—No son… Vos no sois del Ajah Rojo, Moraine Sedai, pero ni siquiera vos podríais… —Un repentino sudor perló su cabeza rapada.
—Son ta’veren —aclaró Moraine—. El Entramado se teje en torno a ellos. El Oscuro ya ha intentado dar muerte a cada uno de ellos en más de una ocasión. Tres ta’veren reunidos en un mismo lugar bastan para transformar la vida a su alrededor al igual que un torbellino modifica la distribución de la paja. Cuando ese lugar es el Ojo del Mundo, el Entramado podría incluso rodear con su urdimbre al Señor de las Mentiras y neutralizar su poder.
Agelmar dejó de tantear en busca de su espada, pero continuó con su mirada dubitativa dirigida a Rand y a sus amigos.
—Moraine Sedai, si vos decís que lo son, debe de ser cierto, pero yo soy incapaz de verlo. Muchachos campesinos. ¿Estáis segura, Aes Sedai?
—La sangre ancestral —dijo Moraine—se bifurca como un río cuyos ramales van dividiéndose en centenares de arroyos, pero a veces los arroyuelos se unen para formar de nuevo un río. La vieja sangre de Manetheren corre con fuerza y pureza por las venas de casi todos estos jóvenes. ¿Ponéis en duda el arrojo de la sangre de Manetheren, lord Agelmar?
Rand miró de soslayo a la Aes Sedai. «Casi todos». Se aventuró a lanzar una ojeada a Nynaeve; ésta se había girado para observar además de escuchar, pese a que todavía rehuyera la mirada de Lan. Sus ojos toparon con los de la Zahorí, la cual negó con la cabeza; ella no le había dicho a la Aes Sedai que él no había nacido en Dos Ríos. «¿Qué sabrá Moraine al respecto?»
—Manetheren —repitió lentamente Agelmar—. No pondría en duda el coraje de su estirpe. Luego, con mayor rapidez, agregó— la Rueda da extraños giros. Unos chicos campesinos van a la Llaga en representación del honor de Manetheren, y, sin embargo, si hay alguna raza capaz de derribar al Oscuro, ésa sería la que lleva la sangre de Manetheren. Se hará como deseáis, Aes Sedai.
—Retirémonos a nuestros aposentos —dijo Moraine—. Debemos partir a la salida del sol, pues el tiempo va mermando. Los muchachos deben dormir cerca de mí. Nos queda un tiempo muy escaso antes de entrar en combate para permitir que el Oscuro vuelva a entrometerse en sus mentes. Demasiado escaso.
Rand sintió cómo sus ojos los escrutaban, a él y a sus compañeros, ponderando su fuerza, y se estremeció. Demasiado escaso.
48
La Llaga
El viento agitaba la capa de Lan, tornándolo en ocasiones invisible incluso con la luz del sol, e Ingtar y el centenar de lanceros que lord Agelmar había enviado para escoltarlos hasta la frontera, en previsión de posibles ataques de trollocs, componían un magnífico emblema de bravura, cabalgando en dos columnas con sus armaduras, pendones rojos y caballos con arneses de acero, capitaneados por el estandarte con la Lechuza Gris de Ingtar. Su fasto no desmerecía en nada al de los guardias de la reina, pero eran las torres que se encontraban más adelante lo que retenía la atención de Rand. Tendría toda la mañana para contemplar a los lanceros de Shienar.
Cada una de las torres se erguía, alta e imponente, Sobre una colina, a medio kilómetro de distancia de la contigua. Por el este y el oeste se alzaban otras y también por detrás. Una ancha rampa protegida por muros ascendía en espiral en torno a las pétreas saetas, girando hasta desembocar en las macizas puertas ubicadas a medio camino de las almenas. Una salida de la guarnición quedaría resguardada por el muro hasta llegar al suelo, pero los enemigos que procuraran llegar a la puerta, subirían bajo una lluvia de flechas, piedras y aceite ardiente, derramado desde las grandes ollas dispuestas en las murallas que ensanchaban su perímetro hacia afuera. Un enorme espejo de acero, cuidadosamente girado, que no reflejaba el sol ahora, relucía en la cima de cada torre debajo del elevado cuenco de hierro destinado a encender fuego para expandir señales cuando el sol no alumbrase. La señal se transmitiría a los torreones más alejados de la frontera y de éstos a los siguientes, reproducida hasta alcanzar las fortalezas de tierra adentro, desde donde saldrían los lanceros a contener las hordas. En tiempos normales, así habría sucedido.
