—No habría acudido a la cita sin mencionarle ese nombre. Los caballeros son unos cursis remilgados —contestó la mujer, despectiva—. El hecho de que mi padre fuera un caballero, aunque hubiera sido desprestigiado, sirvió para convencer a sir «Mentecato» de que dentro de mí alentaba realmente lo bueno que representa Solamnia. —Kit se echó a reír—. ¡Lo cierto es que, al final, seguramente mi padre murió a manos de algún esposo ultrajado! —Se encogió de hombros.
»En cuanto a que sir Derek descubra que soy una Señora del Dragón, es poco probable. Mis propias tropas ignoran mi verdadero nombre. Kitiara Uth Matar no significa nada para ellas. Para mis hombres y para el resto del mundo, soy la Dama Azul. La Dama Azul que algún día los gobernará a todos.
—Algún día —rezongó el dragón—. No ahora.
Kitiara alargó la mano para palmear a Skie en el cuello.
—Sé cómo te sientes, pero de momento hemos de obedecer órdenes.
—¿Adónde vamos, Dama Azul, ya que no se nos permite combatir? —inquirió el reptil en tono seco.
—Volamos hacia Haven, donde el Ejército Rojo de los Dragones ha establecido su cuartel general. Vamos a tratar de encontrar un candidato adecuado para Señor del Dragón.
—Otra pérdida de tiempo y esfuerzo —dijo Skie mientras se abría paso en la maleza, aplastando arbustos y matorrales para encontrar un lugar despejado donde extender las alas.
—Tal vez. —La sonrisa que esbozó pasó inadvertida bajo el yelmo—. O tal vez no.
El campamento del ejército de los dragones cercano a Haven era poco más que un pequeño puesto avanzado. La mayoría de las tropas del Ejército Rojo estaba dispersa por Abanasinia a fin de mantener bajo control las conquistas realizadas. Antes de llegar al cuartel general, Kitiara se había reunido con sus espías infiltrados en el ejército de los dragones. La informaron de que la unidad, dispersa por una extensa área que abarcaba desde Thorbardin hasta las Praderas de Arena, estaba en un estado caótico, con los oficiales peleando entre sí, las tropas descontentas y los dragones, furiosos.
Varios oficiales competían por el puesto de Señor del Dragón. Kit tenía una lista de los posibles candidatos con información detallada de cada uno de ellos.
—Me quedaré varios días —le dijo Kitiara al azul. El dragón había aterrizado en una zona próxima al campamento—. Necesito que hables con los rojos.
—Esas enormes y estúpidas bestias —gruñó Skie—. Mucho músculo y poco seso. Hablar con ellos es una pérdida de tiempo. Apenas saben palabras con más de una sílaba.
—Lo comprendo, pero necesito saber qué piensan...
—No piensan —replicó Skie—. Ése es el problema. Su proceso mental se resume en tres palabras: quemar, comer y saquear. Y son tan necios que casi siempre lo hacen en ese orden.
Kitiara rió con ganas.
—Me doy cuenta de que es muy duro lo que te pido, amigo mío, pero si, como ha llegado a mis oídos, los rojos están realmente descontentos y amenazan con irse, Ariakas tendrá que tomar medidas. Quiero que te enteres de si protestan sólo porque sí o si la cosa va en serio.
—Lo más probable es que ni ellos mismos lo sepan. —Skie sacudió la crin con irritación—. Deberíamos estar de vuelta en el norte, librando batallas.
—Lo sé —susurró Kit—. Lo sé.
Sin dejar de rezongar, Skie alzó el vuelo. Kitiara lo siguió con la mirada mientras se elevaba hacia las nubes. Llevaba el cuello doblado hacia abajo. Buscaba comida. Debió de avistar algo, porque se lanzó de repente en picado, extendidas las garras para aferrar a la presa. La mujer lo estuvo observando hasta perderlo de vista entre los árboles. Luego echó un vistazo a su alrededor para orientarse y comenzó a andar entre la maleza, en dirección al campamento que había divisado desde el aire. Ahora no alcanzaba a verlo, pero sabía la posición por la tenue nube de humo que salía de las hogueras y de la forja del herrero.
