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—¿Sí? Continúe.

—A ver, qué más hay allí... Sensibilidad, diría yo, una gran sensibilidad y, naturalmente, juventud; y falta de experiencia con la gente...

No podía sonsacársele nada más, y el espectro resultante era bastante pálido y no muy atractivo. La versión de Smurov que dio Vanya fue, sin embargo, la que más me interesó. Pensé en esto constantemente. Recuerdo cómo, una noche, el azar pareció favorecerme con una respuesta. Yo había subido desde mi lóbrega habitación hasta el sexto piso sólo para encontrar a las dos hermanas a punto de salir para el teatro con Khrushchov y Mukhin. Como no tenía otra cosa que hacer, salí para acompañarlos a la parada de taxis. De pronto me di cuenta de que había olvidado la llave de abajo.

—Oh, no se preocupe, tenemos dos juegos —dijo Evgenia—, tiene suerte de que vivamos en la misma casa. Tenga, me las puede devolver mañana. Buenas noches.

Me dirigí a casa y en el camino se me ocurrió una maravillosa idea. Imaginé a un acicalado malo de película leyendo un documento que ha encontrado en el escritorio de otra persona. Es verdad que mi plan era muy incompleto. Una vez Smurov le había llevado a Vanya una orquídea amarilla salpicada de puntos oscuros que tenía cierto parecido con una rana; ahora yo podría averiguar si Vanya había conservado tal vez los restos queridos de la flor en algún cajón secreto. Una vez él le llevó un pequeño volumen de Gumilyov, el poeta de la entereza; tal vez valía la pena comprobar si las páginas habían sido cortadas y si el libro estaba quizás en la mesita de noche. Había también una fotografía, sacada con un flashde magnesio, en la que Smurov había salido magnífico —de medio perfil, muy pálido, con una ceja arqueada— y de pie junto a él estaba Vanya, mientras que Mukhin aparecía detrás con expresión malhumorada. Y, en términos generales, había muchas cosas que descubrir. Una vez decidido que si me tropezaba con la criada (una chica muy guapa, por cierto) le explicaría que había ido a devolver las llaves, abrí cautelosamente la puerta del piso de los Khrushchov y me dirigí de puntillas al salón.

Es divertido coger por sorpresa la habitación de otra persona. Los muebles se quedaron helados de asombro cuando encendí la luz. Alguien había dejado una carta en la mesa; el sobre vacío estaba allí como una vieja madre inútil y la pequeña hoja de papel de carta parecía estar sentada como un crío robusto. Pero el ansia, la palpitante emoción, el movimiento precipitado de mi mano, todo resultó innecesario. La carta iba dirigida a una persona desconocida para mí, un tal tío Pasha. ¡No contenía ni una sola referencia a Smurov! Y si estaba en clave, yo no la conocía. Me deslicé al comedor. Pasas y nueces en un cuenco y al lado, abierta y boca abajo, una novela francesa: las aventuras de Ariane , Jeune Filie Russe. En el dormitorio de Vanya, adonde me dirigí luego, hacía frío a causa de la ventana abierta. Me resultó tan extraño mirar la colcha de encaje y el tocador en forma de altar, donde el vidrio tallado brillaba místicamente. La orquídea no se veía por ningún lado, pero como recompensa estaba la foto apoyada contra la lámpara de la mesita de noche. La había sacado Román Bogdanovich. Se veía a Vanya sentada con las luminosas piernas cruzadas, detrás de ella estaba la cara delgada de Mukhin, y a la izquierda de Vanya podía adivinarse un codo negro: todo lo que quedaba del cercenado Smurov. ¡Prueba demoledora! En la almohada de Vanya, cubierta de encaje, apareció de pronto un hueco en forma de estrella: la violenta huella de mi puño, e inmediatamente después ya estaba en el comedor, devorando las pasas y todavía temblando. Entonces recordé el escritorio del salón y me precipité silenciosamente hacia allí. Pero en ese momento se oyó, procedente de la puerta principal, el hurgamiento metálico de una llave. Empecé a retroceder precipitadamente, apagando las luces, hasta que me encontré en un pequeño tocador con paredes de raso, junto al comedor. Caminé a tientas en la oscuridad, tropecé con un sofá y me tendí en él como si hubiera entrado a dormir la siesta.

Entretanto se oían voces en el vestíbulo: las de las dos hermanas y la de Khrushchov. Se estaban despidiendo de Mukhin. ¿Por qué no entraba un momento? No, era tarde, no podía. ¿Tarde? ¿Mi desencarnado recorrido de habitación en habitación había durado realmente tres horas? En algún lado, en un teatro, alguien había tenido tiempo de representar una obra tonta que yo había visto muchas veces, mientras aquí un hombre sólo había recorrido tres habitaciones. Tres habitaciones: tres actos. ¿Había estado reflexionando realmente sobre una carta en el salón una hora entera, y una hora entera sobre un libro en el comedor, y otra hora sobre una foto en la extraña calma del dormitorio?... Mi tiempo y el de ellos no tenían nada en común.

