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—¿Pero qué es? —preguntó Mat con inquietud—. Esto no se parece a ningún embalse de agua que yo haya visto antes. —Dio un puntapié a una oscura piedra del tamaño de su puño situada cerca de la orilla—. Es…

La roca golpeó la cristalina superficie y se zambulló en el lago sin producir una salpicadura, ni siquiera una ondulación. Mientras se hundía, la piedra comenzó a hincharse; crecía incesantemente al tiempo que se atenuaban sus contornos, para convertirse en una mancha de las dimensiones de su cabeza que la mirada de Rand casi podía traspasar, y luego en una forma borrosa de un diámetro equivalente a la longitud de su brazo. Después desapareció. Notaba como si la piel fuera a desprendérsele del cuerpo.

—¿Qué es? —preguntó, sorprendido por la bronca carraspera de su propia voz.

—Podría denominarse como la esencia del saidin. —Las palabras de la Aes Sedai resonaron en la cúpula—. La esencia de la mitad masculina de la Fuente Verdadera, la pura esencia del Poder utilizado por los hombres con anterioridad a la Época de Locura. El Poder para recomponer las puertas de la prisión del Oscuro, o para abrirlas por completo.

—Que la Luz nos ilumine y nos proteja —susurró Nynaeve.

Egwene se aferraba a ella como si deseara esconderse tras su espalda. Incluso Lan se movía con nerviosismo, pese a que sus ojos no reflejaran asombro alguno.

Al sentir el roce de la piedra en sus hombros, Rand advirtió que había retrocedido hasta la pared, tan lejos del Ojo del Mundo como le había sido posible. Se habría abierto camino por el muro, si ello hubiera sido factible. Mat, asimismo, estaba pegado a la roca. Perrin contemplaba el estanque sujetando el mango del hacha. Sus ojos amarillos habían cobrado un brillo violento.

—Siempre me había intrigado —manifestó, ansioso, Loial—. Cuando leía acerca de él, siempre me preguntaba cómo era. ¿Por qué? ¿Por qué lo crearon? ¿Y de qué manera?

—Ningún ser vivo lo sabe. —Moraine miraba a Rand y a sus dos amigos, los escrutaba, los sopesaba—. Ni los medios utilizados ni su objetivo, aparte del hecho de que algún día iban a necesitar de él en la coyuntura más terrible y desesperada que había afrontado el mundo hasta ese momento. Tal vez a lo largo de toda su existencia.

»Muchas en Tar Valon han tratado de hallar la manera de utilizar su Poder, pero éste es tan inaccesible para una mujer como lo es la luna a las patas de un gato. Únicamente un hombre sería capaz de canalizarlo, pero los últimos varones Aes Sedai perecieron hace casi tres milenios. Sin embargo, la necesidad que preveían era desesperada. Desprendieron la infección del Oscuro que afecta al saidin para realizarlo, y dejarlo sin mácula, sabedores de que ese acto acabaría con su vida. Aes Sedai varones y hembras aplicados a un mismo fin. El Hombre Verde tenía razón. Los grandes prodigios de la Era de Leyenda se llevaron a cabo de esa manera, con la colaboración de saidin y saidar.

»Todas las mujeres de Tar Valon, todas las Aes Sedai diseminadas en cortes y ciudades, incluso sumándoles las que habitan las tierras situadas más allá del Yermo y las que posiblemente aún vivan al otro lado del Océano Aricio, no serían capaces de llenar una copa con el poder, careciendo de hombres que trabajen junto a ellas.

—¿Por qué nos habéis traído aquí? —inquirió Rand. Notaba la garganta dolorida como si hubiera estado gritando durante un rato.

—Porque sois ta’veren. —El semblante de la Aes Sedai era inescrutable. Sus ojos relumbraron, y parecían tirar de él—. Porque el poder del Oscuro se descargará aquí y porque hay que confrontarlo y contenerlo o de lo contrario la Sombra se abatirá sobre el mundo. No hay apremio más urgente que éste. Regresemos al aire libre, ahora que todavía estamos a tiempo. —Sin aguardar a comprobar si la seguían, retrocedió por el corredor en compañía de Lan, que tal vez caminaba algo más deprisa de lo que era habitual en él. Egwene y Nynaeve se sumaron a ellos con celeridad.

