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—La sensatez dice que trabajaré en el molino de mi padre —suspiró Lem—. Que lo heredaré algún día, espero. Aunque confío en que no sea demasiado pronto. Pero antes me gustaría correr una aventura. ¿A ti no, Rand?

—Pues claro que sí. —Rand se echó a reír—. Pero ¿dónde se encuentra una aventura en Dos Ríos?

—Tiene que haber un modo —rezongó Ban—. A lo mejor hay oro arriba, en las montañas. O trollocs… —De pronto ya no parecía tan seguro de querer subir a las montañas. ¿De verdad creía en los trollocs?

—Pues yo quiero tener más ovejas que nadie en todo Dos Ríos —manifestó firmemente Elam. Mat puso los ojos en blanco en un gesto de exasperación.

Dav, que había estado escuchando sentado sobre los talones, sacudió la cabeza.

—Tú pareces una oveja, Elam —masculló. Al menos, Egwene no lo había dicho en voz alta. Dav era más alto que Mat y más fornido, pero tenía el mismo brillo en los ojos. Y siempre llevaba la ropa arrugada por algo que no tendría que haber estado haciendo—. Eh, se me acaba de ocurrir una gran idea.

—Y a mí otra mejor —manifestó rápidamente Mat—. Vamos. Os lo mostraré.

Dav y él intercambiaron una mirada desafiante. Elam, Ban y Lem parecían dispuestos a seguir a cualquiera de los dos; o a ambos si supieran cómo hacerlo. No obstante, Rand puso la mano en el hombro de Mat.

—Un momento. Escuchemos antes esas grandes ideas.

Perrin asintió con gesto pensativo.

Egwene suspiró. Dav y Mat parecían competir para ver quién se metía en un lío más gordo. Y Rand hablaría con sensatez, pero cuando estaba en el pueblo a menudo se las ingeniaban para arrastrarlo con ellos. Y a Perrin también. Los otros tres secundarían cualquier cosa que Mat o Dav sugirieran.

Egwene pensó que era hora de marcharse. No podría seguirlos para ver qué se traían entre manos sin descubrir su presencia. Prefería morir antes que Rand sospechara que había estado vigilándolo como una cabeza de chorlito. «Y ni siquiera he descubierto nada».

Mientras se dirigía hacia donde había dejado el cubo, Dannil Lewin se cruzó con ella y se dirigió hacia la parte posterior del cercado. Contaba trece años, estaba más flaco que Rand, y tenía la nariz muy prominente. Egwene vaciló junto al cubo y escuchó. Al principio sólo oyó murmullos. Entonces…

—¿Que el alcalde quiere que vaya? —exclamó Mat—. ¡No es posible! ¡No he hecho nada!

—Quiere que vayáis todos, y volando —dijo Dannil—. Yo que vosotros iría a verlo ahora mismo.

Egwene se apresuró a coger el cubo y se alejó lentamente del cercado, de vuelta al río. Rand y los otros, trotando en la misma dirección, la pasaron enseguida. Egwene esbozó una sonrisa. Cuando su padre mandaba llamar a alguien, esa persona iba. Hasta el Círculo de Mujeres sabía que Brandelwyn al’Vere no era un hombre con el que se pudiera jugar. Se suponía que ella no debía saber tal cosa, pero había oído por casualidad a la señora Luhhan y la señora Ayellan y algunas otras hablando con su madre de que su padre era testarudo y que su madre tendría que hacer algo al respecto. Dejó que los chicos se adelantaran un poco —sólo un poco— y después apresuró el paso para no quedarse atrás.

—No lo entiendo —rezongó Mat cuando se aproximaban a la línea de hombres que esquilaban—. A veces el alcalde sabe lo que estoy haciendo en el mismo momento en que lo hago. Y mi madre también. Pero ¿cómo?

—Probablemente el Círculo de Mujeres se lo dice a tu madre —masculló Dav—. Lo ven todo. Y el alcalde es el alcalde.

