Así que ciertas complicaciones. Lord Soth estaba al tanto de esas «complicaciones». Uno de esos jactanciosos Señores de los Dragones había muerto, todos los demás deseaban la Corona del Poder para sí mismos, y aunque en público bebían vino en la copa de la concordia, en privado escupían al suelo. Los elfos de Qualinesti habían escapado del ejército de los dragones que había ido a aniquilarlos. Los enanos de Thorbardin habían derrotado a componentes de ese mismo Ejército Rojo y habían expulsado a la oscuridad del interior de la montaña. Los caballeros solámnicos habían caído derrotados, pero todavía no estaban acabados. Sólo necesitaban un adalid que los capitaneara y en cualquier momento podía surgir uno de sus filas.
Los dragones de colores metálicos, que hasta ese momento se habían mantenido al margen del conflicto, empezaban a sentir desasosiego, a pensar que quizá se habían equivocado. Si los poderosos dragones dorados y plateados de Paladine entraban en liza del lado de la luz, los dragones rojos y azules, así como los verdes, negros y blancos, iban a tener serios problemas. Takhisis tenía que conquistar inmediatamente Ansalon, antes que los dragones de colores metálicos tomaran parte en la guerra; antes que los ejércitos de la luz, ahora divididos, entraran en razón y crearan alianzas; antes que los Caballeros de Solamnia hallaran un héroe.
—Te propongo un trato, Takhisis —ofreció lord Soth.
En los ojos oscuros de la reina hubo un destello de ira. No estaba acostumbrada a negociar arreglos, sino a dar órdenes y a que se la obedeciera. No obstante, tuvo que tragarse la rabia. Su arma más eficaz era el terror, y su aguzado filo estaba embotado y era inservible contra el Caballero de la Muerte que lo había perdido todo y, por ende, no tenía nada que temer.
—¿Qué trato propones?
—No puedo servir a alguien a quien no respeto —dijo Soth—. En consecuencia, prometeré lealtad y pondré mi ejército al servicio del Señor del Dragón que tenga el valor de pasar la noche en el alcázar de Dargaard, solo. O, digamos más bien, al Señor del Dragón que logre sobrevivir una noche a solas en el alcázar de Dargaard. Ese Señor del Dragón tendrá que aceptar voluntariamente, no coaccionado por ti o por cualquier otro —añadió lord Soth, conocedor de cómo funcionaba la mente de la diosa.
Takhisis le asestó una mirada colérica, en silencio. Si no lo necesitara, lo habría despachurrado entre los anillos serpentinos de su ira, lo habría despedazado con las garras de su furia y lo habría devorado con las fauces de su odio.
Pero lo necesitaba, mientras que él a ella, no.
—Comunicaré tu mensaje a mis Señores de los Dragones —aceptó finalmente Takhisis.
—Tendrá que venir solo —repitió Soth—. Y por voluntad propia, sin coacción.
La diosa no se dignó contestar. Le dio la espalda y, entrando majestuosamente en la oscuridad que gobernaba, lo dejó para que siguiera escuchando una y otra y otra vez la amarga canción de su trágica vida.
1
Grag informa al emperador. La Dama Azul sufre un sobresalto
El otoño estaba avanzado y las hojas, de colores otrora llamativos y sugerentes, caían ahora al suelo. El viento esparcía sus restos quebradizos y marchitos en espera de que el piadoso manto de las nieves invernales los sepultara.
El invierno casi había entrado en Ansalon y con él llegaría el final de la temporada de campaña. Las fuerzas de Takhisis, a las órdenes del emperador Ariakas, tenían ocupada gran parte de Ansalon: desde Nordmaard, al oeste, hasta Kalaman, en el este; desde Goodlund, al norte, hasta Abanasinia, en el sur. El emperador planeaba conquistar el resto del continente y la reina Takhisis esperaba impaciente a que actuara de acuerdo con tal programa. Quería que siguiera adelante con la guerra, pero se le informó de que eso era imposible. Los ejércitos no podían marchar por calzadas que la nieve hacía intransitables. Las carretas de suministro se precipitaban a barrancos al abrirse camino por pasos cubiertos de escarcha o se quedaban atascadas en senderos embarrados. Era mejor esperar hasta la primavera. El invierno era una época para ponerse cómodo, descansar y sanar las heridas de las batallas del otoño. Los ejércitos resurgirían en primavera, fuertes y renovados.
