—Lo entiendo, sir Derek —respondió en tono sosegado la mujer, que recogió la bolsa con el dinero y se la metió en el cinturón—. ¿Ves? Ni siquiera lo he contado. Confío en ti, señor caballero, y tú haces bien en fiarte de mí. —Puso el pergamino en manos de Derek.
»No te sentirás defraudado, te lo aseguro. Os deseo buenas noches, caballeros.
Les dedicó una de sus sonrisas sesgadas y alzó la mano para despedirse, pero se detuvo en la puerta.
—Ah, cuando llegue el hombre de lord Gunthar, decidle que ya es tarde.
Luego salió y cerró la puerta tras ella.
—Léelo deprisa —urgió Brian—. Aún nos da tiempo a ir tras ella.
Derek ya leía la carta. Dio un respingo y después silbó.
—Dice que el objeto se encuentra en el Muro del Hielo y que lo tiene en su poder un hechicero llamado Feal-Thas.
—¿Y qué objeto es?
—Es algo llamado «Orbe de los Dragones».
—Orbe de los Dragones. Nunca había oído hablar de nada semejante —dijo Brian, que se sentó—. Ya que estamos aquí, podríamos encargar una cena.
Derek enrolló el pergamino y se lo guardó dentro del guante con cuidado.
—No te acomodes. Nos marchamos.
—¿Adónde vamos?
—A comprobar si tienes razón, amigo mío. A verificar si he hecho el idiota.
—Derek, yo no quería decir que...
—Ya sé que no —lo tranquilizó su amigo, que casi sonrió mientras le palmeaba el hombro—. Vamos, no perdamos tiempo.
6
La puerta equivocada. Derek hace una petición. La negativa de Bertrem
Se había hecho de noche cuando Derek y Brian abandonaron El Yelmo del Caballero. Las calles se habían quedado casi desiertas dado que los comercios estaban cerrados a esa hora; comerciantes y clientes por igual estaban en casa con su familia o se divertían con amigos en las tabernas. Los pocos que deambulaban por las calles portaban antorchas para alumbrar el camino, aunque no era realmente necesario porque Solinari, la luna plateada, resplandecía en el cielo.
Elevándose sobre los edificios de la Ciudad Nueva, el satélite parecía un oropel que sostenían las agujas de unas torres semejantes a dedos que se alzaban hacia el cielo, o al menos eso era lo que le recordaban a Brian. Observó la luna mientras Derek y él recorrían deprisa las calles bañadas en luz plateada. Vio jugar a los dedos con el disco de plata del mismo modo que un ilusionista jugaría con una moneda hasta que los dedos la soltaron y la luna quedó libre de ir a la deriva entre las estrellas.
—Mira donde pisas —advirtió Derek, que lo asió por el brazo y tiró de él para apartarlo de un montón de estiércol de caballo.
»¡Estas calles son una vergüenza! —añadió el caballero con gesto de desagrado—. Eh, tú, ¿en qué estás pensando? ¡Ponte a limpiar eso!
Con el largo cepillo apoyado en el doblez del brazo, un barrendero gully se había arrellanado cómodamente en un portal y dormía a pierna suelta. Derek sacudió a la infeliz criatura hasta que la despertó y la hizo levantarse para que se pusiera a la tarea. Ceñudo, el enano gully les asestó una mirada indignada e hizo un gesto grosero antes de ponerse a barrer la porquería. Brian se figuró que en cuanto los perdiera de vista, el enano gully volvería a dormirse.
—En cualquier caso, ¿qué mirabas tan embobado? —preguntó Derek.
—La luna. Solinari está preciosa esta noche.
—Tenemos cosas que hacer más importantes que contemplar la luna —gruñó Derek—. Ah, hemos llegado. —Derek posó la mano en el brazo de su compañero en un gesto de advertencia—. Déjame hablar a mí.
Salieron de una calle lateral a la conocida por el nombre de Segundo Anillo, que tenía tal nombre porque las avenidas principales de la Ciudad Vieja formaban círculos concéntricos que llevaban números correlativos. Casi todos los edificios importantes de la urbe estaban ubicados en el segundo círculo y, de ellos, el más grande y famoso era el de la Gran Biblioteca de Palanthas.
