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«Conozco a Tanis —se dijo mientras escribía las órdenes—. No se quedará mucho tiempo encerrado bajo tierra con un montón de enanos. Para empezar, detesta estar confinado en espacios cerrados. Vivir en un gran agujero subterráneo debe de estar volviéndole loco. En segundo lugar, hay una guerra en marcha y querrá encontrarse donde haya acción.»

De hecho, Kit estaba deseando viajar al Muro de Hielo. No era sólo porque se aburría en el campamento, sino que se le había ocurrido la posibilidad de que el Señor del Dragón Feal-Thas, al ser elfo, debía conocer a Laurana, que también pertenecía a esa raza. Claro que sacar esa conclusión era tanto como decir que por ser ella humana tenía que conocer al Señor de Palanthas. Sin embargo, Kit no razonaba con claridad. Vigilaba atentamente el cielo nuboso, y se regocijó el día que vio destellar el sol en las escamas azules de Skie cuando el dragón sobrevoló la zona del campamento.

Su informe sobre los dragones rojos no era bueno. Estaban enfadados y descontentos. Les habían llegado rumores de los botines conseguidos por los dragones en otras zonas de Ansalon y querían lo mismo. Si el Ala Roja no atacaba algo pronto, los rojos saldrían por propia iniciativa sin importarles mucho contra qué objetivo. Con el humor que tenían, les daría igual atacar a un aliado o a un enemigo.

Kitiara informó debidamente sobre esto a Ariakas y añadió que, en su opinión, Fewmaster Toede era justo lo que su señoría buscaba en un Señor del Dragón. Cuando le dijo a Toede que lo había recomendado para el puesto, tanto la gratitud del hobgoblin como su hedor fueron abrumadores; al parecer, el placer provocaba una frenética actividad en sus glándulas sudoríparas. Cuando Kitiara consiguió finalmente que el hobgoblin dejara de lamerle las botas, fue a despedirse de Grag.

Le contó que había recomendado a Toede para Señor del Dragón y también le dijo por qué lo había hecho.

—Serás tú quien esté realmente al frente del ejército —dijo Kit.

El comandante Grag sonrió y la larga lengua se agitó entre los dientes. Los dos se estrecharon mano y garra y Kitiara se marchó en el malhumorado Skie, a quien no le apetecía en absoluto la idea de viajar hasta el Muro de Hielo.

—No te preocupes —le dijo Kit mientras subía a lomos del dragón—. No tienes que quedarte. Te mandaré de vuelta al norte.

—¿Para combatir? —inquirió Skie, anhelante. Aunque no sentía aprecio por sus parientes rojos, los compadecía y entendía bien su desagrado por la tregua actual en el conflicto.

—No —contestó Kitiara—. Quiero que traigas parte del Ala Azul al sur, tanto dragones como draconianos.

Preguntándose si hablaría en serio, Skie giró la cabeza para mirarla fijamente.

—¿Al sur? —repitió, estupefacto y crítico—. ¿Por qué al sur? Nuestra guerra es en el norte.

—De momento, no —objetó Kitiara—. Tú trae el ala cuando regreses. No tardarás en descubrir la razón.

Y Skie tuvo que conformarse con eso porque Kit no quiso decirle nada más.

9

El brujo invernal. El Palacio de Hielo

El lobo blanco avanzaba a lo largo del salón cubierto de nieve, silencioso y prácticamente invisible al confundirse el níveo pelaje con el entorno helado. El animal pasó ante columnas de cristalino hielo que se alineaban a lo largo del salón y sostenían el abovedado techo de hielo. El sol poniente, un orbe rojo que rielaba, era visible a través de los grandes ventanales en arco de finísimo hielo cristalino, de manera que las columnas de hielo y las paredes de bloques de nieve resplandecían con el fuego del día que llegaba a su fin.

Las paredes de hielo cambiaban de color un centenar de veces a lo largo del día: rojo llameante y naranja al amanecer; blanco resplandeciente durante las horas diurnas, cuando nevaba; azul espectral a la luz de las estrellas durante la noche. La belleza siempre cambiante del salón cristalino era extraordinaria, impresionante, excepto para el lobo. Para él todo era un entorno gris, carente de atractivo y singularidad. Absorto en su misión, atravesaba el salón sin mirar a derecha ni a izquierda.

