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Los dos hombres ejercitaban a sus caballos en las praderas y los bosques que había fuera de las murallas de Palanthas. Estaban solos o, en caso contrario, Derek no habría hablado así; podía despreciar a lord Gunthar, pero la Medida exigía que un caballero apoyara a un superior de palabra y obra, y Derek, que dirigía cada momento de su vida según la Medida, nunca hablaba mal de Gunthar en público. Sin embargo, la Medida no decía nada sobre respetar y apoyar a un superior en la intimidad de los pensamientos de cada uno, de modo que Derek desfogaba su ira si estaba solo con un amigo, sin ser culpable de romper el código de conducta que debía gobernar las vidas de los Caballeros de Solamnia.

Derek y su amigo habían salido a galopar y se había alejado de la ciudad. Los dos habían regresado el día anterior de la reunión del Consejo de Caballeros en la isla de Sancrist, una junta que había devenido en una disputa a voces. Derek y sus simpatizantes abogaban por el envío de tropas a la guerra contra los ejércitos de los dragones de inmediato, en tanto que Gunthar y su facción proponían esperar hasta que las tropas estuvieran más entrenadas y mejor equipadas, además de sugerir que quizá deberían plantearse la posibilidad de fraguar una alianza con los elfos.

Ninguno de los dos bandos resultó tener peso suficiente para imponer su criterio; no se pudo decidir nada ni se emprendió acción alguna. Derek creía que lord Gunthar quería que la caballería estuviera dividida, ya que eso significaba que no se haría nada, y había abandonado la reunión furioso, tragándose palabras que un caballero jamás debía decirle a otro caballero. Aunque Brian no estaba completamente de acuerdo con Derek, había apoyado a su amigo y habían tomado el primer barco que zarpaba para cruzar el canal desde Sancrist a Palanthas.

—Si fuera Gran Maestre... —empezó Derek.

—... que no lo eres —señaló Brian.

—¡Pero debería serlo! —declaró Derek con vehemencia—. Lord Alfred es de esa opinión, así como los lores Peterkin y Malborough...

—Pero sólo uno de esos caballeros es miembro del Consejo Plenario y con derecho a voto... Eso, en el caso de que pudiera convocarse un Consejo Plenario, cosa imposible porque no hay suficientes miembros.

—La Medida simplifica los requisitos estipulados para formar un Consejo Plenario en circunstancias tan extremas como en la que nos hallamos ahora. Gunthar está obstaculizando deliberadamente su constitución porque sabe que si hoy se convocara el Consejo Plenario, se me elegiría Gran Maestre.

Brian tampoco estaba convencido de que ocurriera tal cosa. Su amigo contaba con partidarios, sí, pero incluso ellos tenían dudas sobre Derek igual que las tenían sobre Gunthar. El caballero de mayor edad no habría podido impedir la constitución de un Consejo Plenario si otros caballeros no hubieran estado de acuerdo en que se pusieran trabas. ¿La razón? Cautela. Todo el mundo era precavido en los tiempos que corrían. Pero Brian se preguntaba si la cautela no sería en realidad un sinónimo de «miedo» para enmascararlo.

Miedo... El hedor que soltaba olía a rancio en la sala del consejo. Miedo de que Solamnia cayera ante las fuerzas del ejército de los dragones. Miedo de que dejaran de ser los caballeros los que dirigieran Solamnia como lo venían haciendo desde tiempos de su fundador, Vinas Solamnus. Miedo del hombre que se hacía llamar «emperador de Ansalon». Y más que nada, miedo a los dragones.

Los ejércitos del enemigo tenían una clara y terrible ventaja sobre los caballeros: los dragones. Dos dragones rojos podían acabar con una fuerza de mil soldados en un visto y no visto. Brian sabía que el castillo de Crownguard habría caído aunque lord Gunthar hubiera enviado refuerzos. Probablemente Derek también lo sabía, pero tenía que seguir negándolo o no le quedaría más remedio que afrontar la cruda realidad: hicieran lo que hiciesen los caballeros, Solamnia acabaría cayendo. Jamás se alzarían con la victoria teniendo en contra un adversario tan abrumadoramente superior.