Sin embargo, Ariakas le aseguró que el hecho de que sus soldados estuvieran inactivos no significaba que la guerra no siguiera disputándose. Estaban en marcha intrigas y conspiraciones secretas. Cuando Takhisis oyó eso, se sintió más tranquila.
Los soldados del ejército de los dragones, complacidos con las recientes victorias, habían ocupado las villas y ciudades conquistadas, vivían cómodos y calientes en los castillos tomados y disfrutaban del botín de guerra. Se habían apropiado de los cereales que hubiera en los graneros, habían tomado las mujeres que se les antojaron y mataron sin miramientos a los que intentaron proteger propiedad y familia. Los soldados de Takhisis vivirían bien durante el invierno, en tanto que los que se encontraban bajo el yugo del ejército se enfrentaban a la hambruna y el terror. Pero no todo le iba bien al emperador.
Planeaba pasar el invierno en su cuartel general de Sanction cuando recibió los inquietantes informes de que la campaña en el oeste no marchaba como se había previsto. El objetivo era borrar del mapa a los elfos de Qualinesti y después tomar y ocupar el reino enano de Thorbardin para finales de año. Primero llegó la noticia de que Verminaard, Señor del Dragón del Ejército Rojo que había dirigido una brillante campaña en la región de Abanasinia, había hallado la muerte a manos de sus propios esclavos. Luego fue la noticia de que los qualinestis habían conseguido escapar y huir al exilio. Y posteriormente se informó al emperador de que se había perdido Thorbardin.
Éste era el primer revés verdaderamente serio que los ejércitos de los dragones habían sufrido, y Ariakas tuvo que viajar a través del continente hasta su cuartel general de Neraka para descubrir qué había ido mal. Ordenó al comandante que por entonces tenía a su mando la fortaleza de Pax Tharkas que viajara a Neraka para presentarle un informe. Por desgracia, había cierta confusión sobre quién tenía el mando tras la muerte de Verminaard.
Un hobgoblin —un tal Fewmaster Toede— afirmaba que el difunto Verminaard lo había nombrado su segundo al mando. Toede preparaba el equipaje para viajar allí cuando le llegó la noticia de que Ariakas había montado en cólera por la pérdida de Thorbardin y que había dicho que alguien pagaría por ello. Al enterarse de esto, Fewmaster recordó de repente que tenía pendiente un asunto urgente en otra parte. Ordenó al comandante draconiano de Pax Tharkas que informara él al emperador y después salió por pies sin perder tiempo.
Ariakas se instaló en sus aposentos del cuartel general de Neraka, capital del imperio de la Reina Oscura, y esperó con impaciencia la llegada del comandante. El emperador tenía muy buena opinión de Verminaard y le enfurecía la pérdida de un comandante militar tan diestro. Ariakas quería respuestas y esperaba que el comandante Grag se las proporcionara.
Grag no había estado nunca en Neraka, pero no tenía intención de hacer turismo. Otros draconianos le habían advertido de que los de su clase no eran bienvenidos en la ciudad, a pesar de que «los de su clase» estaban dando la vida para ayudar a la Reina Oscura a ganar la guerra. Grag sí vio lo que había deseado ver y que no era otra cosa que el Templo de la Reina de la Oscuridad...
Cuando los dioses destruyeron Istar, Takhisis había tomado la Piedra Fundamental del Templo del Príncipe de los Sacerdotes y la había trasladado a una meseta en las montañas Khalkist. Ubicó la piedra en el claro de un bosque y, lentamente, el templo empezó a crecer a su alrededor. Estaba utilizando el templo en secreto como una puerta por la que entrar al mundo cuando el acceso lo cerraron de manera brusca e inesperada un joven llamado Berem y su hermana, Jasla.