—Me parece que ella no se esperaba esto —comentó Nynaeve con un gesto que abarcaba todas las granjas abandonadas que habían visto.
—¿Adónde habrán ido? —se preguntó Egwene—. ¿Por qué? No creo que haya transcurrido mucho tiempo desde su partida.
—¿Y qué te hace pensarlo? —inquirió Mat—. Por el aspecto de la puerta de ese establo, podrían haber estado ausentes durante todo el invierno. —Nynaeve y Egwene lo miraron como si fuera corto de entendederas.
—Las cortinas de las ventanas —repuso con paciencia Egwene—parecen demasiado finas para ser las de invierno. Con el frío que hace aquí, ninguna mujer las hubiera colgado hasta hace una o dos semanas, o menos. —La Zahorí asintió con la cabeza.
—Cortinas —repitió riendo Perrin. Inmediatamente retiró la sonrisa de sus labios al sentir la airada mirada de las dos mujeres—. Oh, estoy de acuerdo con vosotros. Aquella guadaña no estaba lo bastante oxidada como para haber pasado más de una semana a la intemperie. Habrías debido fijarte en ello Mat. Aunque no repararas en las cortinas.
Rand miró de soslayo a Perrin, tratando de no observarlo abiertamente. Él tenía la vista más aguzada que Perrin —o había tenido, cuando solían cazar conejos juntos—, pero él no había podido advertir la herrumbre de la guadaña desde aquella distancia.
—Tanto me da adónde hayan ido —gruñó Mat—. Lo único que deseo es encontrar pronto un lugar caldeado por un fuego. Sin tardanza.
—¿Pero por qué se marcharon? —musitó Rand para sí.
La Llaga no se hallaba lejos de aquellos parajes. La Llaga, donde estaban todos los Fados y trollocs, exceptuando los que habían partido hacia Andor en pos de ellos. La Llaga, el lugar adonde se dirigían.
—Nynaeve —apuntó, elevando la voz—, quizá tú y Egwene no debáis acompañarnos hasta el Ojo. —Las dos jóvenes centraron la mirada en él, con cara de opinar que decía sandeces, pero la proximidad de la Llaga bien valía la pena un último intento de disuadirlas—. Tal vez baste con que estéis cerca. Moraine no especificó que vosotras debierais ir. Ni tampoco tú, Loial. Podríais quedaros en Fal Dara hasta que regresemos, o emprender camino hacia Tar VaIon. A lo mejor encontráis una caravana de mercaderes y apuesto a que Moraine estaría incluso dispuesta a alquilar un carruaje. Nos encontraremos en Tar Valon cuando todo haya terminado.
—ta’veren. —El estentóreo suspiro de Loial fue como un trueno que bramara en el horizonte—. Las vidas circulan con un magnetismo a tu alrededor, Rand al’Thor, en torno a ti y a tus amigos. Tu destino determina el nuestro. —El Ogier se encogió de hombros y de pronto una amplia sonrisa iluminó su rostro—. Además, será algo digno del esfuerzo, conocer al Hombre Verde. El abuelo Halan siempre relata su encuentro con el Hombre Verde, y lo mismo hace mi padre y la mayoría de los mayores.
—¿Tantos? —se extrañó Perrin—. Las historias dicen que es difícil localizar al Hombre Verde y que nadie puede encontrarlo dos veces.
—No, dos veces no —acordó Loial—. Pero yo no lo he visto nunca ni vosotros tampoco. Según parece, no evita tanto a los Ogier como a los humanos. Posee unos amplísimos conocimientos sobre los árboles e incluso conoce las canciones dedicadas a ellos.
—Lo que yo quería decir es que… —Rand trató de retomar el hilo de su discurso.
—Ella dice que Egwene y yo también formamos parte del Entramado —lo atajó Nynaeve—. Y que nuestros hilos están trenzados con los vuestros. Si hay que concederle crédito, en la manera como se entreteje el Entramado hay algo capaz de contener al Oscuro. Y me temo que yo creo en esa posibilidad; demasiadas cosas han sucedido como para no hacerlo. Pero si Egwene y yo nos quedamos al margen, ¿qué modificaríamos en el Entramado?