Kitiara iba dando un paseo, sin prisa, para echar una ojeada a los despachos que le habían llegado antes de reemprender viaje. Repasó la misiva de Ariakas en la que afirmaba que los dragones rojos presentaban quejas a su soberana porque estaban aburridos. Habían entrado en guerra para saquear y quemar, y si no recibían órdenes para hacer ninguna de esas dos cosas, entonces iban a hacerlas por su cuenta de todos modos. La reina le recordó a Ariakas que tenía asuntos mucho más importantes de los que ocuparse, y que si era incapaz de manejar la situación, tendría que buscar a otro que supiera hacerlo. Y Ariakas se había encargado... soltando el problema en manos de Kit.
—Haré lo que pueda, la responsabilidad de este desastre no es mía, milord —masculló Kitiara—. El responsable fue tu chico, Verminaard. ¡Quizá ahora lo pienses mejor antes de poner al frente de un ejército a un clérigo!
Abrió el siguiente despacho, una misiva que le habían entregado justo antes de partir. La enviaba un espía de Solamnia, uno de los escuderos de lord Gunthar que tenía a su servicio. Era una carta larga y Kit hizo un alto debajo de un árbol para no distraerse.
«Derek Crownguard y otros dos caballeros zarparon hoy desde Sancrist, en dirección a la ciudad de Tarsis.»
—Tarsis —repitió para sí Kitiara—. ¿Por qué pierden tiempo yendo a Tarsis? Les dije a esos necios que el Orbe estaba en el Muro de Hielo.
Siguió leyendo y halló la respuesta.
«Les dijeron que encontrarían más información sobre el Orbe de los Dragones en Tarsis. Puesto que esa ciudad no está muy distante del Muro de Hielo, decidieron hacer un alto allí. A Crownguard se lo tiene por un héroe por haber descubierto lo de ese artefacto. Parece haber consenso en que si vuelve con el orbe y el objeto les permite dominar a los dragones, como creen los caballeros, entonces se nombrará Gran Maestro a Derek.
»Lord Gunthar arguyó que no sabían nada sobre esos orbes y que por lo tanto debían dejarlos en paz. No quería que Derek emprendiera esa búsqueda, pero le fue imposible impedírselo. Derek fue muy astuto. Habló de su hallazgo sobre el paradero del Orbe de los Dragones en una sesión abierta. Todos los caballeros que oyeron la noticia estaban que no cabían en sí de entusiasmo. Si Gunthar hubiera intentado impedir que Derek partiera, habría estallado una rebelión. Esos necios están desesperados, señora. Esperaban un milagro que los salvara y creen que es esto.»
—Parece que tu plan funciona, milord —susurró Kitiara de mala gana. Reanudó la lectura de la misiva.
«Gunthar se aventuró a sugerir que deberían consultar con Par-Salian, de los Túnicas Blancas, señor de la Torre de Wayreth, y preguntarle sobre ese orbe para tener así la opinión de un experto sobre sus poderes. Derek discrepó razonando que si los hechiceros se enteraban del paradero de ese artefacto, irían a buscarlo ellos. Lord Gunthar tuvo que admitir que era un argumento válido. En consecuencia, todos los caballeros presentes juraron guardar en secreto la naturaleza de esta misión y Derek y sus dos compañeros partieron en medio de aclamaciones.
»Lord Gunthar se las ingenió para enviar a uno de sus hombres con Derek. Se trata de sir Aran Tallbow. Sir Aran es un viejo amigo de Derek y lo conoce bien. Lord Gunthar confía en que ejerza una influencia moderadora en Derek. Aran podría representar un peligro para tus planes, señora. El otro caballero que va con Derek es también un amigo de toda la vida. Se llama Brian Donner y por el momento, hasta donde puedo juzgar, no es motivo de preocupación.
»Derek y sus amigos se hicieron a la mar en un barco veloz, y como por lo general hace buen tiempo en esta época, se prevé que será un viaje rápido y sin incidentes.»
Kitiara acabó de leer la carta y la guardó en la bolsa con los otros despachos. Enviaría la carta a Ariakas, que se sentiría complacido en extremo al saber que todo marchaba mejor aún de lo esperado.
Dio un puntapié a una piedra que salió volando por el aire. Los caballeros estaban «divididos, desesperados, esperando un milagro». ¡Era el momento oportuno para atacarlos! Y allí estaba ella, lejos de Solamnia, tratando de encontrar a alguien que reemplazara a un hombre cuya arrogancia había sido la causa de su perdición.