Iolanthe bajó la oscura y estrecha escalera que conducía desde su vivienda a la tienda del piso bajo. Encontró al anciano propietario encaramado en la banqueta situada detrás del mostrador; tomaba un té fuerte mientras observaba a la gente que pasaba por la calle al otro lado del escaparate.
El nombre del viejo era Snaggle y era mestizo, aunque tenía tantas arrugas y estaba tan consumido que era imposible discernir de qué dos razas. Él afirmaba que no era hechicero, aunque sabía tanto de las artes arcanas que, para sus adentros, Iolanthe dudaba que eso fuera cierto. Era conocido por la calidad de su mercancía. No era necesario estar pendiente de si se compraba sangre de cordero que llevara en la estantería tres meses ni plumas de corneja que se hicieran pasar por cálamos de cuervo. Snaggle tenía un talento natural para adquirir artefactos extraños y valiosos y el emperador en persona hacía visitas frecuentes a la tienda de artículos de magia para ver qué artículos nuevos habían entrado.
Snaggle era amigo de Iolanthe, además de su casero, ya que la hechicera le había alquilado la vivienda de arriba al viejo. Él la recibió con una sonrisa desdentada y la oferta de un té, algo que sólo hacía con clientes privilegiados.
—Gracias, amigo mío —contestó la mujer con una sonrisa. Le caía bien el anciano y ese sentimiento era compartido. Aceptó la infusión y la bebió a sorbitos, con delicadeza.
—Busco un cuchillo —dijo.
La tienda de artículos de magia estaba limpia y ordenada, algo poco habitual en ese negocio. La mayoría de las tiendas semejaban nidos de urraca. Todos los artículos de Raigón estaban guardados en recipientes etiquetados y en cajas colocadas con esmero una sobre otra en estantes que llegaban hasta el techo. No había nada expuesto ni a la vista. Las cajas se guardaban detrás del extenso mostrador que ocupaba todo el largo de la tienda. Snaggle no permitía a ningún cliente pasar detrás del mostrador, regía que hacía cumplir a rajatabla. A tal fin, se valía de un bastón de aspecto extraño que, según él, poseía poderes letales.
El cliente le explicaba al anciano lo que él o ella creía que necesitaba y Snaggle se bajaba de la banqueta, dejaba la infusión y cogía la caja apropiada, cada una de ellas etiquetada con un código que sólo él conocía.
—¿Qué clase de cuchillo? —preguntó el anciano a Iolanthe—. ¿Uno para protección, para trocear y cortar ingredientes o uno para realizar sacrificios rituales...?
—Uno de adivinación y visualización a distancia —contestó la mujer, que explicó para qué servía.
Snaggle se quedó pensativo un momento, fruncido el entrecejo, y después se bajó de la banquera, agarró una escalera de mano que se desplazaba por el suelo sobre ruedas y la llevó frente al estante adecuado. Trepó ágilmente hasta la mitad de la altura, más o menos, sacó una caja, la depositó sobre el mostrador y levantó la tapa.
Dentro había un surtido de cuchillos colocados de forma ordenada. Algunos eran de plata, otros de oro y unos cuantos de acero. Algunos eran grandes y otros pequeños. Algunos tenían mangos enjoyados y otros eran sencillos, sin adornos. Todos llevaban runas grabadas en la hoja.
—Este es muy bonito —dijo Snaggle. Sacó uno de oro adornado con diamantes y esmeraldas en la empuñadura.
—Pero el precio está fuera de mi alcance —contestó Iolanthe—. Además es muy grande y pesado al ser de oro. Mi afinidad es con la plata.
—Cierto —convino el anciano—. Lo había olvidado. —Advirtió que la mirada de la hechicera se detenía en un puñal esbelto que había cerca de la parte trasera de la caja y reaccionó con prontitud—. Y también tienes buen ojo, Iolanthe. Éste es como tú: delicado en apariencia, pero muy poderoso.
Sacó el arma y la puso en la mano de la mujer. La empuñadura era de plata y de hechura sencilla, rematada con bandas en zigzag de madreperla. La hoja era aguzada y las runas que llevaba grabadas semejaban una intrincada telaraña. Iolanthe sopesó el puñal. Era ligero y le encaja bien en la mano.
