El Guardián surgió entre la arboleda, manteniendo la espada bien apartada de sí mismo y de Mandarb. La hoja, que desprendía vapor, estaba manchada de una sangre negruzca. Lan limpió con cuidado el acero con un paño que sacó de una de sus alforjas, examinándolo para asegurarse de que había eliminado toda marca prendida a él. Cuando dejó caer la tela, ésta se desintegró antes de tocar el suelo.
Procedente de la espesura, un monumental cuerpo se abalanzó en silencio hacia ellos. El Guardián volvió grupas, pero en el mismo instante en que el caballo de batalla se encabritaba, dispuesto a golpear con sus cascos herrados de acero, la flecha disparada por Mat surcó el aire para clavarse en el único ojo existente en una cara que parecía compuesta principalmente de boca y dientes. Entre gritos y pataleos, el ser se desplomó a unos palmos de ellos. Rand lo observó mientras se apresuraban a avanzar. Estaba cubierto con unos rígidos pelos, similares a cerdas, y tenía innumerables patas pegadas en extrañas partes de un cuerpo tan grande como el de un oso. Algunas de ellas, al menos las que brotaban de su espalda, debían de ser inservibles para caminar, pero las garras de largos dedos que las remataban arañaban la tierra en sus estertores de muerte.
—Buen tiro, pastor. —Los ojos de Lan, que ya habían olvidado lo que agonizaba tras ellos, escudriñaban la floresta.
—No hubiera debido acercarse por propia voluntad a alguien que mantiene contacto con la Fuente Verdadera —comentó Moraine, sacudiendo la cabeza.
—Agelmar dijo que la Llaga rebullía insólitamente —observó Lan—. Tal vez la Llaga también tenga conciencia de que se está formando una trama en el Entramado.
—Aprisa. —Moraine hincó los talones en los flancos de Aldieb—. Debemos franquear rápidamente los puertos.
Pero, en cuanto pronunció estas palabras, la Llaga se alzó contra ellos. Los árboles los alcanzaron y los azotaron con furia, sin preocuparles que Moraine pudiera estar en contacto con la Fuente Verdadera.
Rand tenía la espada en la mano, aunque no recordaba haberla desenfundado. Asestó estocada tras estocada, rebanando con la hoja grabada con la garza el deteriorado ramaje. Las voraces ramas se retiraban, retorciendo sus muñones —emitiendo gritos, habría jurado él—, pero siempre había otras para sustituirlas, las cuales, serpenteantes como culebras, trataban de enlazarle brazos, pecho, cuello. Con los dientes apretados en un furioso rictus, invocó el vacío, y lo halló en el rocoso y obstinado suelo de Dos Ríos.
—¡Manetheren! —gritó a los árboles hasta desgañitarse. El acero marcado con la garza centelleaba bajo el mortecino sol—. ¡Manetheren! ¡Manetheren!
Incorporado sobre los estribos, Mat no cesaba de disparar flechas a la arboleda, a los entes deformes que gruñían, haciendo rechinar incontables dientes, como si quisieran amedrentar a los proyectiles que los ensartaban. Mat se hallaba tan absorto como él en el pasado.
—¡Carai an Caldazar! —vociferaba—. ¡Carai an Ellisande! ¡Mordero daghain par duente cuebiyar! ¡An Ellisande!
Perrin también se apoyaba en los estribos, silencioso y lúgubre. Había tomado la delantera y su hacha se abría camino sin hacer distinción entre la foresta y las criaturas del reino animal que salían a su paso. Árboles de lacerantes miembros y seres que emitían gritos se apartaban por igual del fornido joven, atemorizados tanto por su feroz mirada amarillenta como por el silbido del hacha. Paso a paso, forzaba a avanzar a su caballo con incontenible determinación.
Las manos de Moraine escupieron bolas de fuego, tomando como blanco retorcidos árboles que se encendían como antorchas y, mostrando hendiduras dentadas, golpeaban con manos humanas y desgarraban su propia carne ardiente hasta perecer.
El Guardián se adentraba una y otra vez en el bosque y dejaba a sus espaldas un reguero de viscosa sangre borboteante y humeante. Cuando volvía a aparecer, su armadura presentaba rasguños por donde manaba la sangre y su caballo se tambaleaba, sangrando también. En cada ocasión la Aes Sedai se detenía para aplicarle la mano en las heridas, que ya se habían cerrado en el momento en que las retiraba.
