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—¡Gloria a los constructores! —exclamaron otros—. ¡Kiserai ti Wansbo! —Loial pareció sorprendido; después su rostro se iluminó con una amplia sonrisa e hizo ondear una mano hacia los militares.

Un hombre cabalgó arrimado a la montura de Lan durante un trecho, con una asombrosa agilidad de movimiento pese a la pesada armadura que llevaba.

—¿Volverá a alzar el vuelo la Grulla Dorada, Dai Shan?

—Paz, Ragan —fue todo cuanto replicó el Guardián, que devolvió los saludos de los guardias, pero con un semblante aún más sombrío de lo habitual.

Mientras atravesaban las calles pavimentadas de piedra, abarrotadas de personas y carros, Rand sintió una creciente preocupación. Fal Dara estaba llena a rebosar, pero la gente no se asemejaba a la afanosa multitud de Caemlyn, que disfrutaba de la magnificencia de la ciudad incluso cuando reñía, ni al espeso gentío de Baerlon. Arracimados cara a cara, aquella gente observaba la comitiva que ellos componían con ojos plomizos y rostros desprovistos de emoción. Todas las callejuelas y la mitad de las calles estaban atestadas de carros y carromatos, sobre los que se apilaban objetos de cocina y muebles tan repletos que la ropa asomaba por sus rendijas. Los niños estaban sentados en lo alto de aquellos montículos. Los adultos los mantenían allí para poderlos controlar y no les permitían siquiera ir a jugar. Los pequeños, aún más silenciosos que sus padres, tenían la mirada perdida en sus inmensos ojos.

Los rincones y espacios libres entre los vehículos estaban invadidos por ganado vacuno de enmarañado pelambre y cerdos con manchas negras en la piel, rodeados por improvisadas cercas. Los pollos, patos y gansos, cerrados en jaulas, guardaban igual mutismo que las personas. Ahora sabía adónde habían ido todos los campesinos.

Lan los condujo a la fortaleza situada en el centro de la población, un macizo bloque pétreo que ocupaba la cumbre de la colina más alta. Un foso seco, ancho y profundo, erizado de un bosque de aceradas picas de la estatura de un hombre, rodeaba los muros rematados de almenas de la ciudadela. Aquél era un lugar destinado a una defensa desesperada en caso de que fuera tomado el resto de la ciudad.

—Bienvenido, Dai Shan —gritó desde uno de los torreones de la entrada un hombre vestido con armadura.

—¡La Grulla Dorada! ¡La Grulla Dorada! —voceó otro desde el interior del alcázar.

Las herraduras martillearon sobre las gruesas vigas del puente levadizo mientras cruzaban el foso y cabalgaban bajo las aceradas puntas del temible rastrillo. Una vez traspuesto el umbral, Lan desmontó e indicó a los demás que siguieran su ejemplo.

El primer patio era una extensa plaza pavimentada con grandes bloques de piedra y circundada de torres y almenas tan imponentes como las que se encontraban en la parte exterior de las murallas. A pesar de sus grandes dimensiones, el patio aparecía casi tan abarrotado como las calles y presentaba una confusión equiparable, si bien la gente se distribuía allí con cierto orden. Había hombres con armadura y caballos con arnés por doquier. En media docena de herrerías dispuestas junto a los muros repicaban los martillos y grandes fuelles, accionados cada uno de ellos por dos hombres con delantales de cuero, hacían rugir los fuegos de las forjas. Un continuo flujo de muchachos corría a entregar las herraduras recién moldeadas a los herradores. Unos flecheros confeccionaban saetas que depositaban en cestos que, una vez llenos, eran sustituidos por otros vacíos.

Unos criados con librea se aproximaron a ellos sonrientes y serviciales. Rand desató enseguida sus pertenencias de la silla y entregó el caballo a uno de ellos, al tiempo que un hombre revestido con cota de malla y láminas de acero les dedicaba una ceremoniosa reverencia. Vestía una capa de color amarillo vivo, con el Halcón Negro en el pecho, y una sobreveste del mismo amarillo bordada con una lechuza gris. Su cabeza, desprovista de yelmo, había sido rapada a excepción de un mechón recogido con un lazo de cuero.

—Ha transcurrido mucho tiempo, Moraine Sedai. Me complace volver a veros, Dai Shan. Volvió a inclinarse, hacia Loial, y murmuró— gloria a los constructores. Kiserai ti Wansho.