Rand rodeó la pared, con la aprensión de aproximarse aunque fuera sólo un paso a aquel estanque, y aterrizó en el corredor, donde chocó con Mat y Perrin. Habría echado a correr si Nynaeve, Egwene, Moraine y Lan no se hubieran interpuesto en su camino. No pudo contener el temblor de su cuerpo ni siquiera cuando se encontró de nuevo en el exterior.

—No me gusta esto, Moraine —afirmó con enojo Nynaeve cuando el sol volvió a brillar sobre ellos—. No pongo en duda que el peligro sea tan extremo como decís o en caso contrario no estaría aquí, pero esto es…

—Por fin os he encontrado.

Rand dio un respingo, como si le hubieran estrechado el cuello con una cuerda. Las palabras, la voz… Por un momento creyó que se trataba de Ba’alzemon. Sin embargo, los dos hombres que salieron de la arboleda, con los rostros ocultos bajo sus capuchas, no llevaban capas del color de la sangre coagulada. Una de ellas era gris oscuro y la otra de una tonalidad verde casi tan tenebrosa y ambas parecían mohosas a pesar de hallarse a la intemperie. Y aquellos individuos tampoco eran Fados, pues la brisa agitaba los pliegues de las telas.

—¿Quiénes sois? —La postura de Lan era de cautela, con la mano apoyada en el puño de la espada—. ¿Cómo habéis llegado aquí? Si buscáis al Hombre Verde…

—Él nos ha guiado. —La mano que apuntó a Mat era vieja y arrugada, le faltaba una uña y sus articulaciones semejaban los nudos de una soga. Mat retrocedió un paso, con ojos desorbitados—. Un antiguo objeto, un viejo amigo, un eterno enemigo. Pero no es a él a quien buscamos —concluyó el hombre de la capa verde. Su acompañante no parecía dispuesto a abandonar su mutismo.

Moraine se irguió en toda su altura, que no superaba los hombros de ninguno de los hombres presentes, pero aparentado de pronto un tamaño similar al de las colinas. Su voz sonó como una campana, apremiante.

—¿Quiénes sois?

Las manos bajaron las capuchas y Rand los miró con ojos desencajados. Aquel anciano era más viejo de lo que nadie era capaz de imaginar; a su lado Cenn Buie era un chiquillo en la flor de su juventud. La piel de su rostro era como pergamino cuarteado tensado sobre una calavera. Unos finos manojos de pelo quebradizo crecían irregulares sobre su escabroso cuero cabelludo. Sus orejas estaban tan marchitas como recortes de cuero antiguo; sus ojos hundidos observaban su entorno como desde remotos túneles. No obstante, el otro era peor. Un apretado caparazón de cuero negro le cubría por completo la cabeza, pero en su parte delantera estaba moldeada la cara, perfecta, de un hombre joven, que reía alocadamente. «¿Qué estará ocultando cuando el otro muestra lo que muestra?» Entonces hasta los pensamientos se paralizaron en su mente, convertidos en polvo.

—Me llamo Aginor —respondió el anciano—. Y él es Balthamel. Ya no habla con su lengua. La Rueda desgasta de manera excesiva durante tres milenios de encarcelamiento. —Sus hundidos ojos se desviaron hacia la arcada; Balthamel se inclinó hacia adelante, con los ojos de su máscara fijos en la entrada de piedra blanca, como si deseara dirigirse allí—. Tanto tiempo sin él —murmuró Aginor—. Tanto.

—La Luz proteja… —comenzó a rogar Loial con voz trémula y se interrumpió bruscamente al sentir la mirada de Aginor en él.

—Los Renegados —dijo roncamente Mat— están confinados en Shayol Ghul.

—Estaban confinados —rectificó Aginor con una sonrisa que puso al descubierto sus amarillentos dientes, semejantes a colmillos—. Algunos de ellos ya no lo estamos. Las ataduras son cada vez más frágiles, Aes Sedai. Al igual que Ishamael, volvemos a recorrer el mundo, y pronto nos acompañará el resto. Estaba demasiado cerca de este mundo en mi cautividad, yo y Bathamel, demasiado cerca del peso de la Rueda, pero pronto el Gran Señor de la Oscuridad quedará libre y nos concederá una nueva carne y el mundo será nuestro una vez más. Esta vez no tendréis a ningún Lews Therin Verdugo de la Humanidad, a ningún Señor de la Mañana que os salve. Ahora sabemos a quién buscamos y los demás ya no sois imprescindibles.