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Después de depositar su silla junto a las otras, deshizo las correas que sujetaban sus alforjas y la manta, se volvió y se detuvo, alarmado. El Ogier y las mujeres habían desaparecido, al igual que el fogón y los cestos de mimbre. En la cima de la colina no quedaban más que las sombras del anochecer.

Aferró el puño de la espada con una mano agarrotada, escuchando vagamente las maldiciones proferidas por Mat. Perrin empuñaba el hacha, agitando su crespo cabello mientras miraba a su alrededor para detectar el peligro.

—Pastores —murmuró Lan. Sin inmutarse, caminó por la cima del altozano para desvanecerse a la tercera zancada.

Rand y sus amigos se precipitaron con ojos desorbitados tras el Guardián.

Rand se paró de pronto y dio un nuevo paso cuando Mat chocó de bruces contra su espalda. Egwene levantó la cabeza del hervidor dispuesto sobre el pequeño fogón. Nynaeve estaba cerrando la camisa exterior de una linterna recién encendida. Estaban todos allí, Moraine sentada con las piernas cruzadas, Lan recostado en el suelo y Loial sacando un libro de su bolsa.

Rand miró con cautela a su espalda. La ladera de la colina permanecía inalterable, así como los árboles en penumbra y los lagos que engullían las sombras. Temía retroceder, por miedo a que todos se esfumaran y no reaparecieran aquella vez. Rodeándolo prudentemente. Perrin exhaló una larga bocanada de aire.

Moraine reparó en ellos, pasmados allí de pie. Perrin, visiblemente avergonzado, deslizó nuevamente su hacha en el bucle de la correa con la esperanza de que nadie lo advirtiera.

—Es algo muy simple —aclaró la Aes Sedai, esbozando una sonrisa—, una desviación, de manera que cualquiera que nos mire, verá únicamente lo que nos rodea. No podemos permitirnos que los seres que merodean por el entorno perciban las luces esta noche, y la Llaga no es un lugar para permanecer a oscuras.

—Moraine Sedai dice que yo seré capaz de hacerlo —exclamó Egwene con ojos brillantes—. Dice que ahora ya puedo canalizar la cantidad de Poder Único que se precisa.

—No sin haberlo practicado, hija —le advirtió Moraine—. El acto más sencillo que involucre el Poder Único puede resultar peligroso para los aprendices y para quienes se encuentran a su lado. —Perrin soltó un bufido y Egwene pareció tan azorada que Rand se preguntó si no habría hecho ya uso de él.

Nynaeve depositó el candil en el suelo. Junto con la exigua llama del fogón, las dos linternas despedían una generosa luz.

—Cuando vayas a Tar Valon, Egwene —dijo cautelosamente—, tal vez te acompañe. —La mirada que dirigió a Moraine era extrañamente recelosa—. Será bueno para ella ver un rostro familiar entre tantos desconocidos. Necesitará a alguien que la aconseje aparte de las Aes Sedai.

—Quizás eso sea lo mejor, Zahorí —replicó tranquilamente Moraine.

—Oh, será maravilloso —se alborozó Egwene, batiendo palmas—. Y tú, Rand. Tú vendrás también, ¿verdad? —Se detuvo en el acto de sentarse frente a ella, al otro lado del fogón, y luego descendió lentamente. No recordaba haber visto sus ojos tan grandes, tan brillantes, tan parecidos a estanques en los que podía perder su propia conciencia. Con las mejillas coloreadas, la muchacha emitió una carcajada—. Perrin, Mat, vosotros también vendréis, ¿no es cierto? —Mat respondió con un gruñido que hubiera podido tener cualquier significado y Perrin se limitó a encogerse de hombros, pero Egwene lo interpretó como un asentimiento—. ¿Ves, Rand? Iremos todos juntos.

«Luz, un hombre podría ahogarse en esos ojos y sentirse dichoso de hacerlo». Incómodo, se aclaró la garganta antes de hablar.

—¿Tienen corderos en Tar Valon? Eso es lo único que sé hacer, criar corderos y cultivar tabaco.

—Creo —intervino Moraine— que os proporcionaré alguna actividad en Tar Valon. Tal vez no sea criar corderos, pero será algo de interés.

