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—Como le he dicho a Kitiara, es más idónea para esta misión. Ya se le ha ocurrido un plan.

—Me da la impresión de que tiene otros motivos, milord. —Iolanthe metió los brazos por debajo de la armadura de cuero y deslizó las manos por el pecho desnudo del hombre, que no dejó de escribir.

—La Señora del Dragón estaba elucubrando algún ardid para obviar mis órdenes y atacar la Torre del Sumo Sacerdote.

La hechicera se acercó más para que el cabello rozara la espalda del hombre y así le llegara su perfume.

—Continúa —susurró.

—Cedió demasiado pronto, sobre todo cuando mencioné que la mandaría a Haven. Me oculta algo.

La voz de Ariakas sonó áspera, endurecido el tono.

—Todos tenemos secretos, milord —dijo Iolanthe, y le besó la oreja.

—Quiero saber el suyo.

—Puede hacerse —comentó la hechicera.

—Pero ella no debe sospechar nada.

—Eso ya será más difícil. —Iolanthe se quedó pensativa un momento—. Hay un modo, pero he de tener acceso a su cuarto. ¿En qué barracón se aloja?

—¿Kitiara en un barracón? —El emperador soltó una risita burlona al imaginar tal cosa—. ¿Dormir en un catre habiendo una posada cómoda en la ciudad? Haré averiguaciones y te informaré.

Asió a Iolanthe por las muñecas, tan fuerte que le hizo daño, y con un seco tirón la alzó en vilo y la tendió encima del escritorio, delante de él. Se inclinó sobre la mujer, a la que sujetaba los brazos firmemente.

—Haces un buen trabajo para mí, Iolanthe.

Ella alzó los ojos hacia el emperador con una mirada límpida y sonrió, entreabiertos los labios. Ariakas se apretó contra la mujer al tiempo que palpaba debajo de la falda.

—Es un placer para mí, milord —susurró Iolanthe.

Acabado el episodio con Ariakas, Iolanthe se arregló las ropas, se echó sobre los hombros una capa negra y discreta y se cubrió la cabeza con la capucha. Las runas marcadas con puntadas de hilo dorado en la prenda la señalaban como una hechicera y servían de advertencia a cualquiera que pudiera intentar molestarla. Las calles de Neraka eran estrechas, malolientes, sucias y peligrosas. Los soldados de la Reina Oscura dirigían la ciudad y se consideraban con derecho a apropiarse de cualquier cosa o cualquier persona que quisieran, y puesto que Ariakas fomentaba la rivalidad entre los comandantes, las tropas se enzarzaban de continuo en reyertas que sus superiores podían decidir si ponerles fin o no.

Además, los devotos seguidores de Hiddukel, dios de los ladrones, siempre estaban disponibles para dar la bienvenida a visitantes y peregrinos en el Templo de la Reina de la Oscuridad, liberándolos píamente de cualquier carga, como por ejemplo la de sus bolsas de dinero. Criminales de todo tipo encontraban refugio seguro en Neraka, al menos hasta que los cazadores de recompensas daban con su rastro.

Aun así, a despecho de su condición de ciudad sin ley, Neraka medraba y crecía. La guerra iba bien y sus habitantes estaban en el bando ganador. El botín obtenido en saqueos tras las victorias entraba a raudales en la urbe. Las tiendas de empeño estaban repletas de oro y joyas, artículos de plata y cristal, pinturas y muebles saqueados de las tierras conquistadas de Silvanesti, Qualinesti, Abanasinia y regiones orientales de Solamnia. Cautivos humanos y elfos abarrotaban los mercados de esclavos, y eran de tal calidad que acudían compradores de lugares tan lejanos como Flotsam, al otro lado del continente.

Una calle entera estaba dedicada a tiendas que traficaban con artefactos, libros, pociones y pergaminos mágicos robados. Muchos eran falsos, así que había que saber lo que se tenía entre manos a la hora de comprar. Una poción vendida con garantía de proporcionar una buena noche de sueño podría resultar en que uno no despertara jamás. Los artefactos sagrados eran más difíciles de encontrar. Una persona dedicada al comercio de tales objetos tenía que ir al Templo de la Reina de la Oscuridad, y el acceso al interior del recinto amurallado estaba restringido a los que tenían algún asunto que tratar allí y podían demostrarlo. Puesto que el templo era un lugar prohibido y los clérigos oscuros, servidores de Takhisis, no se mostraban predispuestos a dar la bienvenida a los visitantes, el tráfico de artefactos sagrados no era pujante.