Los dos hombres cabalgaron en silencio un buen rato y dejaron que las monturas pastaran la hierba de finales de otoño que, con el cálido soplo de la brisa marina, aún seguía verde a pesar de que los árboles empezaban a perder sus colores otoñales con la caída de la hoja.

—Hay algo en esta guerra que me parece muy extraño —comentó Brian, rompiendo finalmente el largo silencio.

—¿A qué te refieres? —preguntó Derek.

—Dicen que los ejércitos de los dragones entran en combate entonando rezos e himnos a su oscura diosa. Me resulta chocante que las fuerzas del mal marchen bajo la bandera de la fe en tanto que nosotros, partidarios del bien, negamos la existencia de los dioses.

—¡Fe! —resopló Derek—. Querrás decir charlatanería supersticiosa. Falsos «clérigos» que realizan unos cuantos trucos efectistas a los que llaman «milagros», y los crédulos gimen y plañen y se postran con el feo rostro en el suelo en señal de pleitesía.

—¿Así que no crees que la diosa Takhisis haya vuelto al mundo y haya desencadenado esta guerra?

—Creo que han sido los hombres quienes la han desencadenado —contestó Derek.

—Entonces piensas que nunca hubo dioses —dijo Brian—. Ni en los viejos tiempos. Dioses de la Luz, como Paladine y Kiri-Jolith.

—No —fue la escueta respuesta.

—¿Y el Cataclismo?

—Un fenómeno natural, como un terremoto o un huracán —contestó Derek—. Los dioses no tuvieran nada que ver con eso.

—Huma creía en los dioses...

—¿Y quién cree en Huma hoy día? —inquirió Derek al tiempo que se encogía de hombros—. Mi hijo pequeño, por supuesto, pero sólo tiene seis años.

—Antes tampoco creíamos en los dragones —comentó Brian con gesto adusto.

Derek gruñó, pero no respondió nada.

—La Medida habla de la fe —continuó Brian—. El papel del Sumo Sacerdote es tan importante como el del Guerrero Mayor. En tiempos, los Caballeros de la Rosa, como tú mismo, podían lanzar hechizos divinos, o eso nos cuenta la historia. La Medida menciona que los caballeros del pasado se valían de sus plegarias para sanar a los heridos en combate.

Brian sentía curiosidad por ver cómo respondía su amigo a ese argumento. Derek estaba consagrado a la Medida, se sabía de memoria muchos fragmentos, regía su vida basándose en ella. ¿Cómo podría conciliar la exhortación de la Medida de que un caballero debía ser fiel a los dioses con su declarada falta de fe?

—He leído cuidadosamente la Medida con respecto a esto —dijo Derek—, y también he leído los escritos del eminente erudito sir Adrián Montgomery, quien hace hincapié en el hecho de que la Medida dice simplemente que un caballero debe tener fe. La Medida no dice que un caballero deba tener fe en los dioses ni tampoco menciona a ningún dios de forma específica, cosa que sin duda habrían hecho quienes la promulgaron si hubieran creído que los dioses eran un aspecto importante en la vida de un caballero. Sir Adrián afirma que cuando se habla de fe en la Medida, se refiere a tener fe en uno mismo, no en algún ser inmortal, omnipotente y omnisciente.

—¿Y si no se nombró a los dioses en la Medida porque a quienes la escribieron no se les ocurrió que fuera necesario hacerlo? —arguyó Brian.

—¿Te estás tomando esto a la ligera?

—Por supuesto que no —se apresuró a negar Brian—. Lo que quiero decir es: ¿Y si la existencia de los dioses y creer en ellos era algo tan sabido e incuestionable que a los escritores ni se les pasó por la cabeza que llegaría el día en el que los caballeros ni siquiera los recordarían? No era necesario mencionarlos específicamente porque todo el mundo los conocía.

—Es muy improbable —repuso Derek a la par que negaba con la cabeza.

—¿Y la curación? —persistió Brian, que no estaba tan seguro como su amigo—. ¿Explica sir Montgomery...?