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PRIMERA PARTE

Prólogo

Habían pasado más de trescientos años desde la última vez que oyó el sonido de una voz humana. O, más bien, desde la última vez que oyó hablar a un humano. Desde entonces había oído gritos; gritos de los que habían llegado al alcázar de Dargaard para enfrentarse a él, gritos que acababan en boqueadas y gorgoteos mientras se ahogaban en su propia sangre.

Lord Soth no tenía paciencia con esos necios. No tenía paciencia con quienes llegaban buscando el supuesto tesoro que guardaba. No tenía paciencia con los que iban con la aguerrida misión de librar al mundo del mal que él representaba, porque sabía la verdad. ¿Quién mejor para saberlo que quien antaño había cabalgado en busca de sus propias hazañas caballerescas? Sabía que los caballeros eran egoístas, egocéntricos, interesados sólo en la gloria y en oír sus nombres en boca de los bardos. Vislumbraba a través de la brillante armadura los puntos de oscuridad que ennegrecían sus almas. El valor les rezumaba por esos poros, se perdía cuando les hacía frente y caían de rodillas con un tintineo de las brillantes armaduras para suplicarle clemencia.

Lord Soth no podía dar lo que no tenía.

¿Quién había mostrado clemencia con él? ¿Quién había oído sus gritos? ¿Quién los oía ahora? Los dioses habían regresado, pero él era demasiado orgulloso para pedir el perdón de Paladine. Lord Soth no creía que se le concediera ese perdón, y, en el fondo, el Caballero de la Muerte pensaba que no debía concedérsele.

Sentado en el trono del gran salón de su ruinoso alcázar, seguía escuchando noche tras noche, en una sucesión inacabable, a los espectros de las elfas malditas que estaban condenadas a cantar igual que él estaba condenado a oír la balada de sus crímenes. Cantaban sobre un valeroso y gallardo caballero cuyas pasiones antojadizas lo empujaron a seducir a una doncella elfa y dejarla embarazada. Cantaban sobre la esposa traicionada a quien se quitó de en medio de manera muy oportuna para que a la doncella elfa se le diera la bienvenida al alcázar de Dargaard. Cantaban sobre el espanto de la nueva esposa cuando descubrió la verdad y de sus plegarias a los dioses tratando de convencerles de que aún quedaba algo de bondad en Soth y suplicándoles que le concedieran una posibilidad de salvación.

Cantaban sobre la respuesta de los dioses: a lord Soth se le daría el poder de persuadir al Príncipe de los Sacerdotes de que abandonara la idea de proclamarse a sí mismo dios y de ese modo prevenir la cólera divina. Soth podría evitar el desastre del Cataclismo, salvar la vida de miles de inocentes, legar a su hijo un nombre del que se sintiera orgulloso. Cantaban sobre el viaje de Soth a Istar, resuelto a salvar a la humanidad aunque él mismo pereciera. Cantaban sobre su papel, el de aquellas elfas malditas que le salieron al paso en la calzada para contarle mentiras sobre su amada. Cantaban sobre citas secretas con otros hombres y sobre una criatura que no había engendrado él.

Cantaban sobre la ira de Soth mientras cabalgaba de vuelta a su castillo y de cómo ordenó que su esposa se presentara ante él y cuando la tuvo delante proclamó que era una puta y su hijo un bastardo. Cantaban sobre los terremotos cuando la montaña ígnea arrojada por los dioses se estrelló contra Istar y que con las sacudidas la gran lámpara, resplandeciente por los centenares de velas encendidas, cayó del techo y se precipitó sobre su esposa y su hijo. Cantaban sobre cómo los habría podido salvar, pero, consumido por el odio y la sed de venganza, vio prenderse fuego al cabello de su esposa y oyó los gritos frenéticos del pequeño cuando la tierna carne se cubrió de ampollas y se abrasó. Todas las noches cantaban sobre cómo giró sobre sus talones y empezó a alejarse.

