La estancia también se correspondía con sus recuerdos, con el increíble cielo estriado que se avistaba por el balcón, las paredes indefinidas, la mesa pulida, el terrible hogar y sus crepitantes llamas que no despedían ningún calor. Algunos de los rostros que componían la chimenea, retorcidos por el tormento, emitían inaudibles gritos; estos rostros abrieron en su memoria un amago de reconocimiento, pero él se escudó en el vacío, haciéndolo flotar entre él y la apariencia. Estaba solo. Cuando dirigió la mirada al espejo, su rostro se reflejaba tan claramente como si fuera él. «Reina la calma en el vacío».
—Sí —dijo Ba’alzemon, situado de improviso frente al hogar—. Ya pensaba que la codicia superaría a Aginor. Eso no modifica nada, en fin de cuentas. Una larga búsqueda, pero ya concluida ahora. Estás aquí y te conozco.
En medio de la Luz discurría el vacío, y sobre él flotaba Rand. Apeló a la tierra de su pueblo y sintió la dura roca, seca e inquebrantable, la piedra despiadada donde únicamente podían sobrevivir los tenaces, los que poseían la misma firmeza que las montañas.
—Estoy harto de correr. —No podía creer que su voz sonara con tanta tranquilidad—. Harto de que amenaces a mis amigos. No pienso huir más.
Ba’alzemon también tenía una cuerda, según advirtió. Una soga negra, mucho más gruesa que la suya, de un diámetro que superaba el tamaño de un ser humano y, aún así, aparecía insignificante al lado de Ba’alzemon. Cada pulsación que recorría aquella negra vena devoraba la luz.
—¿Crees que modifica en algo la situación el hecho de que huyas o te quedes? —Las llamaradas de la boca de Ba’alzemon eran carcajadas. Las caras de la chimenea sollozaron ante el alborozo de su mano—. Me has rehuido en muchas ocasiones y al final siempre te he abatido y te he hecho tragar tu orgullo y tú has aderazado con gemidos mi victoria. Son muchas las veces en que te has crecido y has peleado para luego humillarte, derrotado, e implorar piedad. No tienes más alternativa que ésta, gusano: arrodillarte a mis pies y servirme y obtener de ese modo un poder que supera al de todos los soberanos o ser una estúpida marioneta tironeada por Tar Valon y exhalar alaridos mientras te disgregas hasta convertirte en polvo.
Rand se volvió, ojeando la puerta como si buscara una escapatoria. Mejor sería que el Oscuro lo interpretara así. Más allá del umbral reinaba aún la negrura de la vacuidad, dividida por la rutilante hebra que partía de su cuerpo. Y allá afuera también se extendía la imponente cuerda de Ba’alzemon, cuyo negro intenso destacaba en la oscuridad como sobre una capa de nieve. Los dos conductos latían como venas cardíacas en un contrapunto enfrentado, en un pulso en que la luz apenas resistía las oleadas de oscuridad.
—También existen otras opciones —objetó Rand—. Es la Rueda quien teje el Entramado, no tú. He escapado de todas las trampas que me has tendido. Me he zafado de tus Fados y trollocs, de tus Amigos Siniestros. He seguido tus huellas hasta aquí y, de camino, he destruido tu ejército. Tú no tejes el Entramado.
Los ojos de Ba’alzemon rugieron como dos hornos. Sus labios no se movieron, pero Rand creyó escuchar una maldición dirigida a Aginor. Después las llamaradas remitieron y aquel rostro de ser humano ordinario le sonrió de una manera que heló incluso la cálida irradiación de la Luz.
—Será fácil reunir otras huestes, necio. Ejércitos como no los has ni soñado están por venir. ¿Y que tú has seguido mis huellas? ¿Que tú, escarabajo insignificante, me has seguido? Yo dispuse tu senda el día en que naciste, una senda que te conduciría a la tumba o a este lugar. Los Aiel a quienes se permitió huir y a uno vivir, para pronunciar las palabras que transmitirían su eco con el paso de los años. Jain el Galopador, un héroe —retorció la boca con desdén—, a quien yo disfracé de ingenuo y envié a los Ogier dejándolo creer que se había librado de mí. Los miembros del Ajah Negro, hormigueando como los gusanos que habitan sus vientres, a través del mundo para detectar tu paradero. Yo tiro de las cuerdas y la Sede Amyrlin danza a su son, pensando que controla los acontecimientos.
