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Ya en los cercados, los doce chicos, más o menos, que esperaban para conducir las ovejas la miraron con sorpresa cuando les ofreció el cazo y algunos comentaron que podían beber agua cuando fueran al río, pero Egwene no cejó en su empeño. Y siempre hacía la misma pregunta: «¿Habéis visto a Perrin o a Mat? ¿Dónde puedo encontrarlos?».

Algunos le dijeron que Perrin y Mat estaban llevando ovejas al río y otros que los habían visto vigilando a las ovejas ya esquiladas. Pero Egwene no tenía intención de andar detrás de ellos para después encontrarse con que ya se habían ido a otro lado. Finalmente, un chico de grandes ojos, llamado Wil al’Seen, que vivía en una de las granjas al sur de Campo de Emond, la miró con suspicacia.

—¿Para qué los buscas? —inquirió.

Algunas chicas decían que Wil era guapo, pero a Egwene le parecía que tenía las orejas raras. Iba a asestarle una mirada fría, pero lo pensó mejor.

—Tengo que… preguntarles una cosa —contestó.

Sólo era una pequeña mentira. En realidad esperaba que cualquiera de ellos le proporcionara algunas respuestas que buscaba. «La paciencia siempre tiene recompensa», como decía Elisa a menudo. Demasiado a menudo. Ojalá olvidara los refranes de Elisa. Procuró olvidarlos. Sin embargo, dar patadas a Wil en las espinillas no serviría para conseguir lo que quería de él. Aunque se las mereciera.

—Están detrás de aquel corral de allá —contestó al cabo, a la par que señalaba con la cabeza hacia el extremo oriental del prado—. En el que hay ovejas que tienen la marca de la oreja de Paet al’Caar. —Los chicos que conducían ovejas hablaban así siempre aunque no fuera correcto o de otro modo nadie habría sabido si se referían a las ovejas de Paet al’Caar o las de Jac al’Caar o las que pertenecían a cualquiera de la docena más de al’Caar que había—. Sólo se han tomado un rato de descanso, ojo, así que no los vayas a meter en líos por decirle lo contrario a alguien.

—Gracias, Wil —respondió por el simple hecho de demostrar que podía ser educada incluso con un cretino. ¡Como si ella fuera con cuentos por ahí! Wil pareció sorprenderse y Egwene estuvo tentada de darle una patada en la espinilla, después de todo.

El corral grande en el que se guardaban las ovejas de Paet al’Caar se encontraba casi junto a los árboles del Bosque de las Aguas a ese lado del prado. La enorme y negra perra pastora de maese al’Caar estaba tumbada delante del corral y levantó la cabeza para observar a Egwene un momento mientras ésta se acercaba y después volvió a apoyarla en el suelo. Egwene miró a la perra con desconfianza. No le gustaban mucho los perros y parecía que ellos le pagaban con la misma moneda. No obstante, se olvidó de la perra por completo cuando se halló lo bastante cerca para ver con claridad. Las tablas del cercado no ofrecían mucha cobertura y Egwene alcanzó a ver un grupo de chicos detrás del corral, aunque no distinguió bien quiénes eran.

Soltó el cubo cuidadosamente y caminó a lo largo del cercado. No es que se acercara a hurtadillas, pero no quería hacer mucho ruido por si acaso… Por si acaso cualquier ruido espantaba a las ovejas; sí, era por eso. Al llegar a la esquina del cercado se asomó por detrás del poste del ángulo.

Como había dicho Wil, allí estaban Perrin y Mat Cauthon con otros chicos más o menos de su edad, todos sudorosos y con las lazadas de las camisas desanudadas. Entre ellos se encontraban Dav Ayellan y Lem Thane, Ban Crawe y Elam Dowtry. Y Rand, un chico flaco, casi tan alto como Perrin y con las manos y los pies demasiado grandes, desproporcionados para su tamaño. Antes o después, siempre se lo encontraba con Mat o con Perrin. Rand, con el que todo el mundo decía que se casaría algún día. Estaban charlando, riendo y dándose puñetazos en los hombros unos a otros. ¿Por qué harían eso los chicos?

