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El resplandor se desvaneció y volvió a hallarse a solas con Ba’alzemon. Los ojos del Oscuro crepitaban como la Fosa de la Perdición, pero él se escudaba y retrocedía de la espada como si en verdad se tratara de la propia Luz.

—¡Insensato! ¡Te destruirás a ti mismo! ¡No puedes usarla así, todavía no! ¡No hasta que yo te haya enseñado a hacerlo!

—Se ha acabado —atajó Rand, al tiempo que dirigía la espada contra la negra cuerda de Ba’alzemon.

Ba’alzemon gritó con la descarga del arma, siguió gritando hasta que hizo temblar las paredes y su incesante alarido multiplicó su intensidad cuando la espada de la Luz sesgó la cuerda. Los cabos cortados se separaron con violencia, como si hubieran soportado una gran tensión. El ramal que se perdía en la oscuridad del exterior comenzó a encogerse mientras se alejaba; el otro restalló sobre Ba’alzemon y lo arrojó contra la chimenea. Percibió unas inaudibles risotadas en los silenciosos gritos de los rostros torturados. Las paredes se estremecieron, crujieron; el suelo se levantó y el techo arrogó fragmentos de roca sobre él.

Mientras todo se desmoronaba a su alrededor, Rand apuntó la espada al corazón de Ba’alzemon.

—¡Ha acabado!

De la hoja surgió un refulgente haz luminoso que se disgregó en un rocío de chispas semejante a un profuso goteo de un blanco metal fundido. Gimiendo, Ba’alzemon alzó los brazos en un vano intento de protegerse. Las llamas crepitaron en sus ojos y se sumaron a las que produjo, al incendiarse, la piedra de las resquebrajadas paredes, la piedra del hinchado suelo, la piedra que escupía el techo.

Rand notó cómo se empequeñecía la brillante hebra prendida a él, que menguó hasta que únicamente restó el resplandor, pero continuó atacando, sin saber qué hacía ni qué medio utilizaba, con la sola conciencia de que aquello debía tocar a su fin. «¡Tiene que acabar!»

El fuego llenó la estancia en una llama compacta. Veía cómo Ba’alzemon se marchitaba como una hoja, oía sus alaridos desgañitados que lo corroían hasta los huesos. La llama se convirtió en una prístina luz blanca, más radiante que el sol.

Entonces el último centelleo de la hebra desapareció y él cayó, rodeado de tinieblas, acompañado de los gritos cada vez más lejanos de Ba’alzemon. Algo lo golpeó con tremenda fuerza y lo convirtió en una masa informe que se estremecía y gritaba a causa del fuego que devastaba su interior, la ávida gelidez que lo quemaba incesantemente.

52

Sin principio ni final

Primero tomó conciencia del sol, que recorría un cielo carente de nubes y asestaba sus rayos en sus ojos abiertos. Parecía avanzar a rachas; permanecía inmóvil durante días y luego se precipitaba hacia adelante, para hundirse en el horizonte arrastrando consigo la claridad diurna. «Luz, esto debería tener algún sentido». Los pensamientos le representaron una novedad. «Puedo pensar». A continuación vino el dolor, el recuerdo de una violenta fiebre, de las contusiones recibidas cuando los espasmos lo habían sacudido como a un pelele sin sostén. Y un aguijón. Un aceitoso olor a quemado le impregnaba las ventanas de la nariz y el cerebro.

Con músculos doloridos, se volvió boca abajo y se incorporó ayudado de manos y pies. Contempló, sin comprender, las grasientas cenizas sobre las cuales había yacido, las mismas cenizas diseminadas que manchaban la piedra de la cumbre de la colina. Entre los residuos carbonizados había retazos de tela de color verde oscuro, angulosos recortes que habían escapado de las llamas. «Aginor».

Sintió náuseas. Trató de cepillarse las negras pavesas prendidas en su ropa. Tambaleante, se apartó de los restos del Renegado. Sus manos sacudieron débilmente la tela, sin lograr apenas resultados. Intentó utilizar las dos a la vez y cayó de bruces. Una ladera cortada en picado descendía bajo su rostro, una lisa pared de piedra que giraba ante sus ojos, atrayéndolo hacia sus profundidades. Mareado, vomitó en el borde del precipicio.