El lobo venía del castillo del Muro de Hielo, distante unos cuantos kilómetros y cuyas ruinas se divisaban desde cualquiera de los numerosos ventanales. El castillo del Muro de Hielo no era tal, realmente. Construido en un principio como un faro fortificado, con anterioridad al Cataclismo, se alzaba en lo alto de una isla de nombre ahora olvidado, al sur de la famosa ciudad portuaria de Tarsis. Almenaras encendidas en lo alto de sus torres habían guiado antaño a los barcos —a través de niebla y oscuridad— a la seguridad del puerto o habían avisado a la ciudad de la aproximación de velas enemigas.

Cuando sobrevino el Cataclismo que convulsionó el mundo, el mar retrocedió y Tarsis y sus barcos de blancas alas quedaron varados en tierra.

Un enorme glaciar que se expandió paulatinamente desde el sur acabó por engullir el faro y la isla sobre la que se erguía. Los muros de la fortaleza —empujada y vapuleada por el hielo demoledor— se rompieron y se desmoronaron. Sólo aguantaba en pie una torre que se inclinaba peligrosamente hacia fuera, apuntalada por formaciones de hielo. La mampostería original del resto del faro fortificado ya no era visible al haber quedado enterrada bajo capas de hielo.

Los habitantes de esta parte del mundo —pescadores que vivían en chozas construidas con pieles de animales— lo llamaban castillo del Muro de Hielo y lo consideraban una curiosidad, nada más. Nómadas que llevaban una vida dura siguiendo a la pesca en sus veloces botes deslizantes, a los Bárbaros de Hielo no les interesaba el castillo. Después de explorarlo y apoderarse de todo lo que encontraron que podría serles de utilidad en su lucha por la supervivencia en un territorio cruelmente alterado, lo abandonaron.

Otros residentes de la región —los bestiales thanois, también conocidos como los hombres-morsa y enemigos ancestrales de los Bárbaros de Hielo— ocuparon el castillo durante un año más o menos y lo utilizaron como puesto avanzado desde el que lanzaron ataques a los nómadas. Después, los thanois lo abandonaron también, expulsados por una persona de la que afirmaban, aterrados, que era la encarnación del invierno.

Feal-Thas había vuelto.

Cuando empezó la Guerra de la Lanza, Ariakas necesitaba un Señor del Dragón en esa parte del continente, pero tenía problemas para encontrar a alguien que aceptara esa onerosa tarea. El clima era espantoso, apenas había combates en el sur y, en consecuencia, tampoco había oportunidades para alcanzar la gloria y los ascensos, además de no haber nada que se pudiera saquear a menos que a uno le interesara el pescado ahumado. Ariakas ya pensaba que tendría que ordenarle a alguno de ellos que se encargara de la zona del glaciar y que entonces le tocaría aguantar a un Señor del Dragón descontento y escuchar sus reproches, sus quejas y sus protestas. Sin embargo, tuvo suerte. Encontró a Feal-Thas.

De haber otra opción, Ariakas nunca habría elegido a un elfo —ni siquiera un elfo oscuro—, pues desconfiaba de los miembros de esa raza y no le caían bien. Estaba de acuerdo con su reina en que el único elfo bueno era un elfo muerto, y estaba haciendo todo lo posible para que se cumplieran los deseos de su majestad en lo tocante a eso. Sin embargo, Feal-Thas fue el único que mostró cierto interés en ir al Muro de Hielo. Así pues, Ariakas puso a prueba la lealtad de Feal-Thas al ordenarle que regresara a su nativa Silvanesti para espiar y transmitir los datos sobre las defensas elfas. Feal-Thas no sólo le dio una descripción precisa sino también una información valiosa respecto a un oscuro secreto que el rey Lorac guardaba en lo más profundo del corazón: el Orbe de los Dragones que resultó ser la perdición del monarca elfo.

Aun así, Ariakas no confiaba todavía en el elfo. Feal-Thas era arrogante y mordaz y no trataba al emperador con el respeto debido. Sin embargo, y puesto que no encontró otro candidato dispuesto a vivir en el glaciar, Ariakas entregó al elfo el desolado territorio bloqueado por el hielo, si bien a regañadientes. Takhisis envió a Sleet, una hembra de dragón blanco, al glaciar para que vigilara al elfo. Después, tanto la reina como el emperador se olvidaron rápidamente de él.