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—El tiempo es demasiado valioso en los Atajos y no hay que desperdiciarlo. Para nosotros aún posee más valor. Pararemos cuando llegue la hora de dormir. —La Aes Sedai ya se encontraba a lomos de Aldieb.

El apetito de Rand se mitigó ante la perspectiva de tener que dormir en los Atajos. Allí reinaba una noche eterna, pero no la idónea para conciliar el sueño. Sin embargo, comió mientras cabalgaba, al igual que todos los demás. Era complicado hacerlo, con las manos ocupadas por el mango de la linterna y las riendas, pero, a pesar de su pretendida desgana, al terminar lamió las últimas migas de pan prendidas a sus manos, deseoso de disponer de más. Incluso llegó a pensar que los Atajos no eran tan horribles, al menos no tanto como decía Loial. Ciertamente desprendían el mismo agobio que precede a la descarga de una tormenta, pero en una constante monotonía, en la que nada sucedía. Los Atajos eran casi tediosos.

Entonces el silencio se vio quebrado por un gruñido de estupefacción de Loial. Rand se irguió sobre los estribos para atisbar delante del Ogier y lo que vio le secó la boca. Se hallaban en el medio de un puente y, únicamente a unos centímetros de Loial, el piso finalizaba, suspendido en el vacío.

45

El acecho tras las sombras

La luz de los candiles se extendía hasta tocar el otro lado, que despuntaba de las tinieblas como la irregular dentadura de un gigante. La cabalgadura de Loial piafó con nerviosismo y se desprendió una piedra que cayó al negro cauce muerto. Si produjo algún sonido al chocar contra el fondo, Rand no alcanzó a oírlo.

Dirigió a Rojo hacia el boquete. Hasta donde llegaba la luz de su linterna, que hundió en toda la longitud del palo al que iba sujeta, no había nada. Una masa tan negra como la que les servía de dosel, que se escudaba ante la claridad. Si había un límite en aquella hondura, podía encontrarse a mil metros de altura. O no existir. Sin embargo, en el otro extremo percibía la base que sostenía el puente. Nada. Menos de un palmo de grosor sólido, sin nada por debajo.

De pronto la roca situada bajo sus pies se le antojó fina como el papel y la infinita boca los atrajo hacia sí. El candil y la vara parecieron de improviso lo bastante pesados como para arrancarlo de la silla. Invadido por el vértigo, hizo retroceder al bayo del abismo con tanta cautela como se había aproximado.

—¿Para esto nos habéis traído aquí, Aes Sedai? —espetó Nynaeve—. ¿Todo esto para encontrarnos que debemos regresar a Caemlyn?

—No hemos de regresar —replicó Moraine—. No hasta Caemlyn. Hay muchas sendas en los Atajos que conducen a determinados lugares. Sólo hemos de retroceder hasta que Loial halle otro sendero que nos lleve a Fal Dara. Loial… ¡Loial!

El Ogier desprendió con visible esfuerzo la mirada de la sima.

—¿Qué? Oh. Sí, Aes Sedai. Puedo encontrar otro sendero. Debería. —Sus ojos volvieron a posarse en el insondable pozo y sus orejas se agitaron—. No sospechaba que la decadencia fuera tan patente. Si hasta los puentes se rompen, es posible que no encuentre el camino deseado, ni que halle una senda de regreso. Quizá los puentes estén desmoronándose tras nosotros.

—Debe de haber un camino —opinó Perrin con voz inexpresiva. Sus ojos parecían retener la luz, despedir destellos amarillos. «Un lobo acorralado», pensó Rand, estupefacto. «Eso es lo que parece».

—Será lo que la Rueda teja —se resignó Moraine—, pero no creo que la decadencia sea tanta como temes. Mira la piedra, Loial. Incluso yo soy capaz de determinar que se quebró hace mucho tiempo.

—Sí —convino Loial—. Sí, Aes Sedai, es cierto. Aquí no hay lluvia ni viento, pero esa piedra ha estado colgando en el aire durante diez años como mínimo. —Asintió con una sonrisa de alivio, tan contento con el descubrimiento que por un momento pareció olvidar sus temores—. Podría encontrar otras sendas con más facilidad que la de Mafal Dadaranell. ¿Tar Valon, por ejemplo? O el stedding Shangtai. Sólo quedan tres puentes hasta el stedding Shangtai desde la última isla. Supongo que los mayores querrán hablar conmigo a estas alturas.