Probablemente Khrushchov se fue directamente a la cama; las hermanas entraron solas en el comedor. La puerta de mi oscuro cubil adamascado no estaba bien cerrada. Creí que ahora podría averiguar todo lo que quería sobre Smurov.

—Pero más bien agotador —dijo Vanya, y emitió un suave sonido exclamativo que interpreté como un bostezo—. Dame un poco de limonada, no quiero té. —Se oyó el ligero roce de una silla al ser acercada hacia la mesa.

Un largo silencio. Luego la voz de Evgenia: tan próxima que eché una mirada de alarma al resquicio de luz.

—...Lo principal es dejarle que él les ponga sus condiciones. Esto es lo principal. Al fin y al cabo él habla inglés y esos alemanes no. Me parece que no me gusta esta pasta de frutas.

Silencio de nuevo.

—Está bien, le aconsejaré que haga esto —dijo Vanya.

Algo tintineó y cayó —una cuchara, tal vez— y luego hubo otra larga pausa.

—Mira esto —dijo Vanya, riendo.

—¿De qué es, de madera? —preguntó su hermana.

—No lo sé —dijo Vanya, y volvió a reír.

Al cabo de un rato, Evgenia bostezó, todavía más a gusto que Vanya.

—...Se ha parado el reloj —dijo.

Y eso fue todo. Siguieron sentadas un buen rato; hacían ruidos tintineantes con diversos objetos; el cascanueces crujía y regresaba al mantel con un ruido sordo; pero no hubo más conversación. Luego las sillas volvieron a moverse.

—Oh, podemos dejarlo aquí —dijo lánguidamente Evgenia, y el mágico resquicio del que yo tanto había esperado se extinguió bruscamente. En algún lugar se oyó un portazo, la voz lejana de Vanya dijo algo, ahora ya ininteligible, y luego siguieron el silencio y la oscuridad. Me quedé tumbado en el sofá un rato más y de pronto me di cuenta de que ya estaba amaneciendo. Con lo cual me dirigí cautelosamente hacia la escalera y regresé a mi habitación.

Imaginaba muy vivamente a Vanya sacando la punta de la lengua por la comisura de la boca y recortando con sus tijeritas al indeseado Smurov. Pero tal vez no era así en absoluto: a veces se recorta algo para enmarcarlo por separado. Y, para confirmar esta última conjetura, unos días más tarde el tío Pasha llegó inesperadamente de Munich. Iba a Londres para visitar a su hermano y solamente se quedaría en Berlín un par de días. El viejo chivo hacía tiempo que no veía a sus sobrinas y tenía tendencia a recordar cómo solía poner sobre su rodilla a la sollozante Vanya para azotarla. A primera vista el tío Pasha parecía tener solamente tres veces la edad de ella, pero bastaba con mirarlo un poco más de cerca y se deterioraba delante de los propios ojos. En realidad no tenía cincuenta años sino ochenta, y no era posible imaginar nada más horrible que esta mezcla de juventud y decrepitud. Un alegre cadáver en un traje azul, con caspa en los hombros, lampiño, de cejas espesas y prodigiosos mechones en las ventanas de la nariz, el tío Pasha era móvil, ruidoso e inquisitivo. Cuando apareció por primera vez, inquirió a Evgenia con un rociador susurro por cada invitado, señalando abiertamente ora a esta persona, ora a aquélla, con un índice que acababa en una uña amarilla monstruosamente larga. Al día siguiente se produjo una de esas coincidencias que implican nuevas llegadas, que por algún motivo son tan frecuentes, como si existiera algún Sino travieso y de mal gusto parecido al Abum de Weinstock, el cual, el mismo día en que uno vuelve a casa de un viaje, te presenta al hombre que casualmente había estado sentado frente a ti en el vagón del tren. Hacía ya varios días que sentía una extraña molestia en mi pecho perforado por una bala, una sensación parecida a una corriente de aire en una habitación oscura. Fui a ver a un médico ruso y allí, sentado en la sala de espera, estaba naturalmente el tío Pasha. Mientras deliberaba si dirigirme o no a él (suponiendo que desde la noche anterior había tenido tiempo de olvidar tanto mi cara como mi nombre), este decrépito charlatán, poco dispuesto a mantener oculto ni tan sólo un grano de los silos de su experiencia, inició una conversación con una dama de edad que no lo conocía, pero evidentemente amiga de los desconocidos de espíritu abierto. Al principio no seguí su conversación, pero de pronto el nombre de Smurov me hizo sobresaltar. Lo que supe por las palabras pomposas y vulgares del tío Pasha era tan importante que, cuando finalmente desapareció detrás de la puerta del médico, salí de inmediato sin esperar mi turno; y lo hice automáticamente, como si hubiese ido al consultorio del médico sólo para escuchar al tío Pasha: ahora la función había terminado y yo podía irme.