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Se relajó y se recostó en la silla.

—Dijiste que esta agua poseía propiedades curativas. ¿Es agua sagrada? ¿Obra tuya, milord?

—El disimulo sobra, Señora del Dragón —contestó Feal-Thas al tiempo que le quitaba las manos de las piernas y se ponía de pie ante ella, alto y delgado, completamente vestido de blanco—. Has venido aquí para pedirme alguna cosa o para sonsacarme algo. Sea lo uno o lo otro, tenías que indagar y hacer preguntas para obtener información sobre mí. Deduzco que no descubriste gran cosa —los ojos grises chispearon—, pero sin duda habrás averiguado que soy hechicero, no clérigo.

Kitiara abrió la boca, pero volvió a cerrarla, perpleja. Todo lo que el elfo había dicho era cierto. Había ido allí para exigir que le entregara el Orbe de los Dragones y había hecho preguntas sobre él, si bien había descubierto muy poco. Sólo sabía que era un elfo oscuro y hechicero.

—En cuanto al agua, Señora del Dragón... —empezó Feal-Thas.

—Dejémonos de tratamientos ceremoniosos —lo atajó Kitiara a la par que le dedicaba su sonrisa sesgada más encantadora—. Para mis tropas soy la Dama Azul. Para mis amigos, Kitiara.

—El agua mana de una fuente que hay dentro del castillo, Señora del Dragón —continuó él, que puso énfasis en el título mientras un destello irónico asomaba a sus ojos—. Al no ser clérigo, ignoro qué dios bendeciría el agua, pero podría aventurar una conjetura. Antes de que lo cubriera el hielo, el castillo fue antaño una fortaleza en medio del mar. La fuente tiene grabado el símbolo de un fénix y, en consecuencia, deduzco que fue un regalo del Rey Pescador, Habbakuk.

Kitiara movió los dedos en el cubo. En realidad le importaba un bledo qué dios era mientras la curara... De todos modos, sólo era una charla con la que intentaba hacerse con el elfo.

—No veo por qué una persona en su sano juicio iba a querer vivir en este sitio horrible —comentó mientras sacaba los pies y se los secaba. Se puso de pie con cuidado y empezó a caminar por el cuarto para ayudar a que la sangre volviera a circular con normalidad—. Y tú eres elfo. Tu gente se pasa días componiendo sonetos a la hierba. Lloráis cuando cortáis un árbol. Tienes que detestar encontrarte aquí, Feal-Thas.

—Señor del Dragón Feal-Thas —la corrigió con frialdad—. Todo lo contrario. He vivido en esta tierra desde antes del Cataclismo. Aquí me siento en casa. Me he adaptado a las duras condiciones climáticas. Hace poco regresé a mi país de origen, Silvanesti. El calor me resultaba sofocante, agobiante. La espesa vegetación empezó a cerrarse sobre mí. La peste de las flores y las plantas me congestionaba la nariz. No podía respirar. Me marché en cuanto me fue posible.

—¿Por qué fuiste a Silvanesti, Señor del Dragón Feal-Thas? —Kitiara pronunció el título con un dejo irónico.

—Tenía asuntos pendientes con el rey Lorac —contestó el elfo.

Kitiara esperó con interés que continuara la historia, pero Feal-Thas no añadió nada más. Se quedó mirándola y Kitiara tuvo que retomar el hilo de la conversación.

—Supongo que habrás oído comentar que vuestro rey ha quedado atrapado por un Orbe de los Dragones que tiene en su poder —dijo—. Lorac vive esclavo de ese artefacto, apresado en una terrible maraña de pesadillas que corrompen y deforman tu tierra natal.

—Creo que he oído algo sobre eso, sí. Y te equivocas, Señora del Dragón; Lorac no es mi rey. Sirvo al emperador Ariakas.

Los ojos del elfo eran duros como un lago helado, y la mirada penetrante de Kit chocó contra el hielo y patinó.

—Unos artefactos peligrosos, esos Orbes de los Dragones —lo intentó de nuevo la guerrera—. Un gran riesgo, tenerlos a mano.

—¿En serio? —Feal-Thas enarcó una ceja fina y blanca—. ¿Has llevado a cabo un estudio sobre los Orbes de los Dragones, Señora del Dragón?

La pregunta sorprendió a la guerrera.

—No —se vio obligada a confesar.

—Yo sí.

—¿Y qué descubriste?

—Que los Orbes de los Dragones son artefactos peligrosos —contestó el elfo—. Que es arriesgado tenerlos a mano.

Kitiara sintió picor en la palma de la mano y no a causa del frío. Tenía unas ganas tremendas de abofetear el rostro de tez pálida y huesos delicados del elfo. El hecho de llegar allí medio congelada la había dejado a su merced. Había perdido el control de la situación y no se le ocurría cómo recuperarlo. Había metido la pata desde el principio. Tendría que haber estado mejor preparada para el encuentro con este Señor del Dragón, pero lo había subestimado por ser elfo. Había esperado que fuera escurridizo y taimado, servil y adulador, artero y solapado. En cambio, era circunspecto, directo y, obviamente, no estaba asustado ni impresionado.

Simulando estar absorta en sus pensamientos, Kit paseó por el cuarto sin dejar de observar al elfo ni un instante. Era un hombre y podría tratar de seducirlo, pero supuso que tendría más éxito si lo intentaba con un iceberg. Al igual que la implacable tierra en la que vivía, era frío, desapasionado. En su interior no alentaba llama alguna que lo enardeciera. Kit reparó en que el elfo se mantenía apartado del fuego, en la zona más fría de la estancia.

—¿Por qué viniste al límite del glaciar, Señora del Dragón? —inquirió de repente Feal-Thas—. Desde luego no ha sido para disfrutar de nuestro clima.

Kitiara iba a contestar que había asuntos importantes de la guerra que debía tratar con él, pero el elfo se anticipó.

—Ariakas te mandó aquí para apoderarte de mi Orbe de los Dragones.

—¡Incorrecto! —saltó, triunfante, Kitiara—. No he venido a apoderarme del Orbe de los Dra...

Feal-Thas gesticuló con impaciencia.

—Está bien, has enredado a un necio solámnico para que lo coja. Viene a ser lo mismo, porque el orbe lo destruirá y el emperador se quedará con el artefacto. Un plan ingenioso por parte de su señoría, aunque cuestiono su derecho a reclamar mi Orbe de los Dragones —dijo, poniendo énfasis en el posesivo.

—No sabía que Ariakas ya hubiera hablado contigo de esto, Señor del Dragón —comentó Kitiara, molesta.

—Ariakas habla lo menos posible conmigo —repuso secamente el elfo. Tiró la carta del emperador al suelo, a los pies de la mujer—. Si lo deseas, lee lo que escribe su señoría.

Kitiara recogió el papel, le echó un vistazo y frunció el entrecejo.

—Tienes razón, pero si no habla de ello, ¿cómo supiste lo del caballero...? ¡Espera! —exclamó, estupefacta—. No hemos acabado de hablar. ¿Adónde vas?

—A mi palacio. Esta conversación me aburre —contestó Feal-Thas, que se dirigía hacia la puerta.

—¡Aún no te he explicado las órdenes de su señoría!

—No es necesario, las entiendo de sobra —repuso el elfo—. Haré que te traigan comida y bebida.

—No tengo hambre —replicó Kit, enfadada—. Y no hemos terminado.

Feal-Thas abrió la puerta, se detuvo y miró hacia atrás.

—Oh, y respecto a la elfa, Lauralanthalasa, conozco el nombre, pero no a ella ni sé nada relativo a ella. Al fin y a la postre, es qualinesti. —Profirió el gentilicio con desagrado, como si por el hecho de pronunciarlo se manchara los labios. Salió del cuarto y cerró suavemente a su espalda.

—¡Qualinesti! —repitió Kit, pasmada—. ¿Qué diantre ha querido decir con eso? ¡Qualinesti! ¿Y cómo sabía que iba a preguntar por ella o algo relacionado con ella? ¿Cómo sabía lo del Orbe de los Dragones y el caballero si Ariakas no se lo había dicho?

Kit tomó un cobertor de pieles que había en la cama y se lo echó por los hombros.