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—Te habrás dado cuenta, milord, de cómo dirigió la conversación para que saliera el tema de esas personas de Solace. Entre los nombrados estaban sus hermanastros, ¿verdad, mi señor? ¿Raistlin y Caramon Majere?

—Así es —confirmó el emperador, sombrío. Apartó la mirada torva del brasero, del que se alzaban volutas de humo, para detenerla en Iolanthe—. Kitiara me habló de ellos. Creo que hace tiempo abrigaba la idea de que se reunieran con ella, pero de ser cierto, todo quedó en nada. Si hubiese contratado a esos hombres, ¿por qué hacer preguntas sobre ellos? A mi entender, lo lógico sería evitar mencionarlos en absoluto para no despertar sospechas sobre ella.

—A menos que tenga miedo de que se la pueda implicar, milord. Quizá intenta descubrir si dijeron o hicieron algo que pudiera señalarla.

Ariakas gruñó y apartó la silla. Se incorporó y, echándose la capa, se marchó sin decir nada. Estaba enfadado con ella por haberle revelado lo que no quería saber. Iolanthe tendría que haber intentado apaciguarlo, pero la ejecución del hechizo la había dejado exhausta. Estaba mareada, sentía náuseas, y el olor a pelo quemado no contribuía precisamente a mejorar su malestar.

El emperador se detuvo al llegar a la puerta de los aposentos de la hechicera.

—No estoy convencido —le dijo—. Habrá que repetir esto.

—Estoy a tu disposición, milord —contestó Iolanthe, rendida, si bien sacó fuerzas de flaqueza para ponerse de pie y hacer una reverencia.

Cuando el emperador se hubo marchado, Iolanthe se hundió pesadamente en la silla y se quedó mirando fijamente el brasero. Se planteó su posición. Al traicionar a Kitiara no cabía duda de que se ganaría el favor de Ariakas, pero ¿qué pasaría si la guerrera lo descubría? Después de haber visto a Kitiara, Iolanthe estaba impresionada con ella. Era fuerte, resuelta, inteligente. Sí, se traía entre manos un juego peligroso, pero Iolanthe no sabía exactamente qué juego era.

La gente de Khur adoraba a los caballos, criaba la mejor raza del mundo y, a fin de constatar qué tribu poseía la mejor manada, se hacían carreras con los animales compitiendo entre tribus y apostando por el resultado.

Iolanthe empezaba a preguntarse si habría apostado su dinero al caballo equivocado.

La hechicera se había percatado de algo que a Ariakas le había pasado inadvertido, algo que sólo una mujer sabría percibir. Kitiara había estado de un humor excelente mientras jugaba con el estúpido hobgoblin, incluso mientras le sacaba la información que quería. Había disfrutado con lo que Toede le contaba hasta que mencionó el nombre de la princesa elfa. En un visto y no visto, el humor de Kitiara había cambiado. En cierto momento se estaba riendo entre dientes de Toede y un instante después montaba en cólera. Justo cuando había sentido el penetrante aguijonazo de los celos. Kitiara estaba celosa de la elfa, y eso significaba que uno de los asesinos no sólo estaba a sueldo de la Señora del Dragón, sino que también se metía en su cama.

Iolanthe podría haberle mencionado eso a Ariakas. No tenía pruebas, pero sí unos cuantos rizos negros. Decidió dejar que los caballos corrieran y ver cómo se comportaban a medida que cubrían el recorrido antes de apostar dinero a uno o a otro.

8

El espía. La rival

Kitiara no durmió bien esa noche. Se pasó la mitad del tiempo despierta y pensando en Tanis, unas veces con placer y otras maldiciendo su nombre. Cuando por fin consiguió quedarse dormida, Takhisis la visitó en sueños para apremiarla a que abandonara Haven y se pusiera en camino de inmediato hacia el alcázar de Dargaard para, una vez allí, desafiar al Caballero de la Muerte, lord Soth. Kit puso todo su empeño en eludir a la reina y se despertó con un dolor de cabeza espantoso. Temerosa de volver a dormirse, se levantó y salió en busca del comandante Grag.

