—Este maldito asunto está empantanado de magia. Y yo estoy metida hasta el cuello en un cenagal de hechiceros —masculló para sí—. Primero esa bruja, Iolanthe, y ahora este elfo. Hechiceros que van y vienen a hurtadillas, salmodian, susurran y menean los dedos. A mí que me den un buen combate con armas de acero.
Le dio vueltas a la idea de marcharse del Muro de Hielo y que Ariakas se las arreglara con su elfo. El propio emperador utilizaba la magia y pondría a ese Feal-Thas en su sitio.
Era una idea tentadora, pero tuvo que descartarla. Volver con las manos vacías significaría admitir el fracaso, y el emperador no era tolerante con los que fracasaban. Con toda seguridad perdería su posición de mando. Y podría perder la vida. Además, la intranquilizaba ignorar cuánto sabía el elfo y qué uso podría darle a tal información. Si Feal-Thas sabía lo de Laurana también podría estar enterado de lo de Tanis. Y si Ariakas llegaba a descubrir que había alguna relación entre ella y los que habían matado a Verminaard...
Un frío sudor la empapó el cuerpo de golpe.
Se tumbó en la cama. No podía marcharse hasta que todo aquello estuviera solucionado. Tenía que aplastar a ese Feal-Thas, quebrantarlo, someterlo a su voluntad. A excepción de Tanis, no había conocido a ningún hombre al que no hubiera podido conquistar, y ese elfo no iba a ser diferente. Sólo tenía que descubrir su punto débil.
Kitiara devoró un copioso guiso de caribú y tomó un par de jarras de un tipo de bebida fuerte, reconfortante, que preparaban los kapaks. Segura de sí misma, se metió en la cama, debajo de un montón de pieles, y durmió profundamente.
Para cuando se despertó por la mañana ya había decidido que Feal-Thas debía de tener espías en el campamento de Toede; tal vez el propio Fewmaster. Alguien tenía que haberla oído preguntar por Laurana y habría informado de ello al elfo, que, como un falaz augur, había montado esa escena para engañarla y que creyera que había hecho algo especial.
Esa mañana le daría al elfo órdenes respecto al Orbe de los Dragones, y si no las cumplía, no sería culpa de ella. Habría hecho lo que su superior le había mandado. Cuando Skie regresara, abandonaría esa tierra aprisionada por el hielo y a su gélido hechicero.
Tirando de uno de los cobertores de pieles, Kitiara se arrebujó en él y fue en busca de Feal-Thas. Se perdió inmediatamente en un laberinto de salas y pasillos de hielo. Tras ir de aquí para allá, se topó con un kapak que le comentó que si el hechicero se encontraba en el castillo, probablemente estaría en la biblioteca, situada en la puerta contigua a la del cuarto en el que ella había pasado la noche.
Kitiara encontró la biblioteca. La puerta estaba cerrada, aunque al parecer no tenía echada la llave porque cedió un poco cuando la empujó ligeramente. Al recordar que el hechicero había entrado sin permiso en su cuarto la noche anterior, Kitiara la abrió de un empellón y entró sin más.
Al lado de una silla había una estera, y tendido en ella descansaba un gran lobo blanco, que se levantó de un brinco y clavó los ojos rojos en Kitiara. Un gruñido resonó en la garganta del animal, que, agachando la cabeza, echó las orejas hacia atrás y enseñó los dientes. Kitiara llevó la mano hacia su espada.
—Te habrá saltado al cuello antes de que desenvaines el arma —murmuró Feal-Thas.
El hechicero leía un libro grande encuadernado en cuero y no alzó la vista. Le dijo algo en su lengua al lobo y, alargando la mano, acarició suavemente la cabeza de la criatura. El lobo se calmó, pero no apartó los ojos rojos de Kitiara. Ésta no quitó la mano de la empuñadura de la espada.
Estaba que echaba humo. Una vez más la había pillado en desventaja, la había hecho ponerse a la defensiva y la había hecho quedar como una maldita idiota.
—Por favor, siéntate, Señora del Dragón —la invitó Feal-Thas, que señaló una silla.
—Para lo que voy a estar aquí, no hace falta que me siente —le replicó secamente—. Me han mandado para transmitirte las órdenes del emperador respecto al Orbe de los Dragones...
—A mi Orbe de los Dragones —la corrigió Feal-Thas.
Kitiara estaba preparada para esa controversia.
—Cuando ascendiste a Señor del Dragón hiciste un juramento a su Oscura Majestad. Prometiste servirla. El emperador es su representante en el mundo, designado por ella. Ariakas necesita el orbe y está en su derecho de reclamarlo para sí.
En los grises ojos del elfo hubo un destello.
—Podría cuestionar esa afirmación, pero supongamos que estoy de acuerdo. —Suspiró y cerró el libro—. Expón ese plan.
—Creía que sabías todo lo concerniente al asunto —repuso Kit en tono desdeñoso.
—Compláceme —replicó el elfo.
Kitiara relató cómo había engatusado al caballero, Derek Crownguard, para que viajara al Muro de Hielo a buscar el orbe. Feal-Thas frunció el entrecejo al oír aquello. El elfo llevaba el largo cabello