Algunos hombres miraban cómo se acercaban, asomados cautelosamente entre las almenas de las torres más próximas. En épocas mejores aquellas edificaciones únicamente estaban guarnecidas con fines defensivos, y la supervivencia de sus moradores dependía más de los muros de piedra que de la fortaleza de sus brazos, pero entonces casi todos los hombres habían sido llamados a cabalgar hacia el desfiladero de Tarwin. La caída de las atalayas carecería de importancia si los lanceros salían derrotados del desfiladero.
Rand sintió escalofríos al pasar entre los torreones. Era como si hubiera atravesado una corriente de aire frío. Aquello era la frontera. La tierra que se extendía más allá no parecía distinta de la de Shienar, pero en esa dirección, en algún punto oculto por los esqueletos de los árboles, se encontraba la Llaga.
Ingtar alzó un puño acorazado de acero para detener a los lanceros junto a un poste de piedra que se avistaba desde las torres. Era una marca fronteriza, que delimitaba Shienar y lo que en otro tiempo fuera Malkier.
—Excusad, Moraine Aes Sedai. Excusad, Dai Shan. Excusad, constructor. Lord Agelmar me ha ordenado que no entrara más allá. —Aquello parecía contrariar sus deseos.
—Así lo habíamos determinado lord Agelmar y yo —confirmó Moraine. Ingtar gruñó agriamente.
—Perdonadme, Aes Sedai —se disculpó, sin poner su corazón en ello—. Al haberos escoltado hasta aquí, hemos perdido la ocasión de llegar al desfiladero antes de que se libre el combate. Me veo privado de la posibilidad de pelear con el resto y al mismo tiempo se me ordena que no cabalgue ni un paso más allá de la frontera, como si nunca hubiera penetrado en la Llaga. Y mi señor Agelmar no se ha dignado explicarme por qué razón. —Tras las barras de su visera, sus ojos formularon una pregunta a la Aes Sedai. Se negó a desviar la mirada hacia Rand y los demás; se había enterado de que acompañarían a Lan hasta la Llaga.
—Por mí puede quedarse en mi lugar —murmuró Mat a Rand.
Lan les asestó una dura mirada que hizo volver hacia el suelo el súbitamente sonrojado rostro de Mat.
—Cada uno de nosotros tiene una misión que cumplir en el Entramado, Ingtar —afirmó, tajante, Moraine—. A partir de aquí hemos de trenzar nuestros hilos a solas.
—Como deseéis, Aes Sedai. —La reverencia de Ingtar tuvo una rigidez que no sólo se debía a su armadura—. Debo dejaros ahora y galopar velozmente para llegar al desfiladero de Tarwin. Al menos allí se me… permitirá enfrentarme a los trollocs.
—¿De veras estáis tan ansioso? —inquirió Nynaeve—. ¿Por pelear con los trollocs?
Ingtar le dirigió una perpleja mirada y luego lanzó una ojeada a Lan, como si éste, pudiera explicarle el significado de aquella pregunta.
—Ese es mi oficio, señora —repuso lentamente—. Ése es el sentido de mi existencia. —Tendió una mano abierta, revestida con guantelete, al Guardián—. Suravye ninto manshima taishite, Dai Shan. Que la Paz propicie el uso de tu espada. —Tras volver grupas, Ingtar tomó rumbo este con sus portaestandartes y sus cien lanceros. Marchaban a un paso regular, el más rápido que podían sostener los caballos con armaduras, que aún habían de recorrer un largo trecho.
—Qué cosa más rara dicen —comentó Egwene—. ¿Por qué utilizan de ese modo esa palabra? Paz.
—Cuando uno no ha conocido una cosa más que en sueños —replicó Lan, incitando a emprender la marcha a Mandarb—, ésta se convierte en algo más preciado que un talismán.
Mientras trasponía la frontera en pos del Guardián, Rand se volvió para contemplar a Ingtar y a sus hombres, que desaparecían detrás de la desnuda arboleda, y más tarde divisó el poste delimitador y las torres, que poco a poco se perdieron en la lejanía. En su prematura soledad, seguían cabalgando hacia el norte bajo el desnudo dosel del bosque. Rand se sumió en un tenso silencio y por una vez Mat no dijo nada.