Fruncido el entrecejo, Egwene se retiró del poste y se recostó en las tablas del cercado. Una de las ovejas que estaban dentro le olisqueó sonoramente la espalda, pero Egwene no le hizo caso. Había oído a las mujeres decir eso de Rand y de ella, aunque ignoraba que todo el mundo lo comentara. ¡Maldita Elisa! Si su hermana no hubiese empezado a suspirar y a gemir por el cabello, ella no se habría puesto a darle vueltas al tema de los maridos. Esperaba casarse algún día —casi todas las mujeres de Dos Ríos se casaban—, pero no era como esas cabezas de chorlito a las que había oído decir que se morían de ganas. La mayoría esperaba unos cuantos años al menos después de haberse trenzado el cabello, y ella… Ella deseaba ver esas tierras sobre las que Jain el Galopador había escrito. ¿Qué le parecería a un marido que su esposa se marchara a conocer tierras extrañas? Que ella supiera, nadie había salido de Dos Ríos nunca.

«Yo lo haré», se prometió para sus adentros.

Y, en el supuesto de que se casara, ¿sería Rand un buen marido? No estaba muy segura de qué hacía que un hombre fuera un buen marido. Alguien como su padre, valiente, afable y sensato. Rand le parecía afable. Una vez le había regalado un silbato que había tallado; y también la talla de un caballo. Y le había dado la pluma de un águila, con la punta negra, cuando ella comentó que era bonita, aunque todavía sospechaba que Rand habría querido quedársela. Y cuidaba de las ovejas de su padre en el pastizal, así que tenía que ser valiente. El perro pastor era una ayuda si aparecían los lobos o un oso, pero el chico que pastoreaba tenía que estar preparado con su honda o con un arco si era lo bastante mayor para utilizarlo. Sólo que… Lo veía cada vez que él y su padre iban al pueblo desde su granja, pero no lo conocía realmente. Casi no sabía nada de él. Ese momento era tan bueno como otro cualquiera para empezar. Se acercó al poste del ángulo y volvió a asomar la cabeza alrededor del palo.

—Me gustaría ser un rey —decía Rand en ese instante—. Eso es lo que me gustaría ser.

Hizo una floritura con el brazo y realizó una torpe reverencia a la par que se reía para demostrar que estaba bromeando. Menos mal. Egwene torció el gesto. ¡Un rey! Estudió el rostro de Rand. No, no era guapo. Bueno, quizá lo era. Puede que eso no fuera importante, pero sería agradable tener un marido al que resultara agradable mirar. Tenía los ojos azules. No, grises. Parecían cambiar de color mientras uno los observaba. Nadie más en Dos Ríos tenía los ojos azules. A veces había en ellos una expresión triste. Su madre había muerto cuando era pequeño, y Egwene creía que Rand envidiaba a los chicos que tenían madre. Ella no podía imaginar perder a la suya. Ni siquiera quería intentarlo.

—¡Un rey de ovejas! —se mofó Mat. Más menudo que los otros, era un puro nervio y muy avispado. Con sólo mirarle la cara saltaba a la vista que planeaba una trastada. Siempre estaba planeando una. Y por lo general acababa haciéndola.

—Rand al’Thor, Rey de las Ovejas —dijo con sorna Lem. Ban le atizó un puñetazo en el hombro y Lem le dio otro a Ban; después se rieron, burlones. Egwene sacudió la cabeza.

—Eso es mejor que decir que quieres escaparte y no tener que trabajar nunca —comentó Rand en tono afable. Parecía que nunca se enfadaba. Al menos, que ella hubiera visto—. ¿Cómo vas a vivir sin trabajar, Mat?

—Trabajar con ovejas no está tan mal —opinó Elam mientras se frotaba la larga nariz. Llevaba el pelo corto y tenía un remolino, de punta, en la parte de atrás. Guardaba cierta semejanza con una oveja.

—Rescataré a una Aes Sedai y me recompensará —replicó Mat—. Sea como sea, no voy por ahí buscando trabajo cuando hay trabajo de sobra sin necesidad de buscarlo. —Sonrió y le dio un puñetazo a Perrin en el hombro.

Perrin se frotó la nariz, avergonzado.

—A veces hay que ser sensato, Mat —dijo lentamente—. A veces tienes que ser previsor.

Perrin siempre hablaba despacio, si es que hablaba. Y se movía con cuidado, como si tuviese miedo de romper algo. En ocasiones, Rand hablaba sin pensar y siempre daba la impresión de estar listo para salir disparado y no parar hasta alcanzar el horizonte.