La hechicera vio que Kitiara apartaba el plato vacío y se sentaba recostada en la silla, con la jarra en las manos. La guerrera estaba seria, absorta en sus pensamientos. Un mercenario joven y atractivo, de largo cabello rubio y con una cicatriz irregular en una mejilla, se acercó a su mesa. Aparentemente, Kitiara no reparó en él. El mercenario empezó a retirar una silla para sentarse, pero Kitiara plantó la bota encima del asiento.
—Esta noche no, Trampas —dijo la Señora del Dragón al tiempo que negaba la cabeza—. No tendrías una buena compañía conmigo.
—Oh, venga, Kit —empezó el joven en tono persuasivo—, al menos déjame que te invite a una cerveza.
Ella no movió el pie y no había otra silla.
Trampas se encogió de hombros y siguió su camino. Kitiara apuró la cerveza de un largo trago. El tabernero le llevó otra jarra, la dejó delante de la mujer y retiró el recipiente vacío. Kit se bebió también ésa y siguió rumiando para sus adentros. Iolanthe intentó adivinar qué sería lo que estaba pensando. La guerrera no parecía irritada ni enfadada, de modo que no podía estar dándole vueltas a la reprimenda de Ariakas. Su gesto era introspectivo, y aunque miraba la jarra de cerveza se notaba que no la veía. De vez en cuando sonreía. Daba la impresión de estar recordando, rememorando viejos tiempos, evocando momentos felices.
—Qué interesante —murmuró entre dientes Iolanthe. Repasó la conversación que había oído a escondidas entre la mujer y Ariakas. Habían hablado de otros tiempos, de la época en la que Kit vivió en Solace. Habían comentado algo sobre su hermano el mago, pero a juzgar por la calidez de su sonrisa y el destello en los ojos oscuros, Kitiara no estaba pensando en enfermizos hermanos pequeños.
»Mi señor tenía razón. Tienes secretos —musitó Iolanthe—. Secretos peligrosos.
Kitiara echó un buen trago de cerveza y, arrellanándose cómodamente en la silla, puso los dos pies en el asiento de la que tenía enfrente; así dejaba claro a todos los que estaban en la taberna que quería estar sola esa noche.
—Estupendo —murmuró la hechicera. La presencia de un amante habría representado un serio inconveniente.
Iolanthe se levantó y fue al abarrotado mostrador donde los soldados pedían cerveza, aguardiente enano, vino o aguamiel o una mezcla de varios. Los que servían en el mostrador, con la cara congestionada y sudorosa, se afanaban yendo de un lado para otro para atender a todos con rapidez. Los soldados eran escandalosos y broncos, gritaban insultos a los camareros y toqueteaban a las camareras, que, al estar acostumbradas a la grosera muchedumbre, respondían en consonancia. Iolanthe se abrió paso a empujones. Al ver a una peregrina oscura, los soldados se retiraron con presteza y, aunque rezongando, le abrieron paso respetuosamente. Un hombre tenía que estar borracho como una cuba para atreverse a insultar a una sacerdotisa de su Oscura Majestad.
—¿Qué deseas, venerable? —preguntó uno de los agobiados camareros que sostenía tres jarras espumosas en cada mano.
—La llave de mi cuarto, por favor —contestó Iolanthe—. Habitación dieciséis.
El camarero soltó las jarras en las manos de varios clientes y después se volvió hacia los ganchos donde estaban colgadas las llaves, cada cual con un número atado. Mientras, los soldados lo maldecían por su lentitud, y él respondió de igual modo a la par que agitaba el puño. Encontró la número dieciséis, la cogió y la lanzó por encima del mostrador. Iolanthe la atrapó al vuelo con agilidad. Llave en mano, subió la escalera que conducía a las habitaciones del primer piso.
Hizo un alto en el oscuro pasillo y echó un vistazo a la taberna desde la galería. Kitiara seguía sentada en el mismo sitio, todavía con la mirada prendida en la jarra de cerveza medio llena. Mirando el número de las puertas, la hechicera siguió pasillo adelante hasta dar con la que buscaba; abrió con la llave y entró.