Los muros blancos del edificio de tres plantas se alzaban hacia el cielo y resplandecían a la luz de la luna como si los iluminara un fuego plateado. La escalinata de mármol, de planta semicircular, llevaba al pórtico que guarecía una gran puerta doble de grueso cristal montada en bronce. En las ventanas altas brillaba luz. Los Estetas, una orden de monjes consagrados a Gilean, dios del Libro, trabajaban día y noche escribiendo, transcribiendo, anotando, archivando, recopilando. La biblioteca era un vasto depósito de conocimiento. Allí podía encontrarse información sobre cualquier tema. La entrada era gratuita y sus puertas estaban abiertas a casi todos. Siempre que fuera dentro del horario fijado.
—La biblioteca está cerrada a esta hora de la noche —señaló Brian mientras subían la escalinata.
—A mí me abrirán —aseguró Derek con frío aplomo. Llamó a la puerta con la palma de la mano y alzó la voz para que se oyera en las ventanas que había arriba—. ¡Sir Derek Crownguard! —gritó—. Me trae un asunto urgente de la caballería. Demando que se me de acceso.
Una cabeza calva se asomó a una ventana. Los novicios, contentos de hacer un alto en el trabajo, miraron abajo con curiosidad para ver a qué venía tanto alboroto.
—Te equivocas de puerta, señor caballero —dijo uno de ellos al tiempo que gesticulaba hacia un lado—. Da la vuelta por allí.
—¿Por quién me toma? ¿Por un mercader? —refunfuñó Derek, enfadado, y llamó de nuevo a la puerta de cristal y bronce, esta vez con el puño.
—Deberíamos volver por la mañana —propuso Brian—. Si la información que te ha dado esa mujer es una patraña, de todos modos ya es demasiado tarde para pillarla a estas alturas.
—No pienso esperar hasta mañana —contestó Derek, que siguió llamando a voces y dando golpes en la puerta.
—¡Ya voy, ya voy! —gritó una voz desde dentro.
A las palabras las acompañaba el chancleteo de unas sandalias y el sonido de resoplidos y jadeos. La puerta se abrió y uno de los Estetas —un hombre de mediana edad, con la cabeza afeitada y vestido con la túnica gris de la orden— se los quedó mirando.
—La biblioteca está cerrada —dijo en tono severo—. Volvemos a abrir por la mañana. Y, la próxima vez, venid por la puerta lateral. ¡Eh, un momento! No podéis entrar...
Sin hacerle caso, Derek apartó de un empujón al hombre rechoncho, que barbotaba de indignación mientras agitaba las manos hacia ellos, si bien no hizo nada más para detenerlos. Brian, avergonzado, entró con Derek y masculló una disculpa que no fue tenida en cuenta.
—Quiero ver a Astinus, hermano... —Derek esperó a que el hombre le facilitara su nombre.
—Bertrem —dijo el Esteta, que miraba a Derek con gesto indignado—. ¡Habéis venido por la puerta que no es! ¡Y no alces la voz!
—Lo siento, pero es un asunto urgente. Exijo ver a Astinus.
—Imposible —contestó Bertrem—. El Maestro no recibe a nadie.
—A mí me recibirá —respondió Derek—. Dile a Astinus que sir Derek Crownguard, Caballero de la Rosa, desea consultarle un asunto de suma importancia. No exagero si digo que el destino de la nación solámnica depende de este encuentro.
Bertrem no cedió.
»Mi amigo y yo esperaremos mientras llevas mi mensaje a Astinus. —Derek frunció el entrecejo—. ¿A qué esperas, hermano? ¿No has oído lo que he dicho? ¡Tengo que hablar con Astinus!
Bertrem los miró de arriba abajo con un gesto de clara desaprobación.
—Iré a preguntar —dijo—. ¡Quedaos aquí y no hagáis ruido!
Con el índice tieso señaló el rincón en el que estaban de pie y después se llevó el dedo a los labios. Por fin se marchó con aire de dignidad ofendida y el chancleteo de las sandalias se perdió a lo lejos.
Un silencio relajante, plácido, cayó sobre ellos. Brian se asomó a una de las grandes salas para echar una ojeada. Estaba revestida de libros del suelo al techo y llena de escritorios y sillas. Varios Estetas trabajaban aplicadamente, ya fuera estudiando o escribiendo, a la luz de las velas. Uno o dos habían alzado la vista hacia los caballeros, pero al comprobar que Bertrem parecía tener la situación bajo control, se centraron de nuevo en sus ocupaciones.