—Yo sólo intentaba…
—Sé muy bien lo que intentabas hacer —volvió a interrumpirlo tajantemente Nynaeve, que lo miró fijo hasta hacerlo sentir incómodo y sólo entonces suavizó su expresión—. Sé lo que intentabas hacer, Rand. No tengo ningún aprecio por las Aes Sedai y por ésta menos que por ninguna, me parece. Y, aunque no tengo ninguna predilección por la Llaga, a quien más aborrezco es al Padre de las Mentiras. Si vosotros, los muchachos… los hombres, sois capaces de obrar según es vuestro deber cuando preferiríais hacer cualquier otra cosa menos ésta, ¿por qué crees que yo o Egwene vamos a sacrificarnos menos? —No parecía esperar una respuesta. Recogió las riendas y miró con semblante adusto a la Aes Sedai, situada más adelante—. Me pregunto si llegaremos pronto a ese Fal Dara o si pretende que pasemos la noche por estos yermos.
—Nos ha llamado hombres —se maravilló Mat, mientras la Zahorí se acercaba al trote a Moraine—. Parece que fue ayer cuando nos decía que éramos unos irresponsables y ahora nos considera unos hombres.
—Tú todavía deberías estar pegado a las faldas de tu madre —lo desengañó Egwene.
Rand, sin embargo, percibió un desapasionamiento en la voz de la muchacha. Ésta aproximó a Bela a su caballo bayo y bajó la voz de manera que los demás no pudieran oírla, lo cual intentó en vano Mat.
—Solamente bailé con Aram, Rand —dijo en voz baja, rehuyéndole la mirada—. ¿No me guardarás rencor por haber bailado con alguien a quien no volveré a ver, verdad?
—No —repuso. «¿Qué la habrá inducido a sacar eso a colación en este momento?»—Por supuesto que no.
De repente recordó lo que le había dicho Min en Baerlon, algo que se le antojó haber escuchado hacía siglos. «Ella no es para ti ni tú para ella. No de la manera que ambos desearíais».
La ciudad de Fal Dara estaba construida sobre unas colinas que se elevaban por encima del terreno circundante. No era ni la mitad de grande que Caemlyn, pero la muralla que la rodeaba era tan alta como la de la capital de Andor. A un kilómetro a la redonda de aquella fortaleza no crecía ninguna planta que sobrepasara la altura de la hierba, la cual presentaba clara evidencia de haber sido segada. Nada podía arrimarse a ella sin ser advertido desde las imponentes torres coronadas por vallas de madera. Mientras que las murallas de Caemlyn poseían una belleza en su trazado, quienes habían alzado el muro que protegía a Fal Dara no habían tenido en cuenta la hermosura de su aspecto. La piedra gris era sombríamente implacable, en su proclama de que su existencia tenía una única finalidad: mantenerse en pie. Los pendones que remataban los torreones restallaban azotados por el viento, dando la impresión de que el Halcón Negro de Shienar sobrevolaba todo el perímetro de las paredes que guardaban Fal Dara.
Lan se bajó la capucha de la capa y, a pesar del frío, indicó a los demás que siguieran su ejemplo. Moraine ya se había descubierto la cabeza.
—Es una norma en Shienar —explicó el Guardián—. En todas las tierras fronterizas. A nadie le es permitido velarse el rostro dentro de las murallas de una ciudad.
—¿Son todos de aspecto tan agraciado? —bromeó Mat.
—Un Semihombre no puede ocultar su identidad con la cara visible —replicó con voz inexpresiva el Guardián.
Rand dejó de sonreír y Mat se apresuró a bajarse la capucha.
Las altas puertas reforzadas con hierro negro permanecían abiertas, pero junto a ellas montaba guardia una docena de hombres vestidos con armaduras y sobrevestes amarillas estampadas con el Halcón Negro. Unas largas espadas despuntaban por encima de sus hombros y de sus cinturas pendían espadas de hoja ancha, mazas o hachas. Sus caballos, amarrados cerca de ellos, tenían un aspecto grotesco a causa de las bardas de acero que resguardaban sus pechos, cuellos y cabezas, con lanzas apoyadas en los estribos, dispuestos a partir al galope en cualquier momento. Los guardias no hicieron ningún ademán para detener a Lan ni a Moraine y sus acompañantes, sino que agitaron las manos en un alegre saludo.
—¡Dai Shan! —gritó uno, blandiendo al aire sus puños revestidos de guanteletes metálicos mientras ellos pasaban a su lado—. ¡Dai Shan!