El vacío tembló; Rand se apresuró a afianzarlo. «Lo sabe todo. Habría podido hacerlo. Podría haber sucedido tal como dice». La Luz caldeó el vacío. Las dudas se agitaron y se calmaron, hasta que sólo quedó su simiente. Forcejeó, sin saber si deseaba enterrar la semilla o hacerla fortalecer. El vacío se replegó, se empequeñeció y él volvió a dejarse mecer por el remanso de la calma.
Ba’alzemon no dio muestras de percatarse de ello.
—Poco importa si te atrapo vivo o muerto, si te omito a ti y al poder que puedes cobrar; me servirás tú o, de lo contrario, lo hará tu alma. Sin embargo, preferiría que te postraras ante mí vivo y no muerto. Un solo pelotón de trollocs enviado a tu pueblo cuando habría podido mandar un millar. Un Amigo Siniestro al que te has debido enfrentar cuando habrían podido ser cien los que sorprendieran tu sueño. Y tú, insensato, ni siquiera los conoces a todos, ni a los que se hallan delante, ni detrás, ni a tus costados. Eres mío, siempre has sido mío, mi perro sujeto por el cabo de una cuerda, y te he traído hasta aquí para que te arrodilles ante tu amo o para darte muerte y dejar que así sea tu alma la que se postre a mis pies.
—Reniego de ti. No tienes poder sobre mí y no me humillaré ante ti, ni vivo ni muerto.
—Mira —indicó Ba’alzemon—. Mira. —Rand giró la cabeza a su pesar.
Egwene estaba de pie allí y Nynaeve, pálidas y asustadas, con flores prendidas en el pelo. Y otra mujer, algo mayor que la Zahorí, de ojos oscuros y gran belleza, vestida a la usanza de Dos Ríos, con coloridas guirnaldas bordadas en el cuello.
—¿Madre? —musitó, y la mujer sonrió con desesperanza. Aquélla era la sonrisa de su madre—. ¡No! Mi madre está muerta y las otras dos se encuentran a salvo lejos de aquí. ¡Reniego de ti! —Egwene y Nynaeve fueron perdiendo nitidez hasta disiparse. Kari al’Thor permaneció allí, con los ojos desorbitados de pavor.
—Ella, al menos —replicó Ba’alzemon—, se halla a mi merced.
—Reniego de ti. —Hubo de esforzarse por articular las palabras—. Ella está muerta y habita en la Luz, a salvo de tus garras.
Los labios de su madre temblaron y las lágrimas surcaron sus mejillas, corroyendo su espíritu con la causticidad del ácido.
—El Señor de la Tumba es más poderoso de lo que fue en un tiempo, hijo mío —digo—. Sus competencias se han ampliado. El Padre de las Mentiras posee una lengua zalamera para atraer a las almas incautas. Mi hijo, mi querido y único hijo. Si me fuera dado elegir no me interpondría en tu camino, pero él es mi amo ahora y su voluntad la ley de mi existencia. No me resta más que obedecerlo y arrastrarme para lograr sus favores. Sólo tú puedes liberarme. Por favor, hijo mío. Por favor, ayúdame. ¡Ayúdame! ¡POR FAVOR!
Mientras exhalaba aquel grito desgarrador unos pálidos Fados de cuencas vacías estrecharon su cerco en torno a ella. Sus ropas cayeron, desgarradas por sus exangües manos, unas manos que blandían pinzas, tenazas y objetos que horadaban, quemaban, azotaban sus desnudas carnes. Su alarido era insoportable.
Rand sumó su grito al de su madre. El vacío rebullía en su mente. Tenía la espada en la mano, no el arma marcada con la garza, sino una hoja de luz, una espada de la Luz. En el preciso instante en que la levantaba, un tremendo rayo blanco brotó de su punta, como si el propio haz se hubiera alargado. Cuando tocó al Fado más próximo, una cegadora incandescencia alumbró la cámara, atravesó a los Semihombres como la llama de una vela se transparenta en el papel, y extendió su cegadora claridad hasta el punto de que sus ojos fueron incapaces de percibir lo que sucedía alrededor de ellos.
Desde el centro de la fulguración, llegó un susurro hasta éclass="underline"
—Gracias, hijo mío. La Luz. La bendita Luz.