—Hemos venido a reunimos con sir Uth Matar, señora —dijo Derek, ceñudo.
—Habría venido esta noche, pero le ha sido imposible —contestó la mujer.
—¿Está retenido? —preguntó Derek.
—De forma permanente —respondió ella, y la sonrisa sesgada se ensanchó—. Está muerto.
Se quitó los guantes y los echó encima de la mesa, tras lo cual se sentó lánguidamente en una silla e hizo un gesto de invitación.
—Caballeros, por favor, tomad asiento. Mandaré que traigan vino...
—No estamos aquí para correr una juerga, señora —la interrumpió Derek, estirado el gesto—. Se nos ha hecho venir con pretextos falsos, al parecer. Te doy las buenas noches.
Hizo una fría reverencia y giró sobre sus talones. Brian ya estaba en la puerta. Se había opuesto a esto desde el principio y no se fiaba de esa extraña mujer.
—El hombre de lord Gunthar se reunirá conmigo aquí al salir la luna —afirmó la mujer. Cogió uno de los suaves y flexibles guantes y alisó la piel con la mano—. Le interesa oír lo que tengo que ofrecer.
—Derek, marchémonos —pidió Brian.
El otro caballero hizo un gesto y se volvió.
—¿Y qué tienes que ofrecer, señora?
—Toma asiento, sir Derek, y bebe conmigo —le invitó la mujer—. Tenemos tiempo. La luna no saldrá hasta dentro de una hora.
Enganchó una silla con el pie y la empujó hacia él.
Derek apretó los labios. Estaba acostumbrado a que lo trataran con deferencia, no que se dirigieran a él con tanta libertad y de una manera tan relajada. Asiendo fuertemente la empuñadura de la espada, siguió de pie mirando a la mujer con semblante hosco.
—Oiré lo que tengas que decir, pero sólo bebo con amigos. Brian, vigila la puerta. ¿Quién eres, señora?
—Me llamo Kitiara Uth Matar. —La mujer sonrió—. Mi padre fue un Caballero de Solamnia...
—Gregor Uth Matar —exclamó Brian, que en ese momento había reconocido el apellido—. Era caballero... y valeroso, según recuerdo.
—Se lo expulsó de la orden con deshonor —intervino Derek, ceñudo—. No me acuerdo de las circunstancias, pero creo recordar que tenía algo que ver con mujeres.
—Probablemente —replicó Kitiara—. Mi padre era incapaz de dejar en paz a las damas. A pesar de todo eso, amaba la caballería y amaba a Solamnia. No hace mucho que murió luchando contra los ejércitos de los dragones en la batalla de Solanthus. Es por él, en su memoria, por lo que estoy aquí.
—Sigue —dijo Derek.
—Mi ocupación actual me lleva a las casas principales de Palanthas. —Kitiara alzó los pies para ponerlos en la silla que tenía delante y se recostó con relajada despreocupación—. Para ser sincera, caballeros, no es que se me invite exactamente a esas casas ni entro en ellas para buscar información que pudiera ser de ayuda a vuestra causa en la guerra contra los ejércitos de los dragones. No obstante, a veces, mientras busco objetos que tienen valor para mí, tropiezo con información que creo que podría ser útil para otros.
—En otras palabras —dijo fríamente Derek—, eres una ladrona.
Kitiara sonrió y se encogió de hombros, después alargó la mano hacia una bolsa que había en la mesa, sacó de ella un estuche de pergaminos de aspecto discreto y lo sostuvo en la mano.
—Éste es uno de esos casos —anunció—. Creo que podría temer bastante repercusión en el resultado de la guerra. Puede que sea una mala persona —añadió con aire modesto—, pero, como mi padre, soy una buena solámnica.
—Pierdes el tiempo, señora. —Derek se levantó—. No trafico con bienes robados...
Kitiara esbozó una sonrisa sesgada.
