»Breyan huyó con su hijo Isam y fue capturada por los trollocs de camino hacia el sur. Nadie conoce a ciencia cierta cuál fue su destino, pero es fácilmente deducible. Únicamente me conmueve la suerte del pequeño. Cuando se descubrió la traición de Cowin Corazón Leal, y Jain Charin (ya conocido como Jain el Galopador) lo apresó y lo llevó encadenado a las Siete Torres; los grandes señores pidieron que su cabeza fuera exhibida en la punta de una pica. Pero, dado el aprecio en que lo había tenido el pueblo, superado sólo por su devoción a al’Akir y Lain, el rey se enfrentó a él en combate individual y le dio muerte. Al’Akir sollozó al matar a Cowin. Algunos dicen que lloró por un amigo que se había rendido a la Sombra y otros que sus lágrimas eran por Malkier. —El señor de Fal Dara agitó tristemente la cabeza.
»El primer paso para la destrucción de las Siete Torres había sido dado. No había tiempo para recibir ayuda de Shienar ni Arafel y no era factible que Malkier pudiera resistir por sí mismo, habiendo perdido un millar de lanceros en las Tierras Malditas y sin poder contar con los fuertes fronterizos.
»Al’Akir y su reina, el’Leanna, hicieron que llevaran a Lan hasta ellos en su cuna. En sus manos infantiles depositaron la espada de los reyes de los malkieri, la misma que aún lleva hoy. Una arma creada por las Aes Sedai durante la Guerra del Poder, la Guerra de la Sombra que concluyó la Era de Leyenda. Ungieron su cabeza con aceite, nombrándolo Dai Shan, señor tocado con la diadema de guerra, y lo consagraron como futuro soberano de los malkieri y en su nombre prestaron el ancestral juramento de los reyes y reinas de Malkier. —El semblante de Agelmar se endureció mientras refería su contenido como si también él hubiera formulado aquel juramento u otro similar—. Luchar contra el oscuro mientras el hierro conserve su dureza y haya piedras a mano. Defender a los malkieri mientras quede una gota de sangre en las venas. Vengar lo que no pueda defenderse. —Aquellas palabras resonaron en las paredes de la estancia.
»El’Leanna colgó un relicario en el cuello de su hijo, a modo de recordatorio, y el infante, que la reina envolvió en pañales con sus propias manos, fue entregado a veinte hombres escogidos entre la guardia personal del rey, los mejores espadachines, los más aguerridos luchadores. Su cometido fue llevar al niño a Fal Moran.
»Entonces al’Akir y el’Leanna condujeron a los malkieri a afrontar la Sombra por última vez. Allí perecieron, en el cruce de Herot, y allí murieron los malkieri y se quebraron las Siete Torres. Shienar, Arafel y Kandor libraron batalla con los Fados y los trollocs en la Escalera de Jehaan y los hicieron retroceder, pero no hasta sus confines anteriores. Buena parte de Malkier permaneció en manos de los trollocs y, año tras año, kilómetro tras kilómetro, la Llaga se ha apoderado de él.
Agelmar aspiró pesarosamente y, cuando continuó, su voz y sus ojos expresaron un triste orgullo.
—Únicamente cinco de los veinte guardias reales llegaron con vida a Fal Moran y todos habían sido heridos, pero habían preservado de todo daño al pequeño. Desde sus primeros meses le enseñaron todo cuanto conocían. Aprendió a utilizar las armas como otros niños aprenden a jugar y a reconocer la Llaga como otros chiquillos recorren el jardín de su madre. El juramento prestado en la cuna está grabado en su mente. Ya no queda nada que defender, pero puede cumplir venganza. A pesar de negar sus títulos, en las tierras fronterizas lo llaman el Rey no Coronado y, si algún día alzara los estandartes de la Grulla Dorada de Malkier, acudiría todo un ejército dispuesto a obedecerlo. Sin embargo, no está dispuesto a conducirlos a la muerte. En la Llaga corteja a la muerte como los pretendientes cortejan a una doncella, pero no llevará a otros a enfrentar ese trance.
