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Kitiara sacó a rastras los pesados arreos de los matojos donde los había guardado a buen recaudo. Skie detestaba los arreos, como cualquier otro dragón que tuviera amor propio. Para Skie, la palabra «arreos» era tanto como decir «caballo», y si consentía en llevar puesto ese aparejo, era sólo para garantizar la seguridad de su amazona. Algunos jinetes subían a sus monturas con la idea equivocada de que podían usar los arreos para guiar y controlar al dragón. Todos los dragones sacaban en seguida de su error a los jinetes.

Dragón y jinete trabajaban mejor si lo hacían en equipo. Tenían que confiar plenamente el uno en el otro, ya que su vida dependía del compañero. Llegar a tener esa confianza no era fácil para la mayoría de dragones y jinetes, en especial los dragones cromáticos, que no eran dados a confiar en nadie, ni siquiera entre ellos mismos. Los dragones azules habían resultado ser las mejores monturas hasta el momento, ya que los de su clase tendían a ser más gregarios y sociables que sus otros congéneres y trabajaban mejor con los humanos. Pese a ello, siempre llegaba un momento en la relación de cualquier dragón con su jinete en el que el primero tenía que demostrar al segundo quién mandaba realmente. Con frecuencia, esto lo hacía el dragón dando media vuelta en pleno vuelo y dejando caer al jinete en un lago.

Skie aún recordaba riendo para sus adentros la vez que se lo había hecho a Kit. La mujer iba vestida con armadura completa y se había hundido como una piedra. Skie había tenido que zambullirse en el agua tras ella y sacarla medio ahogada. El azul había creído que Kitiara estaría furiosa, pero cuando la guerrera dejó de escupir agua rompió a reír. Admitió que él tenía razón y que ella se había equivocado. Después de aquello jamás volvió a intentar imponer su voluntad en contra de los deseos del azul.

Lo primero que Kitiara había aprendido de Skie era que el combate aéreo no tenía nada que ver con las batallas que se libraban en el suelo. En el aire, un humano tenía que aprender a pensar y a luchar como un dragón. Esa reflexión hizo recordar a Skie el resto de las noticias que tenía.

—Corre el rumor de que los dragones de colores metálicos entrarán en liza muy pronto —dijo el azul—. Si tal cosa ocurre, las victorias de Ariakas podrían acabar. Esos metálicos son nuestros iguales, equipados con armas de aliento mortífero y magia poderosa.

—¡Bah! No me lo creo —dijo Kit al tiempo que negaba con la cabeza—. Los metálicos han hecho el juramento de no entrar en guerra. No se atreverán, al menos mientras tengamos como rehenes sus preciados huevos.

—Los dos sabemos lo que está pasando con esos huevos y algún día los metálicos lo descubrirán. Algunos empiezan ya a albergar sospechas. Se rumorea que uno conocido por el nombre de Lucero de la Tarde va por ahí haciendo preguntas sobre los draconianos. Cuando los dorados y los plateados descubran la verdad, entrarán en guerra... ¡buscando venganza!

»Lo que me recuerda una cosa. Supongo que te has enterado de que Verminaard ha muerto —añadió Skie de improviso.

—Sí, me he enterado —contestó Kitiara.

Skie la ayudó a ponerse los arreos que se ajustaban al cuello, al torso y las patas delanteras. Por lo menos Kitiara no insistía en usar una de las incómodas y molestas sillas de dragón. Montaba a pelo, colocada delante de las alas.

—¿Te hablaron de cómo murió realmente? —preguntó Skie, que estaba charlatán—. ¡Nada de combatiendo a los enanos en el reino subterráneo, como nos quisieron hacer creer, sino de forma ignominiosa, a manos de esclavos!

—El comandante draconiano dijo que lo mataron unos asesinos... —dijo Kit, que añadió con una risita burlona:— Cuando murió, un aurak se disfrazó como Verminaard. Muy inteligente por su parte.

—A los dragones que sirvieron a las órdenes de ese pequeño bastardo escamoso no los engañó —comentó el azul en tono despectivo.

—No te gustan los draconianos —observó la mujer mientras subía a lomos de Skie.

—No nos gustan a ningún dragón —repuso, iracundo—. Son una perversión, una abominación. No puedo creer que su Oscura Majestad permitiera semejante atrocidad.

