En cuanto a Feal-Thas, era un misterio para todos los que lo conocían. ¿Qué razón podía inducir a un elfo, cuya raza amaba y veneraba todas las cosas verdes y en crecimiento, elegir instalarse en una región donde toda la vida vegetal había muerto congelada, donde hasta el recuerdo de su existencia había desaparecido, enterrado bajo el hielo y la nieve?
Nadie conocía la respuesta, porque ningún silvanesti recordaba ya a Feal-Thas, excepto el rey Lorac, y éste se había vuelto loco. En la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, donde el hechicero había vivido y trabajado antaño, se podría haber encontrado un expediente de Feal-Thas si cualquiera se hubiera molestado en buscarlo, pero no parecía que hubiera motivos para que alguien lo hiciera.
Ni que decir tiene que el lobo no podía responder ninguna pregunta sobre el Señor del Dragón. Sólo sabía que era su amo. Al llegar a la puerta de los aposentos de su señor, el lobo la abrió empujando con el hocico y entró.
Feal-Thas, cómodamente arrebujado en una larga capa de pieles blancas, se encontraba sentado ante el escritorio, que estaba tallado en el hielo, como casi todo el mobiliario en el Palacio de Hielo. Cuando el lobo entró en la estancia, el elfo se hallaba enfrascado en la redacción de un informe para el emperador. Feal-Thas escribía con el cálamo de una pluma que mojaba en tinta; una tinta que, de no haberla tratado con un hechizo, se habría congelado. La letra del Señor del Dragón era pequeña y apretada, y Ariakas se irritaba cada vez que la veía porque tenía un resabio a elfo.
Ariakas casi nunca se tomaba la molestia de tratar de descifrar los garabatos del elfo. Entregaba la misiva a uno de sus ayudantes para que la leyera y resumiera los informes de Feal-Thas, que, de todos modos, nunca trataban de cosas interesantes. Cuando los ejércitos de los dragones llegaran en su avance al sur de Abanasinia y a las Praderas de Arena, la tarea de Feal-Thas consistiría en proteger las líneas de suministro. Hasta entonces, tenía que quedarse escondido en su territorio helado y no estorbar a los que tenían que ocuparse de asuntos de la guerra realmente importantes.
Feal-Thas era plenamente consciente de que el emperador no se fiaba de él y que no le gustaba. Lo sabía porque conocía los secretos del alma de Ariakas del mismo modo que conocía los secretos guardados bajo llave en las almas de otros. Feal-Thas también tenía secretos —unos secretos peligrosos—, y el mejor guardado era su condición de brujo invernal, una clase rara de hechicero que poseía, entre otros poderes, la habilidad mágica de «congelar» el Río del Tiempo durante un breve lapso (una centésima de segundo). En ese tiempo podía obtener una fugaz percepción de los sentimientos y pensamientos más íntimos de una persona, como si una ráfaga de viento helado circulara entre él y su objetivo llevando consigo todo tipo de improntas que el candente helor grababa en su cerebro. No obtenía toda esa información de golpe. Tenía que tomárselo con calma y revolver en la porquería esparcida en el corazón de la gente para sacar algo de verdadero valor para él. Una vez hecho eso, lo guardaba para utilizarlo en el futuro.
La magia invernal le confería a Feal-Thas poder sobre los demás, pero también resultó ser una maldición. Como elfo, como forastero, nunca debería haber sido iniciado en los secretos de un brujo invernal.
Feal-Thas había sido declarado elfo oscuro —alguien expulsado de la Luz— y desterrado de su patria hacía más de trescientos años por el delito de asesinar a su joven amante. Encadenado, unos guerreros elfos lo condujeron hacia el sur, a la zona conocida como el límite del glaciar. Aunque todavía no era el helado yermo que llegaría a ser después del Cataclismo, el límite del glaciar era una tierra desolada e implacable, con veranos cortos e inviernos extremadamente largos. Los guerreros elfos dejaron a Feal-Thas abandonado a su suerte, y probablemente habría muerto de no ser porque lo rescataron unos nativos humanos que se compadecieron del apuesto y joven elfo (por entonces sólo contaba dieciocho años) y le salvaron la vida.
