Maese Buie se irguió con tal rapidez que la oveja que trasquilaba casi se le escapó. Estrechó los ojos más de lo que los tenía habitualmente, que ya era decir.
—No permitiremos nada de eso, Tam al’Thor —gruñó con su voz chirriante—. No es apropiado para oídos decentes.
—Cálmate, Cenn —intervino el padre de Egwene en tono apaciguador—. Sólo es un relato. —Sin embargo, miró de soslayo al padre de Rand y resultó obvio que no estaba tan seguro como quería dar a entender.
—Ciertos relatos no se deberían contar —insistió maese Buie—. ¡Ciertas historias no deberían saberse! Repito que no es decente. No me gusta. Si no hay más remedio que hablarles sobre batallas, contadles algo de la Guerra de los Cien Años o de la Guerra de los Trollocs. Ahí tendrán Aes Sedai y trollocs, si hay que hablar de esos temas. O de la Guerra de Aiel.
Durante un instante Egwene tuvo la impresión de que el semblante de maese al’Thor cambiaba, que se tornaba más duro. Tanto como para que, en comparación, los de los guardias de mercaderes parecieran blandengues. Ese día no hacía más que figurarse cosas. Por lo general no se dejaba llevar por la imaginación de esa forma. Maese Cole abrió los ojos de golpe.
—Sólo va a contarles un cuento, Cenn. Sólo eso, hombre —dijo y volvió a cerrar los ojos. Nunca se sabía con certeza si maese Cole estaba dormido realmente.
—Todavía no has escuchado, olido o visto nada que te haya gustado, Cenn —comentó maese al’Dai, el abuelo de Bili. Era un hombre enjuto, de cabello ralo y blanco y tan viejo como maese Cole, si no más. Se veía obligado a caminar con bastón la mayor parte del tiempo, pero tenía los ojos vivos y despiertos, al igual que la mente. Y era casi tan rápido como maese al’Thor con las tijeras de esquilar—. Mi consejo, Cenn, es que rumies tu mala hiel en silencio y dejes que Tam cuente su historia.
Maese Buie cedió de mala gana, sin dejar de mascullar entre dientes. Tras asestar una mirada ceñuda al padre de Rand, se inclinó de nuevo sobre la oveja que esquilaba. Egwene sacudió la cabeza con sorpresa. A menudo había oído a maese Buie decirle a la gente lo importante que era en el Consejo y que todos los demás hombres le hacían caso siempre.
Los chicos se acercaron más a maese al’Thor y, formando un semicírculo, se sentaron en cuclillas. Cualquier relato que provocara una discusión entre los miembros del Consejo por fuerza tenía que ser interesante. Maese al’Thor no dejó de esquilar, aunque a un ritmo más lento. Obviamente, no quería correr el riesgo de hacerle un corte a la oveja por tener dividida su atención.
—Esto no es más que un relato —empezó, sin hacer caso del gesto ceñudo de maese Buie—, ya que nadie sabe todo lo que pasó. Pero ocurrió de verdad. ¿Habéis oído hablar de la Era de Leyenda?
Algunos de los chicos asintieron, aunque con recelo. Egwene también asintió a despecho de sí misma. Había oído decir a los adultos «quizás en la Era de Leyenda» cuando no creían que algo hubiese ocurrido realmente o cuando dudaban que algo se pudiera hacer. Era otra forma de decir «cuando a los cerdos les crezcan alas». O al menos eso era lo que ella creía.
—Fue hace más de tres mil años —continuó el padre de Rand—. Había grandes ciudades llenas de edificios más altos que la Torre Blanca, y ésta es más alta que cualquier cosa salvo una montaña. Máquinas movidas por el Poder Único transportaban a la gente de un lado a otro más deprisa que un caballo a galope, y también se cuenta que había máquinas de transporte por el aire. No existían enfermedades en ninguna parte. Ni había hambre. Ni guerras. Y, entonces, la mano del Oscuro tocó el mundo.
Los chicos dieron un brinco; de hecho, Elam se cayó. Se incorporó, abochornado, e intentó fingir que no se había ido al suelo. Egwene contuvo la respiración. El Oscuro. Tal vez se debía a que había pensado en él hacía un rato, pero en ese momento le pareció especialmente aterrador. Esperaba que maese al’Thor no dijera su nombre. «No nombrará al Oscuro», pensó, pero no por ello dejó de temer que lo hiciera.
Maese al’Thor les sonrió a los chicos a fin de paliar la impresión ocasionada por sus palabras, pero continuó.
