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La vida de esta familia en el número 5 de Peacock Street era excepcionalmente feliz. El padre de Evgenia y Vanya, que pasaba gran parte del año en Londres, les mandaba cheques generosos y, además, Khrushchov ganaba mucho dinero. Sin embargo, lo importante no era esto: incluso si no hubieran tenido un céntimo, nada hubiera cambiado. Las hermanas habrían estado envueltas en la misma brisa de felicidad, procedente de una dirección desconocida pero que podía sentir incluso el más melancólico y más insensible de los visitantes. Era como si hubiesen emprendido un alegre viaje: este piso alto parecía deslizarse como una aeronave. No se podía localizar exactamente el origen de aquella felicidad. Yo miraba a Vanya y empezaba a pensar que había descubierto el origen... Su felicidad no hablaba. A veces, de pronto hacía una pregunta breve y, una vez recibida la respuesta, inmediatamente callaba de nuevo, mirándoles fijamente con sus ojos asombrados, hermosos y miopes.

—¿Dónde están sus padres? —preguntó una vez a Smurov.

—En el cementerio de una iglesia muy lejana —contestó, y por alguna razón hizo una ligera reverencia.

Evgenia, que estaba jugando con una pelota de ping-pong en una mano, dijo que ella podía acordarse de su madre y Vanya no. Aquella noche no había nadie, excepto Smurov y el inevitable Mukhin: Marianna había ido a un concierto, Khrushchov estaba trabajando en su habitación y Román Bogdanovich se había quedado en casa, como hacía todos los viernes, para escribir su diario. El tranquilo y remilgado Mukhin guardaba silencio, ajustándose de vez en cuando las pinzas de sus quevedos sin aros sobre la delgada nariz. Iba muy bien vestido y fumaba cigarrillos ingleses auténticos.

Smurov, aprovechándose de su silencio, de pronto se volvió más locuaz que en ocasiones anteriores. Dirigiéndose principalmente a Vanya, empezó a contar cómo había escapado a la muerte.

—Ocurrió en Yalta —dijo Smurov—, cuando las tropas de los rusos blancos ya se habían retirado. Me había negado a ser evacuado con los otros, ya que me proponía organizar una unidad de partisanos y seguir combatiendo a los rojos. Al principio nos ocultamos en las colinas. Fui herido durante un tiroteo. La bala me atravesó el cuerpo, rozando casi el pulmón izquierdo. Cuando recuperé el conocimiento, estaba tendido boca arriba y las estrellas se balanceaban sobre mi cabeza. ¿Qué podía hacer? Me estaba desangrando, solo en la garganta de una montaña. Decidí tratar de llegar a Yalta: muy arriesgado, pero no se me ocurría otra manera. Exigía esfuerzos increíbles. Viajé toda la noche, casi todo el tiempo a gatas. Por fin, al amanecer, llegué a Yalta. Las calles estaban todavía profundamente dormidas. Sólo llegaba, procedente de la estación de ferrocarril, el ruido de disparos. Sin duda, estaban ejecutando a alguien allí.

»Tenía un buen amigo, un dentista. Fui a su casa y di palmadas bajo su ventana. Se asomó, me reconoció y me hizo pasar inmediatamente. Estuve escondido en su casa hasta que se me curó la herida. Tenía una hija joven que me cuidó con ternura, pero ésa es otra historia. Evidentemente mi presencia exponía a mis salvadores a terribles peligros, de modo que me impacientaba por partir. Pero, ¿adonde ir? Reflexioné y decidí ir al norte, donde se rumoreaba que la guerra civil había estallado de nuevo. Así que una noche me despedí de mi bondadoso amigo con un abrazo, me dio algún dinero que, si Dios quiere, le devolveré algún día, y heme aquí caminando de nuevo por las calles familiares de Yalta. Llevaba barba y gafas, y una vieja chaqueta de campaña. Me dirigí directamente a la estación. Un soldado del Ejército Rojo estaba en la entrada de la plataforma controlando los documentos. Yo tenía un pasaporte con el nombre de Sokolov, médico militar. El guardia rojo le echó un vistazo, me devolvió los documentos, y todo hubiese salido a pedir de boca de no haber sido por un estúpido momento de mala suerte. De pronto oí la voz de una mujer que decía, con absoluta calma: "Es un ruso blanco, lo conozco bien." Conservé la presencia de ánimo e hice ademán de cruzar hacia el andén, sin mirar a mi alrededor. Pero apenas había avanzado tres pasos cuando una voz, esta vez de hombre, gritó: "¡Alto!" Me detuve. Dos soldados y una mujer desaliñada con un gorro militar de piel me rodearon. "Sí, es él —dijo la mujer—. Deténganlo." Reconocí en esta comunista a una criada que había trabajado antiguamente para unos amigos míos. La gente solía decir en broma que sentía debilidad por mí, pero su obesidad y sus labios carnosos me parecieron siempre sumamente repulsivos. Aparecieron tres soldados más y una especie de comisario con indumentaria semimilitar. "Vamos, camine", dijo. Me encogí de hombros y observé imperturbable que había habido un error. "Esto lo veremos luego", dijo el comisario. «Creí que me llevaban para interrogarme. Pero pronto me di cuenta de que las cosas eran algo peor. Cuando llegamos al depósito de mercancías, un poco más allá de la estación, me ordenaron que me desnudara y que me pusiera contra la pared. Metí la mano en la chaqueta de campaña, haciendo como que la desabrochaba y, un instante después, había matado a dos soldados con mi Browning y huía para salvar el pellejo. Los demás, naturalmente, abrieron fuego contra mí. Una bala me arrancó la gorra. Me dirigí corriendo al otro lado del depósito, salté por una cerca, disparé contra un hombre que me atacó con una pala, subí corriendo a la vía, me precipité al otro lado de los rieles, delante de un tren que se acercaba y, mientras la larga procesión de vagones me separaba de mis perseguidores, conseguí escaparme.»

Smurov siguió contando cómo, al amparo de la noche, caminó hasta el mar, durmió en el puerto entre algunos barriles y sacos, se apropió de una lata de galletas y un barrilete de vino de Crimea y, al amanecer, en la bruma matutina, partió solo en una barca de pesca, para ser rescatado por una balandra griega tras cinco días de navegación solitaria. Hablaba con voz tranquila, despreocupada, incluso algo monótona, como si estuviera charlando de cosas triviales. Evgenia chasqueaba comprensiva la lengua; Mukhin escuchaba atento y sagaz, carraspeando suavemente de vez en cuando, como si no pudiera evitar sentirse profundamente conmovido por el relato, y sintió respeto e incluso envidia —una envidia buena, saludable— hacia un hombre que había mirado a la muerte cara a cara con audacia y franqueza. En cuanto a Vanya... No, ya no cabía ninguna duda, después de esto tenía que enamorarse de Smurov. De qué modo tan encantador sus pestañas puntuaban las palabras de él, qué delicioso era el pestañeo de puntos finales cuando Smurov acabó su relato, qué mirada lanzó a su hermana —un destello húmedo de soslayo— probablemente para asegurarse de que la otra no había advertido su excitación.

Silencio. Mukhin abrió su pitillera de bronce de cañón. Evgenia recordó con aspavientos que era hora de llamar a su marido para el té. En el umbral se volvió y dijo algo inaudible sobre un pastel. Vanya se levantó de un salto del sofá y salió corriendo también. Mukhin recogió su pañuelo del suelo y lo puso cuidadosamente sobre la mesa.

—¿Puedo fumar uno de los suyos? —preguntó Smurov.

—Naturalmente —dijo Mukhin.

—Oh, pero sólo le queda uno —dijo Smurov.

—Adelante, cójalo —dijo Mukhin—. Tengo más en el abrigo.