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El lobo dio un enorme bostezo y después agachó la cabeza para lamerse las partes.

—Exactamente lo mismo que pienso yo —rezongó Feal-Thas.

Tomó la segunda misiva, la abrió y miró el contenido. La letra era grande y garabateada. La firma, audaz y elegante, y casi ilegible.

«He llegado. ¡Espero con impaciencia nuestra reunión... Pronto!

— Kitiara.»

La palabra «pronto» estaba subrayada tres veces.

Feal-Thas se puso de pie y empezó a pasear por el suelo cubierto de nieve. Las largas pieles blancas que llevaba sobre ropas de gruesa lana, también blanca, arrastraban por el suelo detrás de él. Aunque era un mago Túnica Negra, el brujo invernal siempre vestía de blanco: túnica, pieles, botas de piel... Todo blanco. Era alto y esbelto, de rasgos delicados; tenía la tez pálida, casi traslúcida como el hielo. Con la indumentaria blanca, el pelo blanco y los ojos del color gris de las nubes cargadas de nieve, Feal-Thas se veía a sí mismo como la viva imagen del invierno, en armonía con el reino helado al que lo habían desterrado injustamente de joven y al que, inesperada e increíblemente, había llegado a amar.

—Esto es una mala señal para nosotros, amigo —le comentó Feal-Thas al lobo—. Ariakas quiere algo de mí, algo que cree que detestaré tener que dar. Así pues, envía a su Señora del Dragón para intimidarme. Conozco a esa Dama Azul. El emperador cree que voy a permitir que esa mujer me pisotee porque soy inferior, un elfo, y ella es humana y, por ende, un ser superior.

»En cuanto a lo que Ariakas desea, ésa es una incógnita fácil de resolver. Quiere la única cosa que valoro. Pues maldita sea esa dragona, esa bestia metomentodo y lameculos. Fue ella la que le contó a la reina que el orbe se hallaba aquí y Takhisis se lo dijo a Ariakas. Supongo que sólo era cuestión de tiempo que decidiera que lo quería.

Feal-Thas echó un vistazo a su alrededor y soltó un suspiro de fastidio. Había previsto una velada tranquila bebiendo vino caliente con especias mientras estudiaba sus conjuros. Ahora tendría que ir al castillo del Muro de Hielo para encontrarse allí con esa Señora del Dragón y oír los estúpidos planes de Ariakas.

—Reúne al tiro —ordenó al lobo, que, irguiendo las orejas y moviendo la cola, partió de inmediato.

Envuelto en las pieles, el brujo invernal abandonó el palacio. Su tiro de lobos lo esperaba fuera; cada animal, macho o hembra, estaba plantado en su sitio, delante del trineo. Arrebujado entre las pieles, al elfo casi no se lo veía. Dio la orden y la loba guía echó a correr a largos trancos y marcó el paso; detrás, los otros lobos le seguían el ritmo. El tiro arrastraba rápidamente el trineo a través de la nieve y del hielo. No hacía falta que Feal-Thas dirigiera a los lobos. Los animales sabían adonde iban.

Las garras del sol moribundo arañaban el cielo y dejaban jirones largos, sangrientos, por encima del que era su punto de destino: los muros cubiertos de hielo y la única torre que seguía en pie del castillo del Muro de Hielo.

Allá arriba, a gran altura, un dragón azul se elevó en espiral por encima de la torre; luego plegó las alas en un picado y se alejó volando hacia el norte.

10

Un caso de congelación. Hasta el cuello en un cenagal de hechiceros

El viaje al límite del glaciar debía de haber sido uno de los peores que Kitiara o Skie habían hecho nunca. El aire hacía daño al respirarlo, parecía atravesar los pulmones como agujas afiladas. Hasta los pelillos de la nariz se le congelaron, al igual que el aliento alrededor de la boca, que le cubrió los labios con escarcha. Ahora sabía lo que significaba «quedarse tieso de frío». Cuando Skie aterrizó por fin, Kit habría podido seguir sentada a lomos del dragón, tiritando, incapaz de moverse, si no la hubiese encontrado una partida de caza de varios kapaks. Los draconianos la bajaron de su montura y la llevaron al castillo del Muro de Hielo. Kit no podía caminar. Tenía los pies tan entumecidos que ni siquiera los sentía.