—En la Era de Leyenda ni siquiera se tenía memoria de la guerra, o eso es lo que se dice; pero, una vez que el Oscuro tocó el mundo, se recordó rápidamente. No fue una guerra como esas entre dos naciones sobre las que habéis oído hablar a los mercaderes cuando vienen por lana y tabaco. Aquella guerra abarcó todo el mundo. Vino a llamarse la Guerra de la Sombra. Había tantos seguidores de la Luz como seguidores de la Sombra; y, además de incontables Amigos Siniestros, estaban los ejércitos de Myrddraal y de trollocs, más numerosos que todos los que salieron a borbotones de la Llaga durante la Guerra de los Trollocs. Y estaban aquellos a los que se llamó los Renegados, Aes Sedai que se habían pasado a la Sombra.
Egwene tuvo un escalofrío y se alegró de ver que algunos chicos se rodeaban a sí mismos con los brazos. Las madres utilizaban a los Renegados para asustar a sus hijos cuando eran malos: «Si no dejas de mentir, Semirhage vendrá por ti», «Lanfear está al acecho para llevarse a los niños que roban». Egwene se alegraba de que su madre no hubiera hecho eso. Un momento. ¿Las Renegadas habían sido Aes Sedai? Esperaba que maese al’Thor no fuera diciendo eso por ahí o el Círculo de Mujeres pasaría a visitarlo. En cualquier caso, algunos de los Renegados eran hombres, así que tenía que estar equivocado.
—Esperáis que os hable de la gloria de la batalla, pero no lo haré. —Durante un instante su voz sonó severa, pero sólo fue un momento—. Nadie sabe nada sobre esas batallas, salvo que fueron atroces. Tal vez las Aes Sedai tengan ciertos registros o documentos; pero, de ser así, no permiten que nadie los vea salvo otras Aes Sedai. ¿Sabéis algo sobre las grandes batallas durante el encumbramiento de Artur Hawkwing y a lo largo de la Guerra de los Cien Años? ¿Que había cien mil hombres en cada bando? —Le respondieron anhelantes asentimientos con la cabeza. También de Egwene, aunque el suyo no tuvo nada de anhelante. Todos esos hombres intentando matarse unos a otros no suscitaban su interés, como les ocurría a los chicos—. Bien —continuó maese al’Thor—, esas batallas se habrían considerado escaramuzas en la Guerra de la Sombra. Ciudades enteras fueron destruidas, arrasadas hasta sus cimientos. Y los campos del entorno de las ciudades no salieron mejor parados. Allí donde se libraba una batalla sólo quedaba devastación y ruinas. La guerra se prolongó años y años por todo el mundo. Y, poco a poco, la Sombra empezó a ganar. La Luz se vio obligada a retroceder más y más, hasta que pareció que la Sombra lo conquistaría todo. La esperanza se fue desvaneciendo como la niebla al salir el sol. Pero la Luz contaba con un líder que nunca se rindió, un hombre llamado Lews Therin Telamon. El Dragón.
Uno de los chicos dejó escapar una ahogada exclamación de sorpresa. Egwene estaba demasiado estupefacta, con los ojos como platos, para fijarse cuál de ellos había sido. Hasta se olvidó de fingir que ofrecía agua a los hombres. ¡Pero si el Dragón había luchado por la Sombra!
No sabía mucho del Desmembramiento del Mundo —casi nada, a decir verdad—, pero al menos había algo que todo el mundo sabía: ¡el Dragón había luchado a favor de la Sombra!
—Lews Therin reunió hombres, los Cien Compañeros y un pequeño ejército. Lo que en aquel entonces se consideraba pequeño, se entiende. Diez mil hombres. Ahora no nos parecería un ejército pequeño, ¿verdad? —Sus palabras parecían una invitación a la risa, pero en la queda voz de maese al’Thor no había el menor atisbo de hilaridad. Hablaba de un modo que parecía que hubiese estado presente allí. Desde luego, Egwene no se rió, como tampoco ninguno de los chicos. Escuchó e intentó acordarse de respirar—. Sólo con una remota esperanza de éxito, Lews Therin atacó el valle de Thakan’dar, el corazón de la propia Sombra. Cientos de miles de trollocs cayeron sobre ellos. Trollocs y Myrddraal. Los trollocs viven para matar. Un trolloc puede desmembrar en pedazos a un hombre sólo con sus manos. Los Myrddraal son la muerte. Los Aes Sedai que combatían por la Sombra descargaron fuego y rayos sobre Lews Therin y sus hombres. Los que seguían al Dragón no morían uno a uno, sino de diez en diez, de veinte en veinte o de cincuenta en cincuenta. Bajo un cielo atormentado, alterado, en un lugar donde nada crecía ni volvería a crecer, lucharon y murieron. Pero no retrocedieron ni cedieron. Combatieron todo el camino a Shayol Ghul. Y si Thakan’dar es el corazón de la Sombra, Shayol Ghul es el corazón del corazón. Todos los hombres de aquel ejército perecieron, así como la mayoría de los Cien Compañeros, pero en Shayol Ghul sellaron de nuevo, con el Oscuro dentro y a los Renegados con él, la prisión que el Creador había hecho para el Oscuro. Y el mundo quedó a salvo de la Sombra.