—Las flores han sido creadas para adornar —dijo el Hombre Verde al advertir la atención que les dedicaban—. Las plantas y los humanos no difieren gran cosa. A ninguna le importa, siempre que no le arranquen demasiados brotes.
Entonces comenzó a coger yemas de una planta y otra, sin arrancar nunca más de dos de la misma mata. Al poco Nynaeve y Egwene tenían la cabeza cubierta de rosas silvestres, campanillas amarillas y blancos narcisos. La trenza de la Zahorí parecía un jardín de rosa y blanco que se extendía hasta su cintura. Incluso Moraine recibió una pálida guirnalda de narcisos, tejida con tanta destreza que daba la impresión de que sus flores todavía seguían creciendo.
Rand dudaba de si realmente no estarían creciendo. El Hombre Verde cuidaba su jardín mientras caminaba y conversaba en voz baja con Moraine, ocupándose con mente ausente de todo cuanto requería su atención. Sus ojos avellanados percibieron un brote encorvado de un rosal trepador, cuya forma forzaba la presión de la rama de un manzano en flor, y se detuvo, sin dejar de hablar, para deslizar su mano por el miembro comprimido. Rand no sabía si sus ojos estaban jugándole una mala pasada o si en verdad las espinas se habían apartado para no pinchar aquellos dedos verdes. Cuando la alargada figura del Hombre Verde se alejó, el brote se alzaba erguido en su posición natural y mostraba sus pétalos rojos entre la blancura de los capullos del manzano. Se inclinó para formar un cuenco con sus enormes manos alrededor de una diminuta semilla depositada en un pedregal y, al enderezarse, un pequeño retoño había echado raíces en la tierra situada bajo los guijarros.
—Todas las cosas han de crecer en el sitio donde se encuentran, según la voluntad del Entramado —explicó, como si quisiera disculparse—, y afrontar los giros de la Rueda, pero al Creador no le molestará que yo les preste una pequeña ayuda.
Rand obligó a Rojo a sortear el nuevo brote, para que no lo aplastara con sus herraduras. No le parecía correcto destruir lo que el Hombre Verde acababa de enmendar por el simple hecho de evitar un paso de más. Egwene le dedicó una de sus secretas sonrisas y le tocó el brazo. Estaba tan bella, con el cabello suelto cubierto de flores, que él le sonrió a su vez hasta que la muchacha se sonrojó y bajó la mirada. «Te protegeré», pensó. «Pase lo que pase, me ocuparé de que no te ocurra nada, lo juro».
Atravesando el corazón del bosque, el Hombre Verde los llevó a una abertura arqueada situada en la ladera de una colina. Era un simple arco de piedra, elevado y blanco, en cuya clave había un círculo partido en dos mitades por una sinuosa línea, una de las cuales era tosca y la otra suave. El antiguo símbolo de las Aes Sedai. La entrada en sí se hallaba sumida en sombras.
Durante un momento todos se limitaron a mirar en silencio. Entonces Moraine se quitó la guirnalda del cabello y la colgó delicadamente en la rama de un arbusto situado junto al umbral. Fue como si con su movimiento hubieran recobrado el habla.
—¿Está ahí adentro? —preguntó Nynaeve—. ¿A qué hemos venido?
—Me encantaría ver el Árbol de la Vida —apuntó Mat, sin apartar los ojos del círculo dividido grabado sobre ellos—. Podemos ir a verlo, ¿no?
El Hombre Verde dirigió una curiosa mirada a Rand y luego sacudió la cabeza.
—Avendesora no está aquí. No he reposado bajo sus ramas durante doscientos años.
—El Árbol de la Vida no es la razón por la que hemos venido —atajó Moraine con firmeza, apuntando hacia la entrada—. La razón se encuentra ahí dentro.
—No voy a entrar con vosotros —dijo el Hombre Verde. Las mariposas que lo rodeaban revolotearon como si compartieran una leve agitación—. Me encargaron su custodia hace mucho, mucho tiempo, pero me produce congoja acercarme demasiado a él. Siento como si yo mismo me desintegrara; mi destino está ligado al suyo de algún modo. Recuerdo su formación, aunque de manera confusa.
Sus ojos avellanados se perdieron en la evocación, mientras rozaba su cicatriz con un dedo.