—Fácil de ocultar —dijo Snaggle.
—¿Cuánto? —preguntó Iolanthe.
El viejo le dio un precio y ella aceptó. Entre ellos nunca había regateos. La mujer sabía que él le ofertaría el precio más bajo desde el principio y el viejo sabía que la mujer era una compradora astuta que no pagaría ni un céntimo más de lo que valiera un objeto.
—Te hará falta cedro para quemarlo —dijo Snaggle mientras ella se guardaba el puñal en la manga ajustada del vestido.
—¿Cedro? —Iolanthe alzó la vista hacia el viejo, sorprendida—. Las instrucciones del conjuro no lo mencionan.
—Confía en mí. El cedro funciona mejor. Espera un momento, que voy a guardar esto.
Puso la tapa en la caja de los cuchillos, subió la escalera de mano, colocó la caja en su sitio y después se impulsó para desplazar la escalera por el suelo, aún subido a ella, hacia otra estantería. Abrió una caja, sacó unas ramitas del largo de su dedo índice y se bajó al suelo.
—Y añade un pellizco de sal marina —agregó mientras ataba los palitos en un compacto haz con un trozo de cuerda.
—Gracias, amigo mío. —Iolanthe iba a marcharse cuando un draconiano baaz que lucía el emblema de lord Ariakas entró en la tienda.
—¿En qué puedo ayudar al señor? —preguntó Snaggle.
—Busco a Iolanthe, la bruja —repuso el baaz—. Me envía lord Ariakas.
Snaggle miró a la mujer para hacerle entender que admitiría conocerla o diría que jamás la había visto, dependiendo de la seña que le hiciera, pero la hechicera le ahorró la molestia.
—Yo soy Iolanthe.
—Tengo la información que buscabas, señora. —El baaz le hizo una reverencia—. El Escudo Roto, habitación dieciséis.
—Gracias —contestó ella.
El baaz saludó llevándose el puño al pecho, giró sobre los escamosos talones y se marchó.
—¿Otra taza de infusión? —preguntó Snaggle.
—No, gracias, amigo mío. Tengo que ocuparme de un cometido antes de que oscurezca.
Iolanthe salió de la tienda. A pesar de la confianza en su capacidad para defenderse por sí misma de día, sabía bien que era peligroso recorrer las calles de Neraka sola después de oscurecer, y tenía que visitar El Escudo Roto.
La Posada de El Escudo Roto, como se llamaba el establecimiento, se hallaba ubicada en el distrito del cuartel general del Ala Blanca y era uno de los edificios más grandes y más antiguos de Neraka. Daba la impresión de que lo hubiese hecho un chiquillo con piezas de construcción poniendo unas sobre otras. La posada empezó siendo una choza de una sola habitación que ofrecía comida y bebida a los primitivos peregrinos oscuros que llegaban para rendir culto en el templo. Al crecer su popularidad, la choza añadió otra habitación y pasó a llamarse «taberna». La taberna agregó más habitaciones y se denominó «fonda». La posada emprendió el proyecto de levantar toda un ala de cuartos y ahora se enorgullecía de calificarse como «taberna, fonda y casa de huéspedes».
El Escudo Roto gozaba de las preferencias de mercenarios, peregrinos y clérigos de Neraka, principalmente por el hecho de que se admitían «sólo humanos». No se permitía el acceso a otras razas, en especial a draconianos, goblins y hobgoblins. Los propios clientes habituales cuidaban de que se respetara esa norma y se ocupaban de que «dracos» y «hobos y gobos» fueran a beber a El Troll Peludo.
La posada estaba a tope esa noche, repleta de soldados hambrientos que habían terminado su turno de guardia. Iolanthe había cambiado sus ropas de seda por los sencillos ropajes negros de una peregrina oscura. Con el rostro totalmente cubierto por el velo, esperó fuera hasta que un grupo de peregrinos oscuros entró en fila a la posada. Se unió a ellos y entraron juntos en el establecimiento.
Localizó a Kitiara inmediatamente. La Señora del Dragón estaba sentada sola a una mesa donde tomaba la cena con rapidez y bebía una jarra de cerveza. Los peregrinos se separaron y se sentaron a varias mesas, repartidos en grupos de dos o tres. Nadie pareció prestar atención a Iolanthe.