—Entonces es que no la conoces —dijo la mujer, que echó una ojeada en derredor y después añadió en voz baja—: Sugiero que cambiemos de tema. Nunca se sabe quién puede estar escuchando.

Skie mostró su conformidad con un gruñido.

—¿Adónde nos dirigimos? ¿De vuelta al campamento?

—¿Por qué? —preguntó Kitiara en tono seco—. No tenemos nada que hacer allí excepto beber, eructar y rascarnos. No nos van a permitir luchar. —Volvió a suspirar y después continuó—. Además, lord Ariakas me ha encomendado otra misión. Primero iremos a Palanthas...

—¿Palanthas? —repitió Skie, estupefacto—. Eso es territorio enemigo. ¿Qué asuntos requieren tu presencia en Palanthas?

—Voy de compras —contestó Kitiara, riendo.

Skie estiró el cuello para mirarla de hito en hito.

—¿De compras? ¿Qué vas a comprar?

—El alma de un hombre —repuso la guerrera.

5

El Código y la Medida. Una cita secreta

A sir Derek Crownguard no le gustaba ser un invitado en el castillo Wistan, pero el caballero no podía hacer mucho al respecto. Su feudo —un castillo fronterizo al norte de Solanthus— lo habían invadido las fuerzas de la Reina de la Oscuridad y, según le habían contado, lo habían reconstruido y ocupado tropas enemigas que ahora controlaban todo el este de Solamnia. El hermano menor de Derek había perecido en el ataque. Cuando se hizo evidente que el castillo iba a caer, Derek se había enfrentado a la elección de morir por una causa perdida o seguir vivo para volver algún día y reclamar las posesiones y el honor de su familia. Había huido junto con los amigos y tropas que habían sobrevivido. Envió a su esposa y a sus hijos a Palanthas a vivir con sus parientes mientras él viajaba a la isla de Sancrist, donde había pasado semanas discutiendo con sus compañeros de la caballería cuál sería la mejor forma de reclutar y organizar las fuerzas que expulsaran al enemigo de su tierra natal.

Derek había vuelto a Palanthas hacía poco, frustrado y contrariado porque sus planes los hubieran desbaratado reiteradamente hombres a los que, en su opinión, les faltaba valor, convicción y visión de futuro. En particular, Derek Crownguard despreciaba a su anfitrión.

—Gunthar se ha convertido en una vieja matrona, Brian —dijo Derek con gesto severo—. Cuando oye que el enemigo se ha puesto en marcha, grita «¡Oh, infausto día!» y se mete debajo de la cama.

Brian Donner sabía que era una acusación ridícula, pero también sabía que Derek, como algunos artefactos gnomos, tenía que soltar vapor para bajar la presión o de lo contrario reventaría y haría daño a los que hubiera a su alrededor.

Los dos caballeros eran de constitución y aspecto semejantes, de ahí que en ocasiones, quienes no los conocían, los tomaban por hermanos, relación que Derek se apresuraba a refutar porque los Crownguard pertenecían a una familia noble de rancio linaje mientras que los Donner venían de un tronco con menos raigambre. Los dos eran rubios y tenían ojos azules, como muchos solámnicos. El cabello de Derek, de un tono rubio un poco más oscuro, ya empezaba a encanecer, al igual que el bigote —el tradicional bigote largo y caído de un Caballero de Solamnia— ya que estaba más cerca de los cuarenta que de los treinta. La diferencia principal radicaba en los ojos. Los de Brian sonreían, en tanto que los de Derek destellaban.

—No coincido con los criterios de Gunthar, pero no es un cobarde, Derek —comentó Brian con tono apacible—. Es cauteloso. Tal vez demasiado...

—¡Su «cautela» me ha costado el castillo de Crownguard! —replicó Derek, furibundo—. Si Gunthar hubiera enviado los refuerzos que le pedí, habríamos resistido la acometida.

Brian tampoco estaba tan seguro de eso, pero era amigo de Derek y compañero de caballería, así que dio por buena aquella afirmación. Los dos revivieron la batalla por centésima vez, con Derek detallando lo que habría hecho si las tropas solicitadas hubiesen llegado. Brian escuchaba, paciente, y asentía a todo lo que Derek decía, como siempre.