—Lo que estoy haciendo tendrá el mismo efecto para los Semihombres que una hoguera de señales —dijo con amargura—. ¡Avanzad! ¡Avanzad!
Rand estaba seguro de que no habrían salido con vida si los árboles no hubieran gastado sus fuerzas contra la masa de carne atacante, y no hubieran repartido su atención entre ella y los humanos, y si las criaturas —de las cuales no se percibían dos con igual forma— no hubieran luchado con los árboles y entre ellas con tanto denuedo como ponían para alcanzarlos a ellos. Todavía abrigada dudas de que tal cosa no fuera a ocurrir. Entonces sonó un aflautado grito tras ellos. Distante y débil, atravesó la maraña de moradores de la Llaga que los rodeaban.
En un instante, las bocas de dientes afilados se desvanecieron, como amputadas por un cuchillo. Las formas atacantes se inmovilizaron y los árboles retomaron su postura habitual. Tan de improviso como habían aparecido, los seres provistos de patas dejaron de ser visibles en el enrarecido bosque.
Volvieron a oír el chillido, similar al son de una flauta de pan agrietada, que fue respondido por otros idénticos. Media docena de toques, que dialogaban en la lejanía.
—Gusanos —dijo Lan, provocando una mueca en Loial—. Nos han concedido una tregua, si nos dejan tiempo para utilizarla. —Sus ojos calculaban la distancia que mediaba hasta las montañas—. Pocas son las criaturas de la Llaga que se enfrentaríán a un Gusano, si pueden evitarlo. —Hincó los talones en los flancos de Mandarb—. ¡Galopad! —La comitiva se precipitó en bloque tras él, cruzando una Llaga que de súbito parecía verdaderamente muerta, exceptuando la especie de caramillos que sonaban tras ellos.
—¿Los han asustado los gusanos? —preguntó Mat con incredulidad mientras trataba de colgarse el arco a la espalda.
—Un Gusano —había una considerable diferencia en el modo como pronunció la palabra el Guardián— es capaz de matar a un Fado, si a éste no lo preserva la suerte del Oscuro. Tenemos a toda una manada siguiéndonos. ¡Corred! ¡Corred!
Las oscuras cimas se hallaban más próximas ahora, a una hora de camino, según estimó Rand, teniendo en cuenta la acelerada marcha que establecía el Guardián.
—¿No nos seguirán los Gusanos en las montañas? —preguntó Egwene sin resuello. Lan soltó una sarcástica carcajada.
—No —repuso el Ogier, con una nueva mueca de disgusto—. Los Gusanos tienen miedo de lo que mora en los puertos.
Rand deseó que el Ogier dejara de dar explicaciones. Reconocía que Loial poseía mayores conocimientos que todos ellos respecto a la Llaga, con la salvedad de Lan, aun cuando éstos procedieran de la lectura de libros realizada en el cobijo del stedding. «Pero ¿por qué tiene que recordarnos continuamente que todavía nos esperan cosas peores de las que hemos visto?»
Recorrían velozmente la Llaga, aplastando en su galope hierbas podridas.
Tres de las especies que los habían atacado antes no se movieron siquiera cuando pasaron directamente bajo su contorsionado ramaje. Las Montañas Funestas se elevaban ante ellos, negras y desoladas; parecían casi al alcance de la mano. Los pitidos sonaron con mayor agudeza y nitidez, acompañados de sonidos de blandas masas chafadas, más estruendosos que los producidos bajo las patas de sus caballos. Estruendosos en exceso, como si los mórbidos árboles fueran aplastados bajo descomunales cuerpos que se arrastraban sobre ellos. Se encontraban muy cerca. Rand miró por encima del hombro. Más atrás las copas de los árboles se venían abajo como simples hierbas. El terreno comenzó a ascender hacia los cerros en suave pendiente.
—No vamos a conseguirlo —anunció Lan. No aminoró el paso de Mandarb, pero ya aferraba de nuevo la espada—. Mantened la vigilancia en los puertos, Moraine, y lograréis franquearlos.
—¡No, Lan! —gritó Nynaeve.
—¡Callad, muchacha! Lan, ni siquiera tú puedes contener a una manada de Gusanos. No lo permitiré. Te necesitaré en el Ojo.