El yelmo astado de color azul de un Señor del Dragón yacía en un rincón, donde Kit lo había dejado junto con varias piezas más de la indumentaria de un jinete de dragón. La armadura se había diseñado de manera especial y la había bendecido la Reina Oscura. Además de resguardarlo del fuerte viento que azotaba al jinete montado en un dragón, también lo protegía de las armas del enemigo. Aparte de la armadura y una cama, el cuarto estaba vacío. Por lo visto Kitiara viajaba ligera de equipaje.
Iolanthe no prestó atención a los objetos de la habitación y recorrió con la mirada el aposento en sí para memorizarlo. Segura de poder visualizarlo cuando quisiera, cerró la puerta y echó la llave. Bajó a la taberna para devolvérsela al camarero, pero al verlo atareado la dejó en el mostrador y se marchó.
Echó una ojeada hacia atrás y comprobó que Kitiara seguía sentada a la mesa, sola, con otra jarra llena. Por lo visto pensaba ahogar los recuerdos en cerveza.
Iolanthe estaba sentada en su pequeña sala y estudiaba el conjuro a la luz de la lumbre. A su lado ardía de forma regular una vela con las horas marcadas en la cera, de manera que el paso del tiempo las derretía una tras otra. Cuando hubieron pasado seis horas, Iolanthe consideró que era el momento adecuado. Cerró el libro de hechizos, tomó otro y lo llevó al laboratorio.
Vestía sus ropajes mágicos, una gruesa túnica de color negro, sin adornos, para fundirse con la noche.
Colocó el segundo libro en la mesa. Este libro no tenía nada que ver con la magia. Se titulaba Historia de Ansalon desde la Era de los Sueños hasta la Era del Poder con anotaciones del autor, un erudito Esteta de la respetada Biblioteca de Palanthas. El libro más aburrido que uno pueda imaginarse, de los que acumulan polvo en una estantería porque nadie los elige por gusto. Justo lo que buscaba quien lo hizo, ya que en realidad no era un libro, sino una caja. Iolanthe tocó la letra «E» de «Esteta» y la portada, que era la tapa de la caja, se alzó con un suave chasquido.
Un tarro de cristal que cerraba un tapón sellado con cera y ribeteado con filigrana dorada descansaba en el hueco recortado en las «páginas». Junto al tarro, en otro hueco más pequeño, había un pincel hecho con pelos de la melena de un león.
Iolanthe sacó el tarro con cuidado, lo puso sobre la mesa, rompió el sello de cera y extrajo el tapón de corcho. La sustancia contenida en el tarro era densa y viscosa, como azogue, y rielaba con la luz. Aquélla era la posesión más valiosa de la hechicera, un regalo que le hizo Ladonna, portavoz de la Orden de los Túnicas Negras, al acabar con éxito la Prueba. La sustancia tembló cuando Iolanthe transportó el tarro y el pincel a una parte del cuarto que ocultaba una cortina gruesa.
La hechicera apartó la cortina y la dejó caer tras ella. En esa zona no había absolutamente nada, ni muebles ni cuadros colgados en la pared de yeso encalado. Iolanthe dejó el tarro en el suelo, mojó el pincel en la sustancia plateada y, empezando a nivel del suelo, trazó una línea recta pared arriba hasta igualar su altura. Pintó otra línea en perpendicular a la primera y después añadió una tercera hasta el suelo. Hecho esto, volvió a poner el tapón con cuidado en la boca del tarro. Vertió cera derretida sobre el corcho y lo dejó a un lado para que se endureciera. Comprobó que el pequeño puñal de plata seguía metido en la manga de la túnica y después volvió al hueco oculto tras la cortina.
La hechicera se quedó frente a las tres líneas pintadas en la pared y pronunció las palabras mágicas requeridas. La sustancia plateada resplandeció en la pared con tanta intensidad que la deslumbró. Durante un instante lo único que vio fue una brillante luz blanca. Evocó una imagen de la habitación en la posada El Escudo Roto y se obligó a mirar fijamente la intensa luz.