—Ya está —dijo Egwene, como si fuera un asunto zanjado—. Ya lo sé: te nombraré mi Guardián cuando yo sea una Aes Sedai. ¿No te gustaría ser un Guardián? ¿Mi Guardián? —Su voz denotaba seguridad, pero su mirada era inquisitiva. Pedía una respuesta que necesitaba.

—Me gustaría ser tu Guardián —repuso. «Ella no es para ti, ni tú para ella, no de la manera que ambos desearíais».

La oscuridad los había cercado rápidamente y todos estaban fatigados. Loial fue el primero en acostarse, pero los demás siguieron pronto su ejemplo. Nadie dio más uso a las mantas que el de cojín. Moraine había mezclado con el aceite de las lámparas una sustancia que disipaba la fetidez de la Llaga, pero nada mitigaba el calor. La luna despedía una vacilante luz acuosa, pero la atmósfera era tan sofocante como si fuera pleno mediodía.

Rand no lograba dormirse por más que tuviese a la Aes Sedai a un palmo de distancia para proteger sus sueños. Era la viscosidad del aire lo que se lo impedía. Los suaves ronquidos de Loial eran un estruendo en comparación a los de Perrin. El Guardián estaba todavía despierto, sentado no muy lejos de él con la espada entre las piernas, contemplando la noche. Y, curiosamente, también lo estaba Nynaeve.

La Zahorí observó a Lan en silencio largo rato; luego sirvió una taza de té y se la acercó. Cuando él alargó la mano y musitó las gracias, la joven la retuvo.

—Debí haber adivinado que erais un rey —dijo en voz baja. Sus ojos miraban con firmeza el rostro del Guardián, pero su voz temblaba ligeramente.

Lan la miró con la misma intensidad. Rand tuvo la impresión de que las facciones del Guardián se habían suavizado realmente.

—No soy un rey, Nynaeve. Sólo un hombre. Un hombre que ni siquiera tiene para añadir a su nombre lo que el más miserable campesino.

—Algunas mujeres no exigen tierras ni riquezas —replicó Nynaeve con mayor determinación en la voz—. Se conforman con tener al hombre.

—Y el hombre que le pidiera que aceptase tan poca cosa sería indigno de ella. Sois una mujer extraordinaria, hermosa como el amanecer, aguerrida como un guerrero. Ostentáis la fiereza de un león, Zahorí.

—Las Zahoríes no suelen casarse. —Se detuvo para aspirar profundamente, haciendo acopio de entereza—. Pero, si voy a Tar Valon, es posible que me convierta en algo distinto de una Zahorí.

—Las Aes Sedai tampoco suelen desposarse. Son pocos los hombres que pueden convivir con una mujer que posee tanto poder, el cual los relega a un segundo plano, lo quieran ellas o no.

—Algunos hombres disponen de suficiente fortaleza. Yo conozco a uno que sí la tiene. —Su mirada no dejaba margen de duda respecto a quién se refería.

—Todo de cuanto dispongo es de una espada y una guerra que no podré vencer, pero que no me será permitido abandonar nunca.

—Ya os he dicho que eso no me importa. Luz, ya me habéis obligado a decir más de lo conveniente. ¿Me haréis rebajar hasta el punto de formularos yo la pregunta?

—Nunca habréis de avergonzaros por mí. —Su tono suave, acariciador, sonó extraño en los oídos de Rand, pero a la Zahorí se le iluminaron los ojos—. Odiaré al hombre que elijáis porque no seré yo y lo amaré si alumbra con una sonrisa vuestros labios. Ninguna mujer merece la certeza de llevar el luto de la viudedad como presente de bodas, y vos menos que nadie. Dejó la taza intacta en el suelo y se levantó—. Debo ir a vigilar los caballos.

Nynaeve permaneció allí, de hinojos, después de alejarse él.

A pesar de no tener sueño, Rand cerró los ojos. No creía que a la Zahorí le agradara la idea de que la viera llorar.

49

El Oscuro cobra poder

El alba despertó con un sobresalto a Rand, al posarse sobre sus ojos los rayos del lúgubre sol que se alzaba lento sobre las copas de los árboles de la Llaga. Aun tan temprano, el calor cubría con su pesado manto los desolados parajes. Yacía boca arriba, con la cabeza recostada en la manta, contemplando el cielo. Todavía era azul, el cielo. Incluso allí, el cielo al menos permanecía inmutable.