—Fal Dara, Loial —afirmó Moraine con convicción—. El Ojo del Mundo está más allá de Fal Dara y hemos de ir al Ojo.

—Fal Dara —acordó, reacio, el Ogier.

De regreso a la isla Loial estudió con detenimiento la losa, inclinando las cejas mientras murmuraba para sus adentros. A poco, hablaba para sí, pues adoptó el idioma de los Ogier. Aquella lengua llena de modulaciones sonaba como un gutural piar de pájaros. Rand consideró curioso que unos seres tan grandes utilizaran un lenguaje tan musical.

Al fin el Ogier asintió. Mientras los conducía al puente elegido, se volvió para lanzar una melancólica ojeada al poste indicativo de otro.

—Tres desvíos hasta stedding Shangtai —suspiró.

No obstante, pasó ante ellos sin detenerse y giró en el tercer puente. Miró con pesadumbre hacia atrás, a pesar de que la senda que conducía a su hogar se hallaba ya sumida en tinieblas.

—Cuando esto haya acabado, Loial —propuso Rand, que había situado su caballo a la altura del Ogier—, me enseñarás tu stedding y yo te mostraré el Campo de Emond. Sin tomar los Atajos, ¿eh? Iremos a caballo o a pie, aunque tengamos que viajar todo un verano.

—¿Crees que esto va a tocar a su fin algún día, Rand?

—Dijiste que tardaríamos dos días en llegar a Fal Dara —arguyó Rand, con expresión preocupada.

—No me refiero a los Atajos, sino al resto. —Loial echó una ojeada a la Aes Sedai por encima del hombro; ella hablaba con Lan—. ¿Qué te hace pensar que terminará alguna vez?

Los arcos y pasarelas ascendían y descendían. En ocasiones, de las guías partían unas líneas blancas iguales que la que habían seguido desde la puerta de Caemlyn que se desvanecían en la oscuridad. Rand advirtió que no era el único que observaba aquellos trazos con curiosidad y ciertas dosis de añoranza. Nynaeve, Perrin, Mat e incluso Egwene las dejaban atrás a su pesar. En el otro extremo de cada una de ellas había una salida hacia el mundo, en donde brillaba el sol y soplaba el viento. Incluso habrían dado la bienvenida a sus ráfagas. Pero, bajo la infalible vigilancia de Moraine, las dejaban atrás. Rand, empero, era el único que osaba mirar atrás después de que las tinieblas hubieran devorado a un tiempo la isla, la guía y la línea.

Rand bostezaba ya cuando Moraine anunció que se detendrían para pasar la noche en una de las islas. Mat miró la negrura circundante y exhaló una risita, pero desmontó con igual celeridad que los demás. Lan y los muchachos desensillaron y trabaron los caballos mientras Nynaeve y Egwene encendían un pequeño fogón de aceite para preparar té. El fogoncillo, semejante a la base de una linterna, era lo que, según Lan, utilizaban los Guardianes en la Llaga, donde entrañaba peligro encender leña. El Guardián sacó unos trípodes de uno de los cestos, sobre los que dispusieron los candiles formando un círculo en torno al campamento.

Loial examinó la guía un momento; luego se sentó con las piernas cruzadas y frotó con una mano la polvorienta y picada piedra.

—Antaño crecían plantas en las islas —rememoró con tristeza—. Todos los libros lo mencionan. Había un verde tapiz sobre el que dormir, tan blando como un colchón de plumas, y árboles frutales para combinar la comida que uno llevaba con una manzana, una pera o una naranja, dulce, crujiente y jugosa, cualquiera que fuese la estación reinante en el exterior.

—No hay caza —gruñó Perrin, que se mostró casi instantáneamente sorprendido de lo dicho.

Egwene llevó una taza de té a Loial, quien la sostuvo sin beber, y en cambio siguió contemplando el aire, como si pudiera encontrar los frutales en sus profundidades.

—¿No vais a disponer salvaguardas? —preguntó Nynaeve a Moraine—. Sin duda debe de haber peligros peores que las ratas aquí. Aunque no lo haya visto, lo presiento.