»Si habéis de entrar en la Llaga, y en grupo reducido, no hay hombre más indicado para guiaros ni para haceros salir con vida de allí. Es el mejor de los Guardianes, y ello significa que es el que más descolla entre toda la elite de guerreros. Daría lo mismo que dejarais a estos chicos aquí, para que fueran mejorando su táctica, y depositarais toda vuestra confianza en Lan. La Llaga no es lugar para muchachos inexpertos.
Mat abrió la boca, y volvió a cerrarla ante la mirada que le asestó Rand. «Ojalá aprendiera a mantenerla cerrada».
Nynaeve había escuchado con ojos tan desorbitados como Egwene, pero ahora volvía a observar su copa, con la faz demudada. Egwene le puso una mano encima del hombro y le dirigió una mirada alentadora.
Moraine apareció en el umbral, seguida de Lan. Nynaeve les volvió la espalda.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Rand, al tiempo que Mat y Perrin se levantaban de sus sillas.
—Zoquete de pueblo —murmuró Agelmar, antes de elevar el tono de su voz—. ¿Habéis averiguado algo, Aes Sedai, o no es más que un pobre loco?
—Está loco —confirmó Moraine—o poco le falta para estarlo, pero dista mucho de ser un pobre desdichado.
Uno de los criados de librea blanca y dorada se inclinó al entrar en la sala con una jofaina azul, un cántaro y una bandeja de plata con una pastilla de jabón y una pequeña toalla; dirigió una ansiosa mirada a Agelmar. Moraine le indicó que depositara su carga sobre la mesa.
—Excusadme por dar órdenes a vuestros sirvientes, lord Agelmar —dijo—, Me he tomado la libertad de pedirles esto.
Agelmar realizó un gesto de asentimiento dedicado al criado, el cual dejó la bandeja en la mesa y salió enseguida.
—Mis sirvientes se encuentran a vuestras órdenes, Aes Sedai.
El agua que Moraine vertió en la jofaina humeaba como si estuviera a punto de hervir. Se arremangó el vestido y comenzó a lavarse vigorosamente las manos sin reparar en la temperatura del agua.
—Os he dicho que era peor que vil y aún me he quedado corta. No creo haber conocido nunca a nadie tan abyecto y degenerado, y a un tiempo tan enajenado. Me siento mancillada por haberlo tocado y no me refiero a la suciedad de su piel. Mancillada aquí. —Señaló su pecho—. La degradación de su alma casi me hace dudar de que la tenga. Es algo mucho peor que un Amigo Siniestro.
—Parecía tan desvalido —murmuró Egwene—. Recuerdo cuando llegaba al Campo de Emond cada primavera, siempre risueño y pregonando noticias de lo acontecido en el mundo. ¿Habrá alguna esperanza de salvación para él? «Ningún hombre puede permanecer tanto tiempo al socaire de la Sombra como para tener la posibilidad de hallar de nuevo la Luz» —citó.
—Siempre he creído que así era —admitió la Aes Sedai frotándose enérgicamente las manos con la toalla—. Tal vez Padan Fain tenga posibilidades de redimirse. Pero ha sido un Amigo Siniestro durante más de cuarenta años y lo que ha hecho para conseguirlo, derramando sangre e infligiendo dolor y muerte, os helaría el corazón sólo de oírlo. Uno sus delitos menores, —aunque sospecho que no será insignificante para vosotros—, fue ser el responsable del ataque de los trollocs al Campo de Emond.
—Sí —asintió quedamente Rand. Escuchó la exhalación de Egwene. «Debí haberlo adivinado. Que me aspen si no debí haberlo sospechado tan pronto como lo reconocí».
—¿Ha dejado entrar a alguno aquí? —inquirió Mat, mirando los muros de piedra con el cuerpo recorrido por un escalofrío.
Rand pensó que tenía más aprensión por los Myrddraal que por los trollocs; las paredes no habían detenido al Fado en Baerlon ni en Puente Blanco.
—Si trataran de entrar —bromeó Agelmar—se romperían los dientes en las murallas de Fal Dara. A muchos otros les ha ocurrido eso en otras ocasiones. —Hablaba a todos, pero dirigiendo evidentemente sus palabras a Egwene y Nynaeve, a juzgar por las miradas que les dedicó—. Y no os preocupéis tampoco por los Semihombres. —Rand se ruborizó—. Todas las calles y callejuelas de Fal Dara están iluminadas de noche y ningún hombre puede ocultar el rostro dentro de sus muros.