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Lo interrumpió un grito que sonó a sus espaldas.

—¡Milord!

Los dos hombres se volvieron en las sillas para ver al jinete que galopaba calzada abajo mientras gritaba y agitaba un gorro que llevaba en la mano.

—Mi escudero —indicó Derek, que taconeó al caballo para salir a su encuentro.

—Milord, me encargaron que te buscara para entregarte esto —dijo el joven.

El escudero buscó debajo del cinturón de cuero y sacó una carta doblada que le entregó a su amo. Derek tomó el papel, leyó la misiva con rapidez y alzó la vista.

—¿Quién te dio esto?

El escudero se ruborizó, azorado.

—No estoy muy seguro, milord. Caminaba por el mercado esta mañana cuando de repente me metieron ese papel en la mano. Miré a mi alrededor inmediatamente para ver quién había sido, pero la persona había desaparecido entre el gentío.

Derek le entregó la nota a Brian para que la leyera. El mensaje era breve:

«Puedo hacerte Gran Maestre. Reúnete conmigo en El Yelmo del Caballero cuando se ponga el sol. Si recelas, puedes llevar a un amigo. También tendrás que llevar cien monedas de acero. Pregunta por sir Uth Matar y te conducirán a un reservado.»

Brian le devolvió la nota a Derek, que la releyó con el entrecejo fruncido en un gesto pensativo.

—Uth Matar —repitió Brian—. Me suena ese nombre, pero no se me ocurre por qué. —Lanzó una mirada de soslayo a su amigo.

Derek dobló el papel con cuidado y se lo guardó dentro del guante. Emprendieron galope en dirección a Palanthas y el escudero se puso detrás de ellos.

—Derek, es una trampa... —dijo Brian.

—¿Con qué propósito? —preguntó—. ¿Asesinarme? La nota dice que puedo llevar a un amigo para prevenir esa contingencia. ¿Robarme? Aligerarme la bolsa del dinero sería mucho más seguro y más fácil asaltándome en un callejón oscuro. El Yelmo del Caballero es un establecimiento serio...

—¿Por qué arreglar un encuentro en una taberna, Derek? ¿Qué caballero haría tal cosa? Si ese tal sir Uth Matar te quiete hacer una propuesta lícita ¿por qué no va a visitarte a tu residencia?

—Quizá porque quiere evitar que lo vean los espías de Gunthar —dijo Derek.

Brian no podía permitir que semejante acusación se quedara como si tal cosa. Echó un vistazo hacia atrás, al escudero, para asegurarse de que el muchacho no podía oírlos y después habló con discreta intensidad.

—Lord Gunthar es un hombre con honor y nobleza, Derek. ¡Antes se cortaría una mano que espiarte!

Derek no hizo comentarios.

—¿Vas a acompañarme esta noche, Brian, o habré de buscar en otra parte un amigo de verdad que me cubra la espalda? —dijo en cambio.

—Sabes que iré contigo.

Derek le dirigió lo que podía pasar por una sonrisa y que sólo era un fruncimiento de labios apretados en un gesto firme, visible apenas bajo el bigote rubio. Los dos cabalgaron a Palanthas en silencio.

El Yelmo del Caballero era, como había dicho Derek, un establecimiento de confianza, aunque en la actualidad no tanto como lo fue en tiempos. La taberna estaba situada en lo que se conocía como la Ciudad Vieja y a su propietario actual le gustaba alardear de que había sido uno de los edificios originales de la ciudad, aunque tal afirmación era cuestionable. La taberna estaba construida bajo tierra y se extendía por el interior de una ladera. En invierno era caliente y acogedora, mientras que en los meses de verano resultaba fresca y agradablemente oscura.

Los parroquianos entraban por una puerta de madera instalada bajo un techo inclinado. Una escalera bajaba hasta el amplio salón que estaba iluminado con cientos de velas encendidas en candeleras de hierro forjado, así como por la lumbre de un enorme hogar de piedra.

No había mostrador. Las bebidas y la comida se servían desde la cocina, que estaba en un espacio contiguo. Al fondo, excavados más profundamente en la ladera, estaban la bodega donde se guardaba la cerveza y los vinos, varios reservados pequeños para fiestas privadas y otro cuarto grande llamado el «Salón Noble». Esta estancia estaba amueblada con una enorme mesa oblonga y treinta y dos sillas de respaldo alto colocadas a su alrededor, todas de la misma madera, con tallas de pájaros, bestias, rosas y martines pescadores, símbolos todos de la caballería. El propietario de la taberna se jactaba de que Vinas Solamnus, fundador de la Orden de los Caballeros, celebraba fiestas en esa misma habitación y en esa misma mesa. Aunque nadie se lo creía realmente, cualquiera que hiciera uso de la sala siempre dejaba un sitio vacante a la mesa para la sombra del caballero.