Iolanthe tenía su casa en Ringlera de Magos, una calle de tiendas y viviendas situadas fuera del recinto amurallado del templo. Como recién llegada —relativamente— que era, Iolanthe tenía alquilada una vivienda minúscula encima de una tienda de artículos mágicos. Encontrar alojamiento en Neraka no era fácil y la mujer pagaba una suma exagerada por tres habitaciones pequeñas. Aun así, no se quejaba. Se consideraba afortunada de tener una casa. La ciudad estaba tan abarrotada que muchos se veían forzados a dormir en la calle o apretujarse hasta seis en una habitación de una casa mugrienta.

Hija de una familia acomodada de Khur, cuando tenía quince años Iolanthe había deshonrado a su familia al rehusar casarse con el hombre de cuarenta años que le habían elegido. Cuando intentaron obligarla a celebrar el matrimonio, robó el dinero y las joyas que habrían sido su dote y escapó a la capital de Khuri-Khan. Teniendo que ganarse la vida de algún modo, pagó a un mago itinerante para que le enseñara el arte.

Finalmente, su prometido la localizó y la violó en un intento de obligarla a casarse con él. Iolanthe lo mató pero, por desgracia, no acabó con su sirviente, que regresó para contárselo a la familia, y ésta juró vengarse. Iolanthe se encontró envuelta en una enemistad de sangre; su vida en Khur no valía nada.

Su maestro de magia pidió permiso para que se le diera asilo en la Torre de Wayreth, y allí se la aceptó como pupila de la famosa hechicera Ladonna. Iolanthe demostró ser una estudiante dotada.

A los veintiséis años, la joven se sometió a la temida Prueba en la Torre de la Alta Hechicería, de la que salió trémula de miedo pero sin sufrir percances para ser confirmada como una Túnica Negra. Considerando que una vida de estudio en la Torre era poco lucrativa además de aburrida, Iolanthe buscó un lugar donde plantar la semilla de su ambición. La mugre y la miseria de Neraka le proporcionaron un terreno fértil.

Los clérigos de la Reina Oscura no recibían con los brazos abiertos a los hechiceros y, en consecuencia, al poco de llegar a Neraka Iolanthe estuvo al borde de morir de inanición. Obtuvo dinero bailando las exóticas danzas de su país en una taberna, y allí tuvo la suerte de despertar el interés de lord Ariakas. El hombre la metió en su lecho esa misma noche, y cuando descubrió que era hechicera la contrató como su maga personal. La semilla de Iolanthe estaba plantada, y aunque en otro momento se habría contentado con un árbol pequeño, ahora vislumbraba todo un bosque.

Había dejado atrás el sector Azul y se dirigía a Ringlera de Magos cuando un soldado hobgoblin, que al parecer había ingerido suficiente aguardiente para impedirle ver con claridad, la asió y, echándole el aliento apestoso a la cara, trató de besarla. Iolanthe pronunció una palabra mágica y tuvo la satisfacción de ver que al asaltante se le ponía de punta todo el pelo y los globos oculares casi se le salían de las órbitas al tiempo que la descarga le zarandeaba el corpachón. Los compañeros del hobgoblin se retorcieron de risa mientras él se desplomaba en el fango, sacudido por convulsiones.

Iolanthe llegó a su casa sin más percances. Retiró el cierre mágico, entró en su pequeña vivienda y se dirigió directamente a la librería. Buscó entre los libros hasta dar con el que necesitaba: Conjuros de adivinación y visualizarían a distancia con especial énfasis en el uso adecuado de los ingredientes. Se sentó ante el escritorio y empezó a pasar las páginas para encontrar un hechizo. Los que vio eran demasiado difíciles para que los ejecutara ella o requerían ingredientes poco corrientes que le sería imposible adquirir a tiempo. Empezaba a sentirse desalentada cuando, por fin, dio con uno que encajaría. Conllevaba cierto peligro, pero Iolanthe decidió que la posibilidad de tener ascendiente sobre Kitiara Uth Matar merecía correr ese pequeño riesgo.