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—Avendesora —murmuró Moraine, posando la mano sobre una hoja de trébol. Rand escrutó los relieves; aquélla era la única hoja de aquella especie que advirtió—. La hoja del árbol de la vida es la clave —dijo la Aes Sedai, y la hoja se desprendió en su mano.

Rand pestañeó, al tiempo que escuchaba exhalaciones a su espalda. Aquella hoja parecía formar parte de la pared al igual que las demás. Con la misma facilidad, la Aes Sedai la desplazó un palmo más abajo de la urdimbre vegetal y la dejó en un punto en que la hoja de tres lóbulos encajó tan limpiamente como si hubiera una oquedad dispuesta para ello y volvió a fundirse en el conjunto. Tan pronto como hubo quedado engastada, las formas esculpidas en el centro del muro comenzaron a modificarse.

Estaba seguro de que ahora percibía cómo las hojas se ladeaban con el impulso de una invisible brisa; casi creyó verlas verdes bajo el polvo, formando un tapiz de colorido primaveral a la luz de las linternas. De manera casi imperceptible al principio, en medio de la antigua escultura se abrió una hendidura que fue agrandándose, al tiempo que las dos mitades oscilaban con lentitud hacia la bodega hasta quedar perpendiculares a la pared. Los dorsos de las puertas estaban adornados, al igual que en el otro lado, con una profusión de hojas y curvados tallos, que parecían tener un hálito viviente. Dentro, donde debiera haber habido tierra o la bodega del edificio contiguo, un brillo mate reflejó tenuemente sus imágenes.

—He oído decir —explicó Loial, entre afligido y temeroso—que antaño las entradas de los Atajos relucían como espejos. En un tiempo, quienes entraban en los Atajos caminaban entre el sol y el cielo. Antaño.

—No tenemos tiempo que perder —les recordó Moraine.

Lan se adelantó a ella, llevando a Mandarb del ronzal, con un palo coronado por una linterna en una mano. Su lóbrego reflejo se aproximó a él, conduciendo un tenebroso caballo. El hombre y su imagen proyectada parecieron confundirse en la reluciente superficie y ambos desaparecieron. El negro semental se resistió por un instante, conectado en apariencia a su propia proyección por una rienda continua. Las cuerdas se tensaron y la cabalgadura del Guardián se esfumó también.

Por espacio de un minuto todos permanecieron con la vista fija en la puerta del Atajo.

—Deprisa —los urgió Moraine—. Yo debo ser la última en cruzar. No podemos dejar esto abierto y correr el albur de que alguien lo encuentre. Deprisa.

Con un profundo suspiro Loial caminó hacia el tenue resplandor. Cabeceando, su descomunal montura trató de retroceder ante la superficie, pero ésta lo engulló. Habían desaparecido tan velozmente como el Guardián y Mandarb.

Rand, titubeante, enfocó la entrada con la linterna. El candil se hundió en su propio reflejo y se confundió con él hasta perderse de vista. Se obligó a seguir, observando cómo el mango de la linterna desaparecía pulgada tras pulgada hasta que él mismo penetró en la puerta. Abrió la boca, presa de estupor. Algo gélido se deslizaba por su piel, como si estuviera atravesando una cascada de agua helada. Transcurrió un tiempo; el frío recubría sus cabellos uno a uno, se prendía a sus ropas hilo a hilo.

De súbito, la gelidez estalló como una burbuja y se detuvo para recobrar aliento. Se encontraba en el interior de los Atajos. Más adelante Lan y Loial aguardaban pacientes junto a sus monturas. A su alrededor no había más que tinieblas que parecían extenderse indefinidamente. Sus candiles desprendían una pequeña mancha de claridad, demasiado insignificante, como si algo produjera una retracción en la luz o la ingiriese. Dio un tirón a las riendas, atenazado por una repentina ansiedad. Rojo y el caballo de carga lo siguieron dando saltos, casi a punto de derribarlo. Se tambaleó y, una vez recobrado el equilibrio, se apresuró a aproximarse al Guardián y al Ogier, arrastrando a las inquietas caballerías tras de sí. Los animales relincharon quedamente. Incluso Mandarb dio muestras de alegrarse al ver a los otros caballos.

