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—Los cigarrillos ingleses siempre huelen a ciruelas confitadas —dijo Smurov.

—O a melaza —dijo Mukhin—. Por desgracia —añadió con el mismo tono de voz—, Yalta no tiene ferrocarril.

Fue inesperado y terrible. La maravillosa burbuja de jabón, azulada, irisada, con el reflejo curvo de la ventana en su lado brillante, crece, se dilata, y de pronto ya no está allí, y todo lo que queda es un papirotazo de humedad cosquilleante que le golpea a uno en la cara.

—Antes de la revolución —dijo Mukhin, rompiendo el intolerable silencio—, creo que había un proyecto para unir Yalta y Simferopol por ferrocarril. Conozco bien Yalta, he estado allí muchas veces. Dígame, ¿por qué se inventó toda esa historia disparatada?

Oh, desde luego Smurov podía haber salvado la situación, podía haberse escabullido ingeniosamente con otra astuta invención o bien, como último recurso, haber apuntalado con una broma amistosa lo que se estaba desmoronando con tal repugnante velocidad. Smurov no sólo perdió la serenidad, sino que hizo lo peor que se podía hacer. En un susurro dijo con voz ronca:

—Por favor, le ruego que esto quede entre nosotros dos.

Evidentemente Mukhin estaba avergonzado por el pobre, fantástico tipo. Se ajustó los quevedos y empezó a decir algo, pero se calló bruscamente, porque en aquel momento volvían las hermanas. Durante el té, Smurov hizo un esfuerzo angustioso por parecer alegre. Pero su traje negro estaba raído y manchado, su corbata de poca calidad, generalmente anudada de modo que ocultase el sitio desgastado, esta noche exhibía aquel lamentable desgarrón, y un grano brillaba desagradablemente en la barbilla a través de los restos de talco de color malva. De modo que todo se reduce a eso... ¿De modo que, después de todo, es cierto que no hay ningún enigma en Smurov, que no es más que un vulgar charlatán, ahora desenmascarado? De modo que todo se reduce a eso...

No, el enigma continuó. Una noche, en otra casa, la imagen de Smurov reveló un nuevo y extraordinario aspecto, que previamente apenas si había sido perceptible. La habitación estaba silenciosa y oscura. En un rincón había una lamparita protegida con un periódico, y esto hacía que la vulgar hoja de papel impreso adquiriese una maravillosa belleza translúcida. Y, en esta penumbra, de pronto la conversación se centró en Smurov.

Empezó con frivolidades. Al principio declaraciones vagas, fragmentarias; luego, persistentes alusiones a asesinatos políticos en el pasado; luego, el terrible nombre del famoso espía doble de la antigua Rusia y palabras sueltas como «sangre... muchas molestias... suficiente...» Poco a poco esta introducción autobiográfica empezó a resultar coherente y, tras una breve relación de una muerte tranquila después de una enfermedad perfectamente respetable, una extraña conclusión de una vida singularmente infame, lo que quedó es lo siguiente:

«Esto es una advertencia. Cuidado con cierto hombre. Me sigue los pasos. Espía, seduce, traiciona. Ya ha sido responsable de la muerte de muchos. Un joven grupo de emigrados está a punto de cruzar la frontera para organizar una actividad clandestina en Rusia. Pero se tenderán las redes, el grupo perecerá. Espía, seduce, traiciona. Estad alertas. Cuidado con un hombrecillo vestido de negro. No se dejen engañar por su aspecto modesto. Estoy diciendo la verdad...»

—¿Y quién es este hombre? —preguntó Weinstock.

La respuesta tardó en llegar.

—Por favor, Azef, díganos quién es este hombre.

Bajo los dedos fláccidos de Weinstock, el platillo invertido volvió a moverse por toda la hoja con el alfabeto, precipitándose de un lado a otro mientras orientaba la señal de su borde hacia una u otra letra. Hizo seis de estas pausas antes de quedarse inmóvil como una tortuga asustada. Weinstock escribió y leyó en voz alta un nombre familiar.