Por último cantaban —y por siempre jamás oiría la maldición que le echó su esposa— que viviría para siempre, un caballero encadenado a la muerte y a la oscuridad, obligado a rememorar sus crímenes constantemente mientras el tiempo discurría, los minutos interminables como horas, las horas interminables como años, los años vacuos y vacíos y tan fríos como sólo pueden serlo los muertos irredentos.

En todos esos años hacía tanto tiempo que no había oído una voz dirigiéndose a él que, cuando una le habló, durante un instante creyó que era parte de sus cavilaciones y no hizo caso.

—Lord Soth, te he llamado tres veces —dijo la voz en tono imperioso, furiosa porque no le había hecho caso—. ¿Por qué no respondes?

El caballero muerto, cubierto con la armadura ennegrecida por el fuego y manchada de sangre, escudriñó a través de la visera del yelmo. Vio una majestuosa y bella mujer, oscura y cruel como el Abismo que gobernaba.

—Takhisis —dijo sin incorporarse del sillón.

—Reina Takhisis —replicó con desagrado y dando énfasis al título.

—No eres mi reina —contestó él.

Takhisis le asestó una mirada iracunda y su aspecto cambió. Se transformó en un enorme dragón con cinco cabezas que se retorcían al tiempo que siseaban y escupían. La criatura terrorífica se irguió, imponente, ante él y todas las cabezas bramaron con ira.

—¡Los dioses de la Luz te hicieron lo que eres, pero yo puedo destruirte! —siseó Takhisis. Las cabezas de dragón, con los colmillos goteantes de saliva, se abalanzaron hacia él en un gesto amenazador—. Te arrojaré al Abismo y te destrozaré, te haré sufrir y te torturaré por toda la eternidad.

Antaño, la cólera de la diosa había destruido un mundo, pero lord Soth no se acobardó ante ella; no cayó de hinojos ni tembló de miedo. Siguió sentado en el trono, alzados hacia ella los ojos que ardían como una llama estable y constante, sin temor ni inquietud.

—¿Qué diferencia habría entre esa existencia atormentada y la que sufro ahora? —le preguntó con voz queda.

Las cinco cabezas interrumpieron las arremetidas amenazadoras y se quedaron suspendidas sobre él, desconcertadas. Al cabo de un momento, el dragón se esfumó y la mujer reapareció con una sonrisa en los labios.

—No he venido a pelear, milord —empezó en un ronroneo seductor, persuasivo—. Aunque me has lastimado, aunque me has herido profundamente, estoy dispuesta a perdonarte.

—¿Y cómo te he lastimado, Takhisis? —preguntó, y a pesar de que no quedaba ni rastro de su semblante a la diosa le dio la impresión de que le dirigía una sonrisa sarcástica.

—Sirves a la causa de la oscuridad... —empezó la diosa.

Lord Soth sacudió la cabeza en un gesto negativo, como diciendo que no estaba al servicio de ninguna causa, ni siquiera la suya propia.

—... y sin embargo, te mantienes alejado de la gloriosa batalla que estamos librando —continuó Takhisis—. El emperador Ariakas estaría orgulloso de tenerte a sus órdenes...

La llama de los ojos de lord Soth titiló, pero Takhisis estaba tan apasionadamente inmersa en su empresa que no lo vio.

—No obstante, aquí estás, encerrado en este alcázar renegrido —prosiguió con acritud—, lamentando tu sino mientras otros disputan tus batallas.

—Por lo que he visto, señora, tu emperador está ganando las suyas —contestó Soth con acritud—. Gran parte de Ansalon está bajo su dominio actualmente. No nos necesitas ni a mí ni a mis fuerzas, así que márchate y déjame en paz.

Velados los ojos bajo las largas pestañas, Takhisis miró al caballero muerto. Los oscuros mechones de cabello ondeaban al impulso del viento helado que se colaba a través de los muros agrietados y desmoronados.

—Cierto, estamos ganando —confirmó—, y no me cabe duda de que al final saldremos vencedores. Sin embargo, esto te lo diré a ti y sólo a ti, milord. No hemos aplastado a los dioses de la luz tan fácil y rápidamente como había previsto. Han surgido ciertas... complicaciones. El emperador Ariakas y mis Señores de los Dragones agradecerían tu ayuda.