisitas combinaciones de hojas y enredaderas, visible a pesar de la pátina de polvo. El ladrillo y la argamasa estaban gastados, pero aquella piedra tenía algo que revelaba el largo tiempo en que había permanecido allí, desde una época anterior a la cocción del adobe. Los constructores posteriores, ellos mismos perecidos siglos antes, habían incorporado lo que ya se alzaba allí y muchos años después los hombres lo habían utilizado como parte de una bodega.

Un retazo del muro de piedra labrada, situado justo en su centro, era más elaborado que el resto, el cual, a pesar de la magnificencia de sus trazados, semejaba una burda copia a su lado. Trabajadas sobre una dura materia, aquellas hojas parecían tiernas, reproducidas en un perdurable momento en que las agitaba una suave brisa estival. No obstante, daban la impresión de remontarse a otra edad, de poseer una antigüedad que superaba incluso la del resto de la pared. Loial las miraba como si sintiera deseos de hallarse en cualquier otro lugar salvo en aquél, aun a costa de soportar la persecución de una multitud por las calles.