—Naturalmente que no, sir Derek, por eso supongamos que, como dicen los kenders, lo he «encontrado». Lo descubrí tirado en la calle, delante de la casa de un Túnica Negra bastante conocido. Las autoridades palanthinas llevan mucho tiempo vigilándolo porque sospechan que está aliado con nuestros enemigos. Iban a obligarlo a abandonar la ciudad, pero él se anticipó. Al llegar a sus oídos rumores de que pensaban expulsarlo, él mismo se marchó. Cuando me enteré de su precipitada huida, decidí entrar en su casa para ver si se había dejado algo de valor.
»Y así era. Se había dejado esto. —La mujer dejó el pergamino en la mesa—. Verás que la parte inferior está chamuscada. Quemó gran cantidad de papeles antes de partir. Por desgracia, o por suerte, no tenía tiempo para quedarse hasta estar seguro de que el fuego los consumía.
Desenrolló el pergamino y lo sostuvo a la luz de la lámpara.
»Como doy por supuesto que vosotros, caballeros, no sois de los que cierran un trato a ciegas, os leeré un fragmento del contenido. Es una carta dirigida a una persona que reside en Neraka. Por el tono de la misiva, deduzco que esa persona es un compañero Túnica Negra. En la parte interesante se lee:
«Debido a la ineptitud de Verminaard, durante un tiempo temí que el enemigo hubiera descubierto nuestro mayor secreto, algo que habría implicado nuestra derrota. Ya sabes el alcance del objeto del que te hablo. Si las fuerzas de la Luz descubrieran alguna vez que los (...) no se destruyeron en el Cataclismo, sino que los (...) todavía existen y, lo que es más, que (...) tiene en su posesión uno, los caballeros removerían cielo y Abismo para dar con semejante trofeo.»
Kitiara enrolló el pergamino y dirigió una sonrisa encantadora a Derek.
—¿Qué te parece, señor caballero?
—Me parece inútil —contestó el hombre—, ya que no se dice el nombre del objeto ni dónde puede encontrarse.
—Oh, pero sí que lo dice —repuso ella—. La que no lo dijo fui yo. —Se dio unos golpecitos en la puntiaguda barbilla con el pergamino enrollado—. El nombre del objeto está escrito aquí, al igual que el nombre de la persona que lo tiene en su poder. Cien piezas de acero es lo que cuesta esta misiva.
Derek la miró con gesto hosco.
—Pides dinero por ella. Creía que eras una buena solámnica.
—No tan buena como para regalarlo —replicó Kitiara, que sonrió al tiempo que enarcaba una ceja—. Una tiene que comer.
—No me interesa —fue la escueta respuesta de Derek. Se puso de pie y echó a andar hacia la puerta. Brian, que se había quedado allí, tenía puesta la mano en el picaporte y estaba a punto de abrir.
—Vaya, pues esto sí que me sorprende —dijo la mujer, que cambió la postura de los pies para ponerse más cómoda—. Estás metido en una encarnizada competencia con lord Gunthar por el puesto de Gran Maestre. Si recobraras ese trofeo y lo trajeras de vuelta, te garantizo que hasta el último caballero del consejo te respaldaría. Si, por el contrario, es el hombre de lord Gunthar quien descubre esto...
Derek se detuvo cuando empezaba a dar un paso. Abrió y cerró los dedos con fuerza sobre la empuñadura de la espada. Un gesto torvo le ensombrecía el semblante. Brian comprendió que su amigo estaba considerando seriamente hacer el trato y se quedó atónito.
—Derek —empezó en voz baja—, ignoramos si esa carta es genuina o no. Deberíamos reflexionar sobre todo esto y discutirlo. Al menos deberíamos investigar un poco, acudir a las autoridades, comprobar si es verdad la historia que nos ha contado...
—Y entretanto Gunthar comprará la carta.
—¿Y qué, si lo hace? —demandó Brian—. Si lo de esa carta es cierto, la caballería se beneficiará...
—Se beneficiará Gunthar —replicó Derek. El caballero buscó la bolsa de dinero. Brian suspiró y sacudió la cabeza.
—Aquí están las cien monedas de acero, señora —dijo Derek—. Te lo advierto, mi brazo es largo. Si me has engañado, no descansaré hasta haberte dado caza.