Resentido y amargado por su exilio en aquella tierra terrible, había tomado una amante humana. La mujer era bruja invernal y la persuadió para que lo tomara como discípulo, y aunque estaba prohibido iniciar a extranjeros en la magia, la mujer sucumbió a su elocuencia, para su eterno arrepentimiento.
La oscuridad de su alma arrojaba una sombra sobre todo lo que veía en las almas de otros. Cuando miraba en sus corazones, veía los recovecos más oscuros y, en consecuencia, llegó a creer que todos los seres humanos eran unos embusteros egoístas e intrigantes. Convencido de que no podía fiarse de nadie, abandonó a su amante. Y, armado con su nuevo poder, viajó a la Torre de Wayreth para someterse a la temida Prueba y continuar con sus estudios. Había huido de la torre poco antes del Cataclismo, cuando todo apuntaba a que el Príncipe de los Sacerdotes la atacaría. En la actualidad, con su regreso al límite del glaciar había logrado serle útil a Ariakas y, al mismo tiempo, se había vengado de los elfos al traicionarlos. Ahora vivía en su Palacio de Hielo solo, con la única compañía de los que merecían su confianza: los lobos blancos.
Feal-Thas sonreía para sus adentros con acritud mientras redactaba un informe que sabía que el emperador no leería jamás. Aun así, escribir esos informes mensuales era parte de sus obligaciones como Señor del Dragón y no iba a permitir que lo tildaran de negligente en su trabajo.
El lobo se acercó a él y soltó a sus pies el envoltorio de lona que llevaba. Feal-Thas le echó una ojeada desinteresada y después retomó lo que hacía.
El lobo tocó con la pata el paquete. Todos los días corría hasta el castillo del Muro de Hielo, recogía los despachos y mensajes y entregaba órdenes de Feal-Thas al comandante de la pequeña fuerza de draconianos kapaks que, renuentes, habían tomado residencia allí.
Feal-Thas le sonrió al lobo y premió al animal revolviéndole la pelambre mientras le ofrecía una tira de carne de caribú. El lobo aceptó el trato y engulló la carne de golpe, tras lo cual se sentó apoyado en las ancas y esperó por si su amo lo necesitaba para algo más.
El Señor del Dragón dejó de escribir, desenvolvió el paquete y sacó el mensaje. Le echó un vistazo, frunció el entrecejo y lo leyó con más detenimiento. Apretó los finos labios en un gesto iracundo, hizo una bola con el papel y la arrojó al otro lado de la estancia.
El lobo, pensando que era el juego que los dos practicaban a menudo, fue a recoger la «pelota» y se la llevó a Feal-Thas, soltándola a sus pies.
El elfo no pudo menos que sonreír.
—Gracias, amigo —dijo—. Me recuerdas que también yo estoy al servicio de los deseos de mi amo. ¿Te digo lo que espera mi amo de mí? Presta atención.
Extendió la misiva sobre el escritorio, estiró las arrugas que le había hecho y empezó a leer en voz alta. Había tomado por costumbre hablar con los lobos y sostenía con ellos conversaciones que eran monólogos en los que daba a conocer sus ideas y discutía sus planes. A Feal-Thas le gustaba decir que los lobos le parecían más inteligentes que las personas, principalmente porque nunca le llevaban la contraria.
—«El emperador Ariakas saluda al Señor del Dragón Feal-Thas, del Ejército Blanco...» bla, bla, bla...
El lobo miraba al brujo invernal con ojos relucientes y gran atención.
—«La Señora del Dragón del Ejército Azul, la Dama Azul, llegará pronto para reunirse contigo y hablar de ciertos planes que considero vitales para la marcha de la guerra. La presente es para hacerte saber que la Dama Azul goza de mi plena confianza y que la obedecerás en todo, como me obedecerías a mí.» Firmado, Ariakas, emperador de Ansalon.