—No soy digno de ello —repuso Loial—y el trabajo no fue tanto. Tsingu ma choba.

—Nos honra vuestra presencia —replicó el hombre—. Kiserai ti Wansho. —Y, volviéndose hacia Lan, añadió— han avisado a lord Agelmar, Dai Shan, cuando os han visto venir. Está aguardándoos. Por aquí, tened la bondad.

Mientras lo seguían por el interior de la fortaleza atravesando fríos corredores de paredes de piedra, decorados con abigarrados tapices y largas telas de seda que reproducían escenas de caza y batallas, continuó hablando:

—Me alegra que recibieseis nuestra llamada, Dai Shan. ¿Haréis ondear de nuevo los estandartes de la Grulla Dorada? —Los pasadizos no contenían más objetos que las colgaduras, las cuales, a pesar de su brillante colorido, hacían la menor profusión posible de líneas y figuras, plasmando únicamente las necesarias para transmitir un significado.

—¿Están las cosas tan mal como parece, Ingtar? —preguntó, impávido, Lan. Rand se preguntó si sus propias orejas estarían agitadas como las de Loial.

El hombre zarandeó la coleta al mover la cabeza, pero vaciló antes de esbozar una sonrisa.

—Las cosas nunca van tan mal como se nos antoja a nosotros, Dai Shan. Este año la situación es algo peor de lo habitual, eso es todo. Los saqueos prosiguieron durante el invierno, incluso en los períodos de mayor crudeza. Pero los ataques no fueron más rigurosos que en cualquier otro lugar de la frontera. Todavía vienen durante la noche, ¿pero qué otra cosa puede esperarse en primavera, si esto puede considerarse primavera? Los exploradores retornan de la Llaga (aquellos que regresan) trayendo noticias de nuevos campamentos de trollocs, que se reproducen sin cesar. Sin embargo, les haremos frente en el desfiladero de Tarwin, Dai Shan, y los obligaremos a retroceder al igual que hemos hecho siempre.

—Desde luego —convino Lan, aunque con un asomo de duda en la voz.

La sonrisa se desvaneció de la faz de Ingtar, para regresar un segundo después. Los introdujo en silencio en el estudio de lord Agelmar y luego partió, aduciendo la necesidad de atender sus obligaciones.

Aquélla era una estancia tan austera como el resto de la ciudadela, con aspilleras en la pared exterior y una pesada barra para asegurar la gruesa puerta, que poseía también sus orificios para disparar flechas y estaba reforzada con láminas de hierro. El único tapiz que pendía allí ocupaba todo un muro y mostraba a hombres con armaduras iguales a las que vestían los guerreros de Fal Dara, en el transcurso de una lucha contra Myrddraal y trollocs en la garganta de una montaña.

Una mesa, una cómoda y unas cuantas sillas componían todo el mobiliario de la habitación, aparte de los estantes de la pared, que atrajeron con tanta fuerza la atención de Rand como el tapiz. En uno de ellos había una espada de doble asimiento, más alta que un hombre, una espada de hoja ancha más usual y, bajo éstas, una maza tachonada con clavos y un largo escudo en forma de milano con tres zorras pintadas en él. Del otro colgaba una armadura completa, con las piezas ajustadas como si rodearan el cuerpo de un hombre. El yelmo coronado con una cresta, con la visera protegida por un doble trenzado metálico; la cota de malla con el faldar abierto para montar a caballo y un revestimiento interior de cuero, pulido por el uso; el peto, los guanteletes de acero, abanicos en rodillas y codos, guardabrazos, espinilleras y espaldares. Aun allí, en el corazón de la plaza fuerte, las armas y la armadura parecían estar dispuestas para ser utilizadas en cualquier momento. Al igual que los enseres, eran simples y estaban sobriamente ornados con dorados.

Agelmar se levantó al entrar ellos y rodeó la mesa, cubierta de mapas, fajos de papel y plumas erguidas sobre los tinteros. A primera vista, con su chaqueta de terciopelo azul y sus botas de ante, parecía demasiado pacífico para aquella estancia, pero una segunda mirada hizo reconsiderar a Rand esa impresión inicial. Al igual que la de los guerreros que había visto, la cabeza de Agelmar estaba rapada, a excepción de un mechón de cabello, que en su caso estaba completamente encanecido. Su semblante, tan duro como el de Lan, únicamente estaba surcado de arrugas alrededor de los ojos, los cuales eran como piedras marrones, si bien ahora su rigor estaba aplacado por una sonrisa.