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Aquella mañana las puertas de Fal Dara se habían abierto con el alba. Lord Agelmar, vestido con armadura y tocado con yelmo al igual que sus hombres, había salido con el estandarte del Halcón Negro y los Tres Zorros de la puerta este al encuentro del sol, todavía una delgada franja rojiza que asomaba entre los árboles. Como una serpiente de acero ondulándose al compás de los tambores, la columna se había puesto en camino en fila de a cuatro, encabezada por Agelmar, cuya figura ocultó la espesura antes de que los últimos hombres hubieran abandonado la fortaleza de Fal Dara.

No sonaron vítores en las calles para animarlos; sólo se oían sus propios tambores y el crujido de los pendones azotados por el viento, pero sus ojos miraban resueltamente al sol naciente. Más adelante se reunirían con otras serpientes aceradas: de Fal Moran, capitaneadas por el rey Easar en persona, flanqueado por sus hijos; de Ankor Dail, que vigilaba los pasos orientales y preservaba la Columna Vertebral del Mundo; de Mos Shirare, de Fal Sion y Camron Caan y de las restantes fortalezas de Shienar, grandes y pequeñas. Juntos conformarían un gran ofidio que se desviaría hacia el desfiladero de Tarwin.

Otro éxodo se había iniciado de forma simultánea por la puerta real, que desembocaba en el camino de Fal Moran. Carros y carromatos, personas a caballo y a pie, conducían su ganado y cargaban a sus hijos a hombros con caras tan alargadas como las nieblas matinales. Reacios a abandonar sus hogares, tal vez para siempre, aminoraban el paso, acuciados, al mismo tiempo, por el miedo a lo que podía suceder en un futuro próximo. El conflicto entre ambas emociones imprimía altibajos a su avance, que tan pronto era un paulatino arrastrarse de pies como una carrera que sólo duraba diez pasos, tras los cuales volvían a hollar cansinamente el polvo. Algunos se habían parado fuera de la ciudad para contemplar a los soldados que se adentraban en el bosque. Otros reflejaban un destello de esperanza en sus ojos mientras musitaban plegarias dedicadas a los soldados, y ellos mismos, antes de girar hacia el sur, arrastraban de nuevo los pies.

La comitiva menos numerosa partió de la puerta de Malkier. Tras ellos quedaron las pocas personas que permanecerían en la ciudad, guerreros y unos cuantos hombres de edad avanzada, cuyas mujeres habían fallecido y cuyos hijos marchaban a refugiarse a Fal Moran. Era la última guarnición para que, fuese cual fuese el desenlace de la batalla del desfiladero de Tarwin, Fal Dara no cayera sin tener a nadie que la defendiera. La Lechuza Gris de Ingtar iba en cabeza, pero era Moraine quien conducía hacia el norte la postrera expedición, la que iba a acometer la empresa más desesperada.

Durante al menos una hora, después de haber dejado atrás la marca fronteriza, no hubo ningún cambio en el paisaje. El Guardián infundía un ritmo rápido a su marcha, el más veloz que podían mantener los caballos, pero Rand no dejaba de preguntarse cuándo llegarían a la Llaga. Las colinas se volvieron algo más abruptas, pero los árboles, las lianas y los matorrales, grisáceos y casi pelados, no diferían de los que había visto en Shienar. Comenzó a sentir un poco de calor y se quitó la capa.

—Éste es el tiempo más cálido de que he disfrutado en todo el año —afirmó Egwene, quien se desprendió asimismo de la capa.

Nynaeve ladeó la cabeza con el rostro ceñudo como si escuchara el viento. —Tiene algo maligno —dijo.

Rand asintió. Él también lo captaba, aunque no pudiera determinar con exactitud qué era. La sensación superaba la mera constatación de un aire más caldeado del que había notado a la intemperie durante aquel año; era más que el simple hecho de que en aquellas latitudes no debería hacer tanto calor. Debía de ser la Llaga, pero el terreno seguía inmutable.

El sol, una bola roja que no podía despedir tanto calor a pesar del cielo despejado de nubes, alcanzó su cenit. Momentos después se desabotonó la chaqueta. El sudor resbalaba por su rostro.