—Fue durante los primeros días del Desmembramiento del Mundo —continuó el Hombre Verde—, cuando el júbilo de la victoria sobre el Oscuro se vio ensombrecido por la noticia de que todo el orbe estaba tal vez destinado a hacerse añicos bajo el peso de la Sombra. Lo hicieron un centenar de hombres y mujeres juntos. Las más grandes obras se realizaron siempre así, mediante la unión de saidin y saidar, es decir, con la integridad de la Fuente Verdadera. Todos perecieron para crearlo con la máxima pureza, mientras el mundo se resquebrajaba a su alrededor. Conscientes de que iban a morir, me encomendaron preservarlo para servir a las necesidades venideras. Aquél no era el cometido para el que yo había nacido, pero todo estaba desmembrándose y ellos estaban solos y no contaban más que conmigo. No era ése el fin para el cual había nacido, pero he conservado la fe. —Miró a Moraine, asintiendo para sí—. He conservado la fe hasta que ésta ha sido necesaria. Ahora toca a su fin.
—Habéis mantenido la fe con más tesón que la mayoría de nosotros, los que os otorgamos su custodia —lo alabó Moraine—. Tal vez no tenga una conclusión tan temible como pensáis.
—Reconozco el final de algo antes de que se produzca, Aes Sedai —contestó el Hombre Verde y sacudió su frondosa cabeza—. Buscaré otro lugar donde hacer que crezcan las plantas. —Sus parduscos ojos recorrieron con tristeza la verde espesura—. Otro lugar, tal vez. Cuando salgáis, os veré de nuevo, si aún hay tiempo. —Dicho esto, se alejó con un rastro de mariposas, y se fusionó con la floresta con mejores resultados que la propia capa de Lan.
—¿Qué ha querido decir? —inquirió Mat—. ¿Si hay tiempo?
—Venid —indicó Moraine, dando un paso hacia el arco, seguida de Lan.
Rand no sabía a qué atenerse al penetrar en aquel sitio. Se le erizó el vello de los brazos y la nuca. Sin embargo, no era más que un corredor, con paredes pulidas y un techo que reproducía la curvatura de la entrada. Había espacio de sobra para que Loial caminara erguido, al igual que lo habría habido para el Hombre Verde. El alisado suelo brillaba como una pizarra lustrada con aceite, pero los pies no resbalaban en él. Los muros, de una sola pieza, relucían veteados con incontables tonalidades y desprendían una tenue luz aun después de que la entrada alumbrada por el sol desapareciera tras un recodo. Tenía la certeza de que aquella iluminación no era natural, pero percibía su benignidad. «¿Entonces por qué te hormiguea la piel?» Continuaron avanzando, paso tras paso.
—Allí —señaló por fin Moraine—. Enfrente.
El corredor desembocó en un amplio espacio abovedado, en cuyo tosco techo de piedra natural se advertían racimos de centelleantes cristales. Debajo, un estanque ocupaba la totalidad de la caverna, dejando únicamente un pasadizo a su alrededor, de unos diez palmos de ancho. Con la forma ovalada de un ojo, el estanque estaba cercado por un achatado remate de cristales que despedían una opaca y a un tiempo más potente luz que los situados en la bóveda. Su superficie era lisa como el vidrio y tan transparente como el arroyo del manantial. Rand sentía que su mirada podía penetrarlo indefinidamente, pero no acertaba a distinguir el fondo.
—El Ojo del Mundo —murmuró Moraine detrás de él.
Mientras lo escrutaba, maravillado, advirtió que los largos años transcurridos desde su creación —tres mil— habían dejado su marca. No todos los cristales de la cúpula brillaban con la misma intensidad. Algunos transmitían un potente fulgor, otros un débil resplandor; unos parpadeaban, otros no eran más que unos bloques tallados que reflejaban otras luces. Si todos hubieran lanzados sus destellos, la bóveda habría tenido el mismo esplendor del mediodía, pero ahora sus rayos semejaban la claridad de una hora tardía. El pasadizo estaba cubierto de polvo, trozos de piedra e incluso de cristal. Habían sido muchos años de espera, mientras la Rueda giraba, aportando su inevitable desgaste.