Los otros chicos asintieron con aire desanimado. Egwene divisó a su padre un poco más adelante; era un hombre de complexión redonda y escaso cabello canoso. Llevaba las mangas recogidas por encima de los codos, una pipa entre los dientes y unas tijeras de esquilar en la mano. Y a diez pasos de los esquiladores, observando a los chicos que se acercaban, se encontraba la señora Cauthon, la madre de Mat, flanqueada por sus dos hijas: Bodewhin y Eldrin. Natti Cauthon era una mujer reposada y con mucho temple, como no podía ser menos teniendo un hijo como Mat, y en ese momento exhibía una sonrisa de satisfacción. Igual que Bodewhin y Eldrin, sólo que éstas miraban a Mat con el doble de dureza que su madre. Bode no era lo bastante mayor para acarrear agua todavía, y tendrían que pasar otros dos años para que Eldrin lo hiciera. «¡Rand y los demás tienen que estar ciegos!», pensó Egwene. Cualquiera que tuviese ojos en la cara se daría cuenta de cómo sabía siempre las cosas la señora Cauthon.

Natti Cauthon y sus hijas se metieron entre la multitud mientras los chicos se acercaban al padre de Egwene. Ninguno parecía haberla visto. Sólo tenían ojos para el padre de Egwene. Todos parecían recelosos, excepto Mat, que exhibía una sonrisa de oreja a oreja, gesto que lo hacía parecer culpable de algo, irremediablemente. El padre de Rand levantó la vista de la oveja que esquilaba y miró a Rand con una sonrisa; su gesto consiguió al menos que su hijo pareciera menos una grulla a punto de levantar el vuelo.

Egwene empezó a ofrecer agua a los hombres que esquilaban con su padre, todos ellos pertenecientes al Consejo del Pueblo. Bueno, maese Cole daba una cabezada, con la espalda recostada en una piedra alta que sobresalía del suelo. Era tan mayor como la Zahorí o tal vez más, y aún conservaba todo el cabello, aunque completamente blanco. Pero los demás estaban esquilando y la lana se desprendía del cuerpo de las ovejas en gruesas capas blancas. Maese Buie, el quinchador, un hombre sarmentoso pero no por ello falto de agilidad, mascullaba entre dientes mientras trabajaba y hacía una oveja en el mismo tiempo en que otros hacían dos; los demás parecían absortos en su tarea. Cuando un hombre acababa con una oveja, la soltaba para que la recogieran los chicos que esperaban y se la llevaran mientras le traían otra. Egwene caminaba despacio y así tenía una excusa para remolonear por allí. No estaba aflojando el ritmo realmente; sólo quería saber qué iba a pasar.

Su padre estudió a los chicos un momento, fruncidos los labios.

—Bien, muchachos —dijo luego—, sé que habéis trabajado duro. —Mat lanzó una mirada sorprendida a Rand, y Perrin se encogió de hombros con aire incómodo. Rand se limitó a asentir con la cabeza, pero con incertidumbre—. Así que he pensado que era un buen momento para ese relato que os prometí —acabó su padre. Egwene sonrió. Su padre contaba los mejores relatos.

—Quiero una historia de aventuras —dijo Mat mientras se ponía erguido. La mirada que asestó a Dav en esta ocasión era desafiante.

—Yo quiero una de Aes Sedai y Guardianes —se apresuró a intervenir Dav.

—Y con trollocs —añadió Mat—. Y… Y… ¡Y un falso Dragón!

Dav abrió la boca y volvió a cerrarla sin decir nada, pero dirigió una hosca mirada a Mat. No había forma de superar lo de un falso Dragón, y lo sabía. El padre de Egwene soltó una risita divertida.

—No soy un juglar, muchachos. No conozco ningún relato de ese estilo. ¿Tam? ¿Te gustaría intentarlo a ti?

Egwene parpadeó. ¿Por qué iba a saber el padre de Rand historias de ese estilo si su padre no las sabía? El Consejo había elegido a maese al’Thor como portavoz de los granjeros de los alrededores de Campo de Emond, pero, que ella supiera, a lo único que se había dedicado era a la cría de ovejas y a plantar tabaco, como cualquiera de la región.

Maese al’Thor pareció sentirse incómodo y Egwene albergó la esperanza de que no supiese ninguna historia de ese estilo. No quería que nadie superase a su padre. Le gustaba el padre de Rand, desde luego, así que tampoco deseaba que se sintiese azorado. Era un hombre robusto, con algunas hebras grises en el cabello, de carácter tranquilo y callado, y le caía bien a casi todo el mundo.

Maese al’Thor acabó de esquilar la oveja y mientras le llevaban otra intercambió una sonrisa con Rand.

—Pues resulta —dijo— que sé una historia de esas características. Os relataré cosas sobre el verdadero Dragón, no de uno falso.