Antes del Cataclismo, El Yelmo del Caballero era un lugar de reunión popular entre los caballeros y sus escuderos y el negocio tenía buenas ganancias. Después del Cataclismo, cuando la caballería se sumió en el caos y los caballeros ya no eran bien recibidos en Palanthas, El Yelmo del Caballero pasó por malos momentos. La taberna tuvo que acoger a gente más corriente para poder pagar las facturas. El propietario siguió recibiendo a los caballeros cuando muy pocos establecimientos lo hacían, y los caballeros recompensaban su lealtad frecuentando la taberna siempre que podían. Los propietarios actuales conservaban esa tradición y los Caballeros de Solamnia eran recibidos siempre como clientes distinguidos.

Derek y Brian bajaron la escalera y entraron en la sala común. Esa noche la taberna estaba muy iluminada y rebosante de buenos olores y de risas. Al ver a los dos caballeros, el propietario en persona se acercó presuroso a recibirlos para darles las gracias por el honor que le hacían a su establecimiento y a ofrecerles la mejor mesa de la casa.

—Gracias, señor, pero nos indicaron que preguntáramos por sir Uth Matar —dijo Derek, que escudriñó el salón con una mirada penetrante.

Brian estaba detrás de su amigo, la mano posada en la empuñadura de la espada. Los dos llevaban capas y debajo un grueso coselete de cuero. Era la hora de la cena y la taberna se encontraba abarrotada. En su mayoría, los parroquianos pertenecían a la floreciente clase media: propietarios de almacenes, letrados, maestros y estudiosos de la Universidad de Palanthas, Estetas de la célebre Biblioteca. Muchos de los presentes sonrieron a los caballeros o los saludaron con una leve inclinación de cabeza, tras lo cual siguieron con la comida, la bebida y la charla.

Derek acercó la cabeza a Brian para comentar en un seco susurro:

—Pues a mí me parece una guarida de ladrones.

El otro caballero sonrió, pero no retiró la mano de la espada.

—Sir Uth Matar —repitió el dueño de la taberna—. Sí, es por allí.

Les entregó una vela a cada uno con la explicación de que el corredor estaba oscuro y condujo a los caballeros hacia la parte trasera del establecimiento. Cuando llegaron al cuarto indicado, Derek llamó a la puerta.

Al otro lado se oyeron pisadas de botas que cruzaban el suelo y la puerta se abrió una rendija. Un brillante ojo de color marrón, encuadrado por largas y oscuras pestañas, los miró de forma escrutadora.

—¿Vuestros nombres? —preguntó la persona.

Brian dio un respingo. La voz pertenecía a una mujer.

Si eso desconcertó a Derek, el caballero no dio señales de ello.

—Soy sir Derek Crownguard, señora. Éste es sir Brian Donner.

Los ojos oscuros relumbraron y la boca de la mujer esbozó una sonrisa sesgada.

—Adelante, señores caballeros —los invitó mientras abría la puerta de par en par.

Los dos hombres entraron en el cuarto con cautela. Sobre la mesa ardía una única lámpara, en tanto que un fuego pequeño parpadeaba en la chimenea. Utilizado para cenas privadas, el cuarto estaba amueblado con una mesa y sillas, así como un aparador. Brian echó una ojeada detrás de la puerta antes de cerrarla.

—Estoy sola, como podéis ver —dijo la mujer.

Los dos hombres se volvieron hacia ella. Ninguno sabía qué decir, porque nunca habían visto a una mujer como ella. Para empezar, vestía como un hombre, con pantalón de cuero negro, como negro era también el coleto de cuero que llevaba sobre una camisa roja de manga larga, y botas asimismo negras. Portaba una espada y daba la impresión de estar acostumbrada a llevarla y probablemente a ser diestra en su manejo. Su negro y rizado cabello era corto. Los miraba de frente, con osadía, como un hombre, no con timidez como haría una mujer. Los observaba fijamente, los brazos en jarras. Nada de una reverencia o bajar los ojos, azorada.