Los demás también sudaban. Mat se quitó la chaqueta, dejando al descubierto la daga adornada con oro y rubí, y se enjugó la cara con la punta de la bufanda. Pestañeando, volvió a enrollársela en la frente para protegerse los ojos. Nynaeve y Egwene se abanicaban; cabalgaban con los hombros hundidos, como si estuvieran languideciendo. Loial se desabrochó de arriba abajo la túnica de cuello alto y la chaqueta. El Ogier tenía una estrecha franja de pelo en el medio del pecho, tan espesa como el pelambre de un animal. Murmuró disculpas a todos.

—Debéis excusarme. El stedding Shangtai está en las montañas y allí hace frío. —Las amplias ventanas de su nariz se ensancharon para inspirar un aire que se volvía más caluroso con cada minuto—. No me gusta este calor, esta humedad.

Rand cayó en la cuenta de que, en efecto, había un elevado grado de humedad. Era como la atmósfera de la Ciénaga en los días más rigurosos de verano en Dos Ríos. En aquel terreno pantanoso el aire entraba en los pulmones como filtrado por una manta empapada de agua caliente. Allí no había fangales, sólo algunas balsas y arroyos que parecían hilillos de agua a alguien habituado a caminar por el Bosque de las Aguas, pero el aire era similar al de la Ciénaga. Únicamente Perrin, que aún conservaba puesta la chaqueta, respiraba sin dificultad. Perrin y el Guardián.

En aquellos parajes los árboles presentaban algún follaje. Rand alargó la mano para tocar una rama y detuvo la mano a escasos centímetros de sus hojas. Una plaga amarillenta y negra moteaba la tonalidad rojiza de los nuevos brotes.

—Os he dicho que no tocarais nada. —La voz de Lan sonó inexpresiva.

El Guardián todavía llevaba la capa de colores cambiantes, como si el calor no le produjera mayor impresión que el frío; la casi total invisibilidad de la prenda daba la sensación de que su cabeza flotaba sin ningún sostén por encima del lomo de Mandarb.

—Las flores pueden matar en la Llaga y las hojas son capaces de lisiar —prosiguió—. Hay una cosa de pequeño tamaño llamada la Estaca que suele ocultarse donde las hojas son más espesas y aparentan cierta lozanía, a la espera de que algo la toque. Cuando ello ocurre, muerde. No inocula veneno, pero el jugo comienza a digerir la presa de la Estaca en su lugar. Lo único que puede salvar a su víctima es la amputación del brazo o pierna mordido. Sin embargo, una Estaca no muerde a menos que se la toque, a diferencia de otros seres que moran en la Llaga.

Rand retiró enseguida la mano y, pese a no haber rozado las hojas, se la restregó en los pantalones.

—¿Ya estamos, pues, en la Llaga? —inquirió Perrin, que curiosamente no parecía asustado.

—Justo en el linde —respondió lúgubremente Lan. Su semental continuó avanzando y él siguió hablando por encima del hombro—. La verdadera Llaga se encuentra más adelante. Hay entes en la Llaga que cazan por medio del sonido y es posible que algunos se hayan aventurado hasta aquí. A veces atraviesan las Montañas Funestas. Son mucho peores que la Estaca. Guardad silencio y no os detengáis, si queréis permanecer con vida. —Prosiguió con paso rápido, sin detenerse a escuchar posibles respuestas.

La corrupción de la Llaga fue haciéndose más evidente con cada kilómetro recorrido. Las hojas cubrían los árboles con profusión aún mayor, pero manchadas de amarillo y negro, con venas de un rojo ceniciento como de sangre envenenada. El follaje y los tallos aparecían hinchados, dispuestos a estallar al menor contacto. Las flores pendían de árboles y matas, parodiando la primavera con su pulposa palidez enfermiza y sus formas cerosas que semejaban descomponerse mientras Rand las miraba. Cuando respiraba por la nariz, el hedor dulzón de la decadencia, pesado y viscoso, lo empalagaba; cuando trataba de aspirar bocanadas por la boca, casi sentía náuseas. El aire tenía el sabor de la carne estropeada. Los cascos de los caballos provocaban pastosos chasquidos al abrirse bajo ellos plantas y frutos maduros o podridos.