Se arrastró temblorosamente hacia atrás, hasta tener un terreno firme bajo la cara, y entonces se volvió de espaldas y trató de recobrar el aliento. Desenfundó con esfuerzo la espada. Sólo quedaban algunas cenizas del paño rojo. La levantó hasta la altura de sus ojos con manos trémulas. Era una hoja con la marca de la garza —«¿La marca de la garza? Sí. Tam. Mi padre».—, pero de acero al fin y al cabo. Hubo de realizar tres intentos antes de lograr envainarla. «Ha habido otra cosa. O había otra espada».

—Me llamo —dijo en voz alta—Rand al’Thor. —Otros recuerdos se agolparon en su cerebro, arrancándole un gruñido—. El Oscuro —susurró para sí—. El Oscuro ha muerto. —La cautela ya no era necesaria—. Shai’tan ha muerto. —El mundo pareció estremecerse. Sacudió la cabeza, disfrutando de una silenciosa dicha, hasta que las lágrimas brotaron de sus ojos—. ¡Shai’tan ha muerto! —Lanzó sus risas al cielo. Otra noción acudió a su memoria—. ¡Egwene! —Aquel nombre representaba algo importante.

Se puso en pie con dificultad, ondulándose como un sauce agitado por un vendaval, y pasó tambaleante junto a las cenizas de Aginor sin dedicarles una mirada. «Ahora ya no es importante». Cubrió el primer trecho de la pendiente, arrastrándose, y se dejó llevar por la gravedad, aferrándose de vez en cuando a los matorrales. Cuando llegó a un terreno menos accidentado, había arreciado el dolor de las magulladuras, pero halló la suficiente fuerza para mantenerse erguido. «Egwene». Echó a correr arrastrando los pies. Recibía una lluvia de hojas y pétalos de flores cada vez que tropezaba entre la maleza. «Tengo que encontrarla. ¿Quién es?»

Sus brazos y piernas parecían moverse como largas vainas vegetales en lugar de dirigirse hacia donde él quería llegar. Perdido el equilibrio, topó con un árbol y se golpeó con violencia contra el tronco. El follaje roció su cabeza mientras apretaba la cara sobre la rugosa corteza, cogiéndose de ella para no caer. «Egwene». Se apartó del árbol y emprendió de nuevo camino. Casi de inmediato se ladeó de nuevo, a punto de desplomarse, pero obligó a sus piernas a cobrar velocidad, a correr, tambaleante, aun a riesgo de perder pie y caer de bruces con cada paso que daba. Con el movimiento, sus extremidades comenzaron a responderle de nuevo. Poco a poco infundió firmeza a su marcha, coronando un altozano para volverlo a bajar. Irrumpió en el claro del bosque, que casi llenaba ahora el imponente roble que marcaba la sepultura del Hombre Verde. También había el blanco arco de piedra grabado con el antiguo símbolo de los Aes Sedai y el ennegrecido hoyo donde el viento y el fuego habían tratado en vano de atrapar a Aginor.

—¡Egwene! Egwene, ¿dónde estás? —Una hermosa muchacha, arrodillada bajo el ramaje, con el cabello lleno de flores y hojas de roble, levantó unos grandes ojos. Era esbelta y joven y parecía asustada. «Sí, ésa es ella. Desde luego»—. Egwene, gracias a la Luz que estás bien.

Había dos mujeres más con ella, una con la mirada perdida y una larga cabellera trenzada, todavía ornada con algunos narcisos blancos. La otra yacía con la cabeza recostada sobre unas capas dobladas y un vestido hecho jirones que apenas tapaba su propia capa de color azul cielo. El lujoso tejido mostraba desgarrones y orlas quemadas y su rostro estaba pálido, pero tenía los ojos abiertos. «Moraine. Sí, la Aes Sedai. Y la Zahorí, Nynaeve». Las tres, mujeres lo observaban sin pestañear.

—¿Estás bien, verdad, Egwene? No te ha causado ningún daño.

Ahora podía caminar sin dar traspiés —la visión de la muchacha lo hacía sentir dispuesto incluso a bailar, a pesar de las contusiones recibidas—, pero, aun así, sintió un gran alivio al sentarse con las piernas cruzadas junto a ellas.

—No he vuelto a verlo después de que lo empujaste… —Sus ojos miraban con incertidumbre su cara—. ¿Y tú cómo te encuentras, Rand?

—Estoy bien. —Rió. Tocó la mejilla de la muchacha, preguntándose si estaría imaginando que ella había retrocedido levemente—. Con un poco de reposo, estaré como nuevo. Nynaeve, Moraine Sedai… —Notaba extrañeza al pronunciar aquellos nombres.