—Ten cuidado al cruzar la puerta de un Atajo, Rand —le avisó Loial—. Las cosas son… diferentes dentro de los Atajos. Mira.

Se volvió hacia donde apuntaba el Ogier, esperando ver el mismo brillo apagado. En cambio, su campo visual se amplió hasta la bodega, como si hubiera una gran pantalla de vidrio ahumado dispuesta entre las sombras. Extrañamente, la oscuridad que circundaba la ventana que transparentaba la bodega daba una sensación de profundidad, como si la apertura permaneciera aislada, sin nada atrás ni en derredor aparte de las tinieblas. Expresó aquella impresión, riendo compulsivamente, pero Loial tomó en serio su observación.

—Podrías caminar a su alrededor, sin ver nada de lo que hay al otro lado. Sin embargo, no te aconsejaría que lo hicieras. Los libros no explican con precisión qué se halla tras las puertas de entrada a los Atajos. Creo que uno podría perderse allí y no volver a encontrar la salida.

Rand agitó la cabeza. Trató de concentrarse en la puerta en sí, sin tener en cuenta lo que se extendía detrás, pero aquello le producía, de alguna manera, igual turbación. Si hubiera tenido algo en que posar la mirada aparte de la puerta, habría desviado la vista de ella. En el sótano, a través de la opaca penumbra, veía a Moraine y a los demás, pero se movían como en sueños. Cada parpadeo adquiría la dimensión de un gesto deliberado y desmesurado. Mat avanzaba hacia la entrada como si caminara sobre una gelatina entre la que nadaban sus piernas.

—La Rueda gira más deprisa en los Atajos —explicó Loial, quien, al escrutar la oscuridad circundante, hundió la cabeza entre los hombros—. Nadie de los que permanecen vivos conocen más que fragmentos de su realidad. Tengo miedo de lo que desconozco de los Atajos, Rand.

—El Oscuro —terció Lan—no puede ser derrotado sin que corramos riesgos. Pero en estos momentos estamos vivos y ante nosotros tenemos la esperanza de conservar la vida. No te rindas antes de que te golpeen, Ogier.

—No hablaríais con tanta confianza si hubierais estado antes en los Atajos. —El habitual estruendo de la voz de Loial sonaba ahora amortiguado. Miró la oscuridad como si distinguiera algo en ella—. Yo tampoco había entrado antes, pero he visto otros Ogier que han atravesado una de sus puertas y regresado a la superficie. No hablaríais de este modo si los hubierais visto.

Mat dio un paso a través del acceso y recobró la cadencia normal de sus movimientos. Durante un instante contempló la oscuridad, aparentemente infinita, y luego se aproximó corriendo a ellos, zarandeando su linterna en el extremo del palo, seguido por su caballo, que con sus brincos casi lo envió al suelo. Los demás cruzaron uno a uno; Perrin, Egwene y Nynaeve se detuvieron asimismo enmudecidos por la sorpresa antes de apresurarse a reunirse con el resto. Cada candil contribuía a agrandar la mancha de luz, pero ésta nunca llegaba a adquirir su intensidad normal. Era como si las tinieblas se tornaran más densas cuanta más claridad había, espesándose como si forcejearan contra lo que pretendía menguar su alcance.

Aquélla era una línea de razonamiento que Rand no deseaba seguir aplicando. Ya era bastante horrible encontrarse allí sin que atribuyera voluntad propia a la oscuridad. No obstante, cada uno de ellos parecía sentir la misma opresión. Mat no realizó ningún comentario sarcástico y la expresión de Egwene delataba una angustiante aprensión. Todos observaban en silencio la puerta, aquella última apertura que conectaba con el mundo que ellos conocían.

Por fin sólo quedó Moraine en la bodega, ahora mortecinamente alumbrada por la linterna que había tomado. La Aes Sedai continuaba moviéndose como en un sueño. Su mano se crispó al encontrar la hoja de Avendesora, que, como percibió Rand, estaba ubicada en un nivel más bajo en los relieves de esa cara, justo en el punto donde ella la había situado en la otra. Tras desprenderla de la piedra, volvió a colocarla en su posición original, Rand se preguntó de pronto si la hoja del otro lado habría cambiado también de lugar.