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Mukhin y el majestuoso Román Bogdanovich conocen a la familia desde hace tiempo, mientras que Smurov es relativamente un recién llegado, si bien apenas lo parece. Nadie podría percibir en él la timidez que hace que una persona se destaque tanto entre personas que se conocen bien y están ligadas por los ecos arraigados de bromas familiares y por un residuo alusivo de nombres de personas que para ellos están llenos de un significado especial, lo cual hace que el recién llegado se sienta como si el relato de la revista que ha empezado a leer en realidad hubiese empezado hacía mucho tiempo, en inasequibles números atrasados; y mientras escucha la conversación general, llena de referencias a incidentes desconocidos para él, el forastero guarda silencio y dirige la mirada al que está hablando y cuanto más rápidos son los intercambios, más móviles se vuelven sus ojos; pero pronto el mundo invisible que vive en las palabras de la gente que le rodea empieza a agobiarlo y se pregunta si no han tramado deliberadamente una conversación en la que él no entra. En el caso de Smurov, sin embargo, si bien de vez en cuando se sentía excluido, desde luego no lo mostraba. Debo decir que en aquellas primeras veladas me produjo una impresión más bien favorable. No era muy alto, pero sí bien proporcionado y apuesto. El sencillo traje negro y la negra corbata de lazo parecían insinuar, de forma reservada, un luto secreto. Su rostro, pálido y delgado, era juvenil, pero el observador perspicaz podía distinguir en él las huellas del dolor y de la experiencia. Sus modales eran excelentes. Una sonrisa tranquila, un tanto melancólica, permanecía en sus labios. Hablaba poco, pero todo lo que decía era inteligente u oportuno, y sus bromas, poco frecuentes, aunque demasiado sutiles para provocar carcajadas, parecían abrir una puerta oculta en la conversación, dejando entrar una inesperada frescura. Todo hacía pensar que a Vanya no podía dejar de gustarle inmediatamente a causa de esa noble y enigmática modestia, esa palidez de la frente y la delgadez de la mano... Ciertas cosas —por ejemplo la palabra blagodarstvuyte(«gracias»), pronunciada sin la habitual tendencia a comerse las letras, por completo, conservando así su aroma de consonantes— tenían forzosamente que revelar al observador perspicaz que Smurov pertenecía a la mejor sociedad de San Petersburgo.

Marianna se detuvo por un instante en su relato de los horrores de la guerra; finalmente se había dado cuenta de que Román Bogdanovich, un hombre solemne con barba, quería decir unas palabras, que retenía en la boca como un gran caramelo. Sin embargo, no tuvo suerte, porque Smurov fue más rápido.

—Cuando oigo hablar de «los horrores de la guerra» —dijo Smurov, citando incorrectamente con una sonrisa un famoso poema—, no lo siento «ni por el amigo, ni por la madre del amigo», sino por aquellos que nunca han estado en la guerra. Es difícil expresar en palabras el placer musical que produce el zumbido de las balas... O cuando vuelas a galope tendido para atacar...

—La guerra es siempre algo horrible —interrumpió bruscamente Marianna—. Probablemente me han educado de una forma distinta de la suya. Un ser humano que quita la vida a otro es siempre un asesino, tanto si es un verdugo como un oficial de caballería.

—Personalmente... —empezó Smurov, pero ella volvió a interrumpirle:

—El heroísmo militar es un vestigio del pasado. En mi ejercicio de la medicina he tenido muchas oportunidades de ver a personas que han sido mutiladas o que han visto sus vidas destruidas por la guerra. Hoy día la humanidad aspira a nuevos ideales. Nada hay más degradante que servir de carne de cañón. Tal vez una educación distinta...

—Personalmente... —dijo Smurov.

—Una educación distinta —prosiguió ella rápidamente— en lo que se refiere a ideas de humanitarismo e intereses de cultura general me hace mirar con ojos distintos de los suyos. Nunca he disparado furiosamente contra la gente ni he atravesado a nadie con una bayoneta. Puede estar usted completamente seguro de que encontrará más héroes entre mis colegas médicos que en el campo de batalla...

—Personalmente, yo... —dijo Smurov.

—Basta ya —dijo Marianna—. Me doy cuenta de que no vamos a convencernos el uno al otro. La discusión se ha terminado.

Siguió un breve silencio. Smurov permaneció tranquilamente sentado, removiendo el té. Sí, tiene que ser un antiguo oficial, un temerario a quien le gustaba jugar con la muerte y sólo por modestia no dice nada sobre sus aventuras.

—Lo que quería decir es esto —tronó Román Bogdanovich—: Usted, Marianna Nikolaevna, ha mencionado Constantinopla. Tenía allí un amigo íntimo entre el grupo de emigrados, un tal Kashmarin, con el que más tarde me peleé, un tipo sumamente bruto y de genio vivo, aunque se calmaba rápidamente y a su manera era amable. Por cierto, una vez le dio una paliza a un francés por celos que casi lo mata. Pues bien, me contó la siguiente anécdota. Da una idea de las costumbres turcas. Imaginen...

—¿Le dio una paliza? —interrumpió Smurov con una sonrisa—. Oh, muy bien. Eso es lo que me gusta...

—Casi lo mata —repitió Román Bogdanovich, y emprendió su narración.

Smurov asentía con la cabeza mientras escuchaba. Evidentemente era una persona que, tras su modestia y discreción, ocultaba un espíritu apasionado. Sin duda era capaz de despedazar a un tipo en un momento de ira y, en un momento de pasión, de llevar bajo su capa en una noche ventosa a una muchacha asustada y perfumada hasta una barca que espera con los escálamos enfundados, bajo una rodaja de luna de melón, como hacía alguien en la anécdota de Román Bogdanovich. Si Vanya era una conocedora de caracteres, tenía que haber advertido esto.

—Lo he escrito todo detalladamente en mi diario —concluyó complacido Román Bogdanovich, y tomó un sorbo de té.

Mukhin y Khrushchov volvieron a congelarse junto a sus respectivas jambas; Vanya y Evgenia se alisaron sus vestidos en dirección a las rodillas con un gesto idéntico; Marianna, sin ningún motivo aparente, clavó la mirada en Smurov, que estaba sentado con el perfil hacia ella y, fiel a la fórmula de tics varoniles, tensaba los músculos de la mandíbula bajo su poco amistosa mirada. El me gustaba. Sí, decididamente; y sentí que con cuanta más intensidad lo miraba Marianna, la culta doctora, más clara y armoniosa resultaba la imagen de un joven temerario con nervios de acero, pálido por las noches de insomnio pasadas en los barrancos de la estepa y en las estaciones de ferrocarril destrozadas por los proyectiles. Todo parecía ir bien.

Vikentiy Lvovich Weinstock, para quien Smurov trabajaba como dependiente (reemplazaba al inútil anciano), sabía menos de él que nadie. Había en la personalidad de Weinstock una atractiva veta de temeridad. Este es probablemente el motivo por el que empleó a alguien que no conocía bien. Sus sospechas exigían un alimento regular. Del mismo modo que hay personas normales y perfectamente decentes que inesperadamente resulta que tienen una pasión por coleccionar libélulas o grabados, Weinstock, nieto de un comerciante de chatarra e hijo de un anticuario, el ceremonioso, equilibrado Weinstock, que se había dedicado toda su vida al negocio de los libros, había construido para sí mismo un pequeño mundo separado. Allí, en la penumbra, tenían lugar misteriosos acontecimientos.