El día despuntaba gris, desapacible y frío. Por la noche había caído una llovizna gélida y, a pesar de que había parado de llover, el agua goteaba de los árboles, formaba charcos en el suelo embarrado y resbalaba por los costados de las tiendas. Los soldados humanos refunfuñaban y protestaban. Los draconianos también rezongaban, pero no por el mal tiempo. Estaban furiosos porque los habían hacinado allí, sin hacer nada, en vez de estar combatiendo en la guerra. Kit encontró al comandante haciendo la ronda por los puestos de los centinelas.

—Comandante —dijo cuando alcanzó al oficial draconiano y caminó a su lado—, el emperador me ha encargado que investigue la muerte del Señor del Dragón Verminaard...

Grag torció el gesto.

—A mí tampoco me hace mucha gracia el encargo —afirmó Kitiara—. En mi opinión, Verminaard provocó su propia perdición. Sin embargo, me han dado una orden y he de cumplirla.

Grag asintió con la cabeza para indicar que lo comprendía.

—Hablé con Fewmaster anoche. ¿Qué puedes contarme sobre los asesinos? —preguntó Kitiara.

El draconiano la miró de soslayo. Tanto interés en los asesinos ¿sería porque intentaba no dejar rastro? Grag consideró el asunto. La mujer le caía bien en tanto que había considerado a Verminaard un rústico patán. Si la Dama Azul estaba involucrada en su muerte, no era asunto de su incumbencia. Grag encogió los hombros escamosos.

—No mucho, me temo. Eran esclavos y, como tales, no tenía trato con ellos. No reparé en ellos hasta que nos atacaron. Aun entonces, las cosas ocurrieron tan deprisa y en medio de tanta confusión, con la batalla entre dragones y media montaña desplomándose sobre nosotros, que apenas presté atención a los esclavos, salvo para ordenar a mis hombres que los mataran, por supuesto.

Kitiara se disponía a marcharse para comer algo cuando Grag, como si se le acabara de ocurrir, añadió:

—Hay alguien que quizá pueda contarte algo más. Era uno de los espías de Verminaard. Se las arregló para ganarse la confianza de esas personas y puso sobre aviso a Verminaard de que probablemente tratarían de atentar contra su vida. Al menos eso es lo que dice él.

—No me vendría mal tal información —opinó Kit—. ¿Dónde está ese hombre?

—Date un paseo hasta Haven —contestó Grag—. Encontrarás lo que queda de él al lado del camino.

Kitiara hizo un gesto de extrañeza con la cabeza, sin entender.

—Lo dices como si estuviese muerto en la cuneta.

—Seguramente él querría estarlo. El desdichado quedó enterrado bajo el desprendimiento de bloques de piedra de Pax Tharkas. Creíamos que estaba muerto cuando lo sacamos, pero aún respiraba. Los matasanos le salvaron la vida, pero no las piernas. Si el mendigo no está en su sitio de costumbre, entra en Haven y pregunta por él. Alguien sabrá dónde encontrarlo. Se llama Eben Shatterstone.

«Encontrarás lo que queda de él al lado del camino.»

La descripción de Grag no podía ser más atinada.

Muchos mendigos habían tomado posiciones a las afueras de la ciudad con la esperanza de sacar algo de los viajeros antes de que se gastaran el dinero en el mercado. La mayoría de los hombres eran heridos de guerra y a casi todos ellos les faltaba algún miembro. Al mirar a aquellos hombres, muchos vestidos aún con los harapos del uniforme, a Kit se le hizo un nudo en el estómago. Se vio a sí misma al lado de una calzada con la mano tendida suplicando las migajas.

«Yo no —juró Kit para sus adentros—. Mientras me queden fuerzas para usar la espada, no.»

Abrió la bolsa de dinero y empezó a repartir monedas al tiempo que preguntaba por un hombre que se llamaba Shatterstone. Los mendigos negaban con la cabeza; estaban demasiado absortos en su desventura como para interesarse por nadie más. Sin embargo, uno de ellos señaló con el muñón de una mano hacia lo que parecía ser un bulto de harapos caído debajo de un árbol.