—¿Has oído? —dijo, dirigiéndose a alguien en el rincón más oscuro de la habitación—. ¡Bonito asunto! Naturalmente, no necesito decirte que no creo en esto ni por un momento. Espero que no te hayas ofendido. ¿Y por qué deberías ofenderte? Ocurre con mucha frecuencia en las sesiones de espiritismo que los espíritus suelten tonterías. —Y Weinstock fingió que se lo tomaba a risa.

La situación se estaba volviendo curiosa. Yo podía contar ya tres versiones de Smurov, mientras que la original permanecía desconocida. Esto ocurre en las clasificaciones científicas. Hace tiempo, Linneo describió una especie común de mariposa, añadiendo la lacónica nota «in pratis Westmanniae». El tiempo pasa, y, en la loable búsqueda de precisión, nuevos investigadores ponen nombre a las diversas razas meridionales y alpinas de esta especie común, de modo que pronto no queda un lugar en Europa donde uno encuentre la raza nominal y no una subespecie local. ¿Dónde está el tipo, el modelo, el original? Entonces, por fin, un solemne entomólogo discute en un detallado artículo toda la complejidad de razas con nombre y acepta como representativa de la típica el descolorido ejemplar escandinavo de casi doscientos años coleccionado por Linneo; y esta identificación lo resuelve todo.

Del mismo modo, decidí desenterrar al verdadero Smurov, pues ya era consciente de que su imagen estaba influida por las condiciones climáticas imperantes en varias almas: de que en un alma fría adoptaba un aspecto mientras que en otra, incandescente, tenía un colorido diferente. Empezaba a gustarme este juego. Personalmente, veía a Smurov sin emoción. Cierta predisposición a su favor que había existido al principio había cedido paso a la simple curiosidad. Y, sin embargo, experimenté una excitación nueva para mí. Del mismo modo que al científico no le interesa si el color de un ala es bonito o no, o si sus marcas son delicadas o llamativas (sino que está interesado solamente en los caracteres taxonómicos), yo consideraba a Smurov sin ningún estremecimiento estético; por el contrario, encontraba una intensa emoción en la clasificación de las máscaras smurovianas que había emprendido tan a la ligera.

La tarea distaba mucho de ser sencilla. Por ejemplo, sabía perfectamente bien que la insípida Marianna veía a Smurov como a un brutal y brillante oficial del Ejército blanco, «uno de esos que iba ahorcando a la gente a diestro y siniestro», como me informó Evgenia en el mayor secreto durante una charla confidencial. Sin embargo, para definir esta imagen correctamente tendría que haber estado familiarizado con toda la vida de Marianna, con todas las asociaciones secundarias que se despertaban en su interior cuando miraba a Smurov: otras reminiscencias, otras impresiones fortuitas y todos esos efectos iluminadores que varían de un alma a otra. Mi conversación con Evgenia ocurrió poco después de la partida de Marianna Nikolaevna; se dijo que iba a Varsovia, pero había oscuras implicaciones de un viaje todavía más hacia el este: tal vez la vuelta al redil; así que Marianna se llevó consigo y, a menos que alguien la rectifique, la conservará hasta el fin de sus días, una idea muy especial de Smurov.

—Y usted —le pregunté a Evgenia—, ¿qué idea se ha formado usted?

—Oh, eso es difícil decirlo, así de repente —contestó, con una sonrisa que realzaba al mismo tiempo su parecido con un lindo bulldogy la sombra aterciopelada de sus ojos.

—Hable —insistí.

—En primer lugar está su timidez —dijo rápidamente—. Sí, sí, mucha timidez. Yo tenía un primo, un joven muy amable y agradable, pero que siempre que debía enfrentarse con una multitud de desconocidos en un salón elegante, entraba silbando para darse un aire independiente: a la vez despreocupado y duro.