Kit había oído hablar de gente que había perdido dedos de pies y manos en las mordientes fauces del frío. Recordó a los mendigos lisiados en las afueras de Haven y se imaginó a sí misma entre ellos. Olvidando que estaba ansiosa de viajar allí para descubrir algo más sobre Laurana, maldijo a Ariakas con acritud por haberla enviado a aquel sitio horrible. Amor y celos también se habían congelado. A Kit le daba pavor quitarse las botas por miedo a lo que podía encontrarse.

Consiguió dejar de tiritar el tiempo suficiente para garabatear un mensaje a Feal-Thas. El elfo no vivía en el castillo del Muro de Hielo, como ella había imaginado, sino que se había construido un palacio a cierta distancia. Considerando las condiciones en las que se encontraba el supuesto castillo, no era de extrañar.

Los kapaks la condujeron a un cuarto al que llamaban «aposento del Señor del Dragón» a pesar de que en la actualidad no residía allí ninguno.

Feal-Thas había vivido allí en otro tiempo, a su regreso de Wayreth, mientras construía su Palacio de Hielo. En un gran cuenco de piedra, lleno de algún tipo de aceite, ardía un fuego que proporcionaba un mínimo de calor. Kitiara se acurrucó cerca de las llamas. Los kapaks la ayudaron a quitarse la armadura, pero a la guerrera todavía le daba miedo descalzarse porque seguía sin sentir los pies. Estaba realmente asustada cuando la puerta se abrió y un elfo alto y delgado, vestido con pieles, entró en la estancia.

Kitiara habría reprendido al elfo por entrar sin llamar antes, pero se sentía fatal y le castañeteaban los dientes. Todo lo más que pudo hacer fue lanzarle una mirada furiosa. El elfo la miró en silencio unos instantes y después giró sobre sus talones y salió. Regresó acompañado de un kapak que llevaba en las garras un cubo con agua humeante.

El kapak soltó el cubo delante de Kitiara, que miró el recipiente y después al elfo con aire desconfiado. Apretando los dientes consiguió mascullar:

—¿Qué diablos se supone que he de hacer? ¿Darme un baño?

Los finos labios del elfo esbozaron una sonrisa tan gélida como la temperatura del entorno.

—Mete los pies y las manos en el agua caliente.

Kitiara le dirigió una mirada incrédula y, mascullando algo ininteligible entre dientes, se acercó más a la lumbre del cuenco.

—El agua tiene propiedades curativas —prosiguió el elfo—. Aún no nos hemos presentado. Soy el Señor del Dragón Feal-Thas. Y tú, supongo, serás la Señora del Dragón conocida como la Dama Azul.

Se agachó delante de ella y, sin darle tiempo a reaccionar, le cogió un pie y le sacó la bota de un tirón. Kitiara miró y cerró los ojos con desesperación. Tenía los dedos de un color blanco cadavérico, con un horrendo tinte azulado. Feal-Thas los tocó, sacudió la cabeza y alzó la vista hacia la mujer.

—Parece que haces honor a tu nombre, Dama Azul.

Kit abrió los ojos para asestarle una mirada feroz.

—La lesión es grave —continuó el elfo—. La sangre se ha congelado, se ha vuelto hielo. Si no haces lo que te sugiero, habrá que amputar los dedos. Es posible que hasta pierdas el pie.

Kitiara habría seguido negándose a hacer caso, pero no sentía el tacto de las manos del elfo y eso le había dado un susto de muerte. Dejó que le quitara la otra bota y después, cautelosamente y con un gesto de dolor, metió primero un pie en el agua caliente y luego el otro.

El agua le produjo una sensación agradable, de alivio, hasta que los dedos de los pies empezaron a recuperar la sensibilidad. Unos pinchazos le atravesaron la carne como fuego líquido. El dolor fue atroz. Kit soltó un gemido ahogado e intentó sacar los pies del agua, pero el elfo plantó las manos sobre las piernas de la mujer.

—Tienes que dejarlos metidos —ordenó.

Tenía la voz melódica, como todos los elfos. Las manos posadas en sus piernas eran esbeltas y de aspecto delicado, pero aunque le soltara una patada no conseguiría librarse de su fuerte presa. Kit se meció atrás y adelante, estremecida por el dolor, mientras un movimiento espasmódico le sacudía las piernas. Entonces advirtió que los pies recuperaban el color. El terrible frío que parecía traspasarla hasta los huesos empezó a remitir y el dolor disminuyó.