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Aquello pilló por sorpresa a las dos mujeres. Iolanthe lo miró de hito en hito, casi tan estupefacta como Kitiara.

—Milord —protestó la hechicera, encrespada—, los dos convinimos en que sería yo quien...

—Milord —empezó Kitiara al mismo tiempo, fruncidas las oscuras cejas en un gesto de irritación—, soy comandante del Ala Azul. Mi sitio está con mis tropas...

Ariakas se sentía muy satisfecho. Esas dos mujeres poderosas se estaban sintiendo cada vez más seguras de sí mismas, demasiado.

—He cambiado de opinión —dijo en un tono tan cortante que las hizo enmudecer a ambas—. Iolanthe, la Señora del Dragón tiene razón. Los caballeros desconfían de la magia y de quienes la manejan, algo que yo no había tenido en cuenta cuando accedí a que fueras tú. Kitiara es una guerrera, más idónea para esta tarea. En cuanto a ti, Señora del Dragón, tus fuerzas están atrincheradas durante el invierno. Puedes permitirte el lujo de pasar un tiempo separada de ellas.

Kit se dio media vuelta, decidida a ocultar su frustración, y caminó hacia una ventana para mirar al exterior del recinto, donde un grupo de prisioneros, encadenados por el tobillo unos a otros, formaba en fila al pie de un patíbulo. Era el día de ahorcar a los traidores. Desapasionado el semblante, vio que el ejecutor ponía la soga alrededor del cuello de un joven que, postrado de rodillas, afirmaba su inocencia y suplicaba que le perdonaran la vida. Los guardias lo levantaron con brusquedad y le cubrieron la cabeza con un saco.

—Déjanos, Iolanthe —ordenó Ariakas tras una pausa—. Tengo que hablar con la Señora del Dragón.

La hechicera asestó una mirada torva a Kitiara y después, con los sedosos ropajes ondeando tras ella, abandonó la sala. Al salir cerró de un portazo. Para entonces, Kitiara ya había recobrado el control de sí misma.

—La dama no parecía complacida. Me temo que esta noche dormirás en un lecho frío, milord.

—No ha nacido la mujer que me diga «no» a mí, Kitiara —repuso Ariakas, imperturbable—. Tú lo sabes, y deja de toquetear ese puñal escondido que llevas. Estoy convencido de que eres la persona adecuada para manejar este asunto con Crownguard. Una vez hayas cumplido esta misión, que, siempre y cuando la lleves a cabo bien, no debería ocuparte mucho tiempo...

—Ya tengo varias ideas al respecto, milord —lo interrumpió Kitiara.

—Bien. Después de eso, quiero que vueles a Haven y regreses aquí para presentarme un informe sobre esa situación caótica del Ala Roja.

Kitiara, a la que el Ala Roja le importaba un bledo, estaba a punto de argumentar contra esa orden cuando una idea repentina se abrió paso en su mente. Haven estaba cerca de Solace. Volver a los sitios por los que se había movido antaño podría resultar muy interesante.

—Estoy a tu disposición, milord —dijo.

—Después de eso, viajarás al límite del glaciar. No me fío de ese hechicero elfo. El hecho de que de pronto haya «recordado» que tenía un Orbe de los Dragones en su poder me parece preocupante.

Ariakas se acercó a ella y se puso a su lado. Los dos vieron abrirse la trampilla del patíbulo y al joven precipitarse hacia su muerte. Por desgracia para él, la caída no le rompió el cuello y se retorció y se sacudió en el extremo de la cuerda durante un tiempo.

—Ah, mira, un zapateador —comentó el emperador, divertido.

Kitiara estuvo mirando hasta que el cuerpo se quedó inmóvil y colgó, retorcido, en el aire. Sabía que Ariakas tenía más cosas que decir, así que esperó que dijera lo que fuera.

—Ésta es la razón principal de que haya aceptado el plan de Iolanthe de que ese caballero robe el Orbe de los Dragones. No quiero que esté en poder de Feal-Thas.

—Podría quitárselo yo —sugirió Kitiara.

—Tampoco quiero que esté en tu poder —repuso él a la par que la miraba con frialdad.

Kitiara esbozó una leve sonrisa y observó a los soldados que descolgaban el cadáver del patíbulo y preparaban la soga para el siguiente hombre de la fila.

—Habiendo dejado eso claro, no quiero que Feal-Thas crea que no confío en él —prosiguió Ariakas—. Es útil para ciertas cosas. No sé de nadie más al que pudiera convencer para que viviera en ese páramo helado. Habrás de ir con tiento en tus tratos con él.

—Por supuesto, milord.

—En cuanto al Orbe de los Dragones, una vez que el tal Crownguard deje de serme útil, habrá que deshacerse de él y el orbe me lo quedaré yo. ¿Te das cuenta de lo ingenioso que es este plan?

—Sí, milord —respondió, anuente. Fuera, en el exterior del recinto, los guardias arrastraban escalones arriba al siguiente condenado de la fila. Kitiara se apartó de la ventana—. Necesitaré tus órdenes por escrito para Feal-Thas o el elfo no me creerá.

—Por supuesto. Las tendrás por la mañana. Pásate por aquí antes de partir.

—¿Sabes dónde puedo encontrar a Crownguard, milord? Creo recordar que destruí su castillo hace algún tiempo...

—Según mis espías se encuentra en la isla de Sancrist, acogido en el castillo Wistan. Sin embargo, se va de allí para regresar a Palanthas.

Kitiara miró a Ariakas con expresión de incredulidad.

—¡Eso es territorio enemigo, milord!

—Una misión peligrosa, Kit, lo sé —admitió el emperador, imperturbable—. Por eso te elegí a ti.

Kitiara tenía la sensación de que había más motivos. Hasta hacía unos minutos tenía planeado enviar a Iolanthe a Solamnia, y Ariakas no era de los que obraban por impulso. Tenía una buena razón para hacer el cambio. Inquieta, la guerrera se preguntó cuál sería. ¿Se habría delatado a sí misma? ¿Le habría hecho sospechar que planeaba desobedecerle y atacar la Torre? Repasó lo que había dicho y lo que había hecho y decidió que no. No, simplemente debía de estar enfadado con ella por presionarle con el asunto de la Torre del Sumo Sacerdote.

Concluidos los asuntos a tratar entre ellos, Kitiara pidió permiso para marcharse. Los dos se despidieron con cordialidad.

—Una cosa que me gusta de ti, Kitiara —le dijo Ariakas cuando ella se dirigía a la puerta—, es que aceptas la derrota como un hombre. Nada de enfurruñarte ni poner mal gesto porque no te has salido con la tuya. Mantenme informado de cómo te van las cosas.

Kitiara estaba tan absorta en sus pensamientos cuando se fue que no reparó en que en la puerta de otro cuarto se entreabría una rendija ni vio los brillantes ojos violeta, maquillados con kohl y oscurecidos por la sombra de las espesas pestañas, que la observaban.

Los ogros le devolvieron la espada y el cuchillo que guardaba en una bota. A diferencia de Grag, las manos no le temblaron mientras se abrochaba la hebilla del cinturón, pero sí que experimentó una sensación de alivio similar. Eran pocos los que no sentían alivio cuando salían vivos de una audiencia con Ariakas.

—¿Quieres saber la dirección de la taberna más próxima? —preguntó el ogro mientras le tendía la espada.

—Gracias, ya sé dónde es —contestó Kitiara.

3

La Posada El Escudo Roto. Magia de plata

Iolanthe esperó hasta que vio a Kitiara echar a andar calle abajo y después volvió con Ariakas. El emperador estaba sentado al escritorio y escribía el despacho prometido. Iolanthe se acercó a él, posó las manos en los anchos hombros y le dio masajes en el cuello.

—Podría mandar que viniera tu escriba, milord...

—Cuantas menos personas estén enteradas de esto, mejor —contestó Ariakas. Escribía deprisa y en mayúsculas para que no hubiese posibilidad de interpretar mal sus palabras.

Iolanthe, asomada por encima de su hombro, vio que escribía acerca del Orbe de los Dragones.

—¿Por qué ese cambio en los planes, milord? —preguntó la hechicera—. ¿Por qué enviar a la Señora del Dragón a Solamnia en vez de a mí? Teníamos todo esto hablado...