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Ingtar entró en la estancia y realizó una reverencia dedicada a lord Agelmar.

—Excusad, señor, pero queríais estar al corriente de cualquier suceso excepcional, por más nimio que éste fuera.

—Sí, ¿de qué se trata?

—Un asunto menor. Un forastero ha intentado entrar en la ciudad. No es de Shienar. Por su acento, debe de ser un lugareño. Cuando los guardias de la puerta sur han tratado de interrogarlo, ha echado a correr. Lo han visto penetrar en el bosque, pero a poco lo han descubierto en el momento en que escalaba la muralla.

—¡Un asunto menor! —La silla de Agelmar arañó el suelo al levantarse éste—. ¡Paz! ¿El vigilante de la torre es tan negligente que alguien puede llegar a las murallas sin ser advertido y lo consideráis algo carente de importancia?

—Es un loco, mi señor. —La voz de Ingtar evidenciaba un leve temor—. La Luz protege a los enajenados. Tal vez la Luz veló los ojos del vigilante de la torre y le permitió llegar a la muralla. Sin duda un pobre loco es incapaz de causar daño.

—¿Lo han llevado ya a la torre del homenaje? Bien. Traedlo aquí. Ahora mismo. —Ingtar volvió a inclinarse antes de salir y Agelmar se volvió hacia Moraine—. Disculpadme, Aes Sedai, pero debo ocuparme de esto. Quizá sólo sea un pobre desgraciado con la mente cegada por la Luz, pero… Hace dos días, cinco de nuestros propios súbditos fueron descubiertos cuando intentaban aserrar los goznes de una de las puertas. Ello habría bastado para franquear la entrada a los trollocs. —Esbozó una mueca—. Amigos Siniestros, supongo, por más que me pese aceptar que los haya en Shienar. La multitud los despedazó antes de que los guardias pudieran llevárselos, de modo que nunca lo sabré a ciencia cierta. Si los shienarianos pueden ser Amigos Siniestros, debo poner especial cuidado en los extranjeros en estos tiempos. Si deseáis retiraros, haré que os acompañen a vuestros dormitorios.

—Los Amigos Siniestros no reconocen fronteras ni estirpes —comentó Moraine—. Se encuentran en todos los países y no pertenecen a ninguno. A mí también me interesa ver a ese hombre. El Entramado está componiendo una trama, lord Agelmar, pero su forma final todavía no está establecida. Aún podría enmarañar la situación del mundo o desenredarse e imprimir una nueva clase de tejido a la Rueda. En estos momentos, incluso los detalles nimios son capaces de modificar la disposición de la trama. En estos momentos, pongo especial cautela en advertir las pequeñas cosas que salen de lo común.

Agelmar lanzó una ojeada a Nynaeve y Egwene.

—Como deseéis, Aes Sedai.

Ingtar regresó con dos guardias que asían largas picas, escoltando a un hombre que semejaba un saco de harapos vuelto del revés. La mugre le cubría el rostro y moteaba sus ralos cabellos y barba que debía de llevar mucho tiempo sin cortar. Entró encorvado en la habitación y dirigió errabundas miradas aquí y allá, precedido del rancio olor que emanaba.

Rand se inclinó con vivo interés, intentando distinguir algo entre la suciedad.

—No tenéis motivos para retenerme de este modo —protestó el desaseado personaje—. No soy más que un pobre indigente, desamparado por la Luz, que busca un lugar, como cualquier otra persona, para guarecerse de la Sombra.

—Las tierras fronterizas son un curioso paraje para… —comenzó a decir Agelmar, cuando Mat lo interrumpió.

—¡El buhonero!

—Padan Fain —convino Perrin, asintiendo.

—El mendigo —dijo Rand, con voz de súbito ronca. Se inclinó contra el respaldo al percibir el repentino odio que centelleó en los ojos de Fain—. Es el hombre que iba preguntando por nosotros en Caemlyn. Tiene que ser él.

—Veo que esto os concierne después de todo, Moraine Sedai —infirió Agelmar.

—Mucho me temo que así es —acordó Moraine.

—Yo no quería. —Fain estalló en llanto. Unos gruesos lagrimones abrían surcos entre la suciedad de sus mejillas sin alcanzar, no obstante, las capas inferiores—. ¡Él me obligó! Él y sus ardientes ojos. —Rand parpadeó. Mat tenía la mano bajo la capa, volviendo a aferrar sin duda la daga de Shadar Logoth—. ¡Me convirtió en su sabueso! Su sabueso, para dar caza y seguir sin respiro. Sólo su sabueso, incluso después de haberme echado.

—Nos concierne a todos —constató, sombría, Moraine—. ¿Disponéis de un lugar donde pueda hablar a solas con él, lord Agelmar? —Su boca se frunció con un gesto de repugnancia—. Y para bañarlo antes. Tal vez deba tocarlo. —Algemar asintió y habló en voz baja a Ingtar, el cual se inclinó y desapareció por la puerta.

—¡No me dejaré impresionar! —Era la voz de Padan Fain, que había sustituido sus gemidos por una arrogante réplica. Ahora permanecía erguido. Echó la cabeza hacia atrás y gritó como si se dirigiera al techo— ¡Nunca más! ¡No lo haré! —Se encaró a Agelmar como si los hombres que lo flanqueaban fueran sus propios guardaespaldas y el señor de Fal Dara su igual en lugar de su captor. Su tono se volvió astuto y melifluo—. Se ha producido un malentendido aquí, gran señor. En ocasiones los hechizos se adueñan de mí, pero eso se acabará pronto. Sí, muy pronto quedaré libre de ellos. —Señaló con gesto despreciativo los andrajos que vestía—. No os dejéis engañar por esto, gran señor. He tenido que disfrazarme para protegerme de quienes trataban de detenerme y mi viaje ha sido largo y duro. Pero por fin he llegado a tierras donde todavía se tiene conciencia de la amenaza de Ba’alzemon, donde los hombres aún luchan contra el Oscuro.

Rand lo observaba con ojos desorbitados. Era la voz de Fain, pero las palabras no se avenían en absoluto al carácter del buhonero.

—De manera que habéis venido aquí porque peleamos con los trollocs —dedujo Agelmar—. Y sois tan importante que alguien trata de deteneros. Estas personas dicen que sois un buhonero llamado Padan Fain, y que estáis siguiéndolos.

Fain titubeó. Lanzó una ojeada a Moraine y luego se apresuró a apartar la vista de ella. Su mirada recorrió a los jóvenes de Campo de Emond antes de retornar a Agelmar. Rand sintió el odio en sus ojos, y temor. Pero, cuando Fain volvió a tomar la palabra, su voz no denotaba ninguna alteración.

—Padan Fain es simplemente uno de los muchos disfraces que me he visto obligado a adoptar durante estos años. Los amigos del Oscuro me persiguen porque he averiguado la manera de derrotar a la Sombra. Puedo enseñaros cómo vencerla, gran señor.

—Nosotros actuamos según las capacidades de los hombres —repuso con sequedad Agelmar—. La Rueda gira según sus designios, pero nosotros hemos venido combatiendo al Oscuro casi desde el Desmembramiento del Mundo sin necesidad de buhoneros que nos enseñen cómo hacerlo.

—Gran señor, vuestro poderío se halla fuera de dudas, ¿pero podrá resistir por tiempo indefinido los embates del Oscuro? ¿No experimentáis a menudo la necesidad de manteneros a la defensiva? Perdonad mi temeridad, gran señor; al final os reducirá, con vuestros recursos. Lo sé; creedme, lo sé bien. Pero yo os puedo mostrar la manera de liberar la tierra de la Sombra. —Su tono se volvió aún más zalamero, sin perder, no obstante, su altivez—. Si intentáis poner en práctica mis consejos, lo veréis, gran señor. Limpiaréis la tierra del azote del Oscuro. Vos, gran señor, sois capaz de hacerlo, si concentráis vuestras fuerzas en una dirección. No permitáis que Tar Valon os enrede en su trampa y podréis salvar el mundo. Gran señor, seréis el hombre que la historia recordará como el artífice de la victoria definitiva de la Luz. —Los guardias continuaron en sus puestos, pero sus manos se desplazaron por las astas de sus armas, como si pensaran que tal vez fueran a utilizarlas.

—Se tiene en muy alta estima para ser un simple buhonero —comentó Agelmar a Lan—. Creo que Ingtar está en lo cierto. No es más que un loco.

Los ojos de Fain se entornaron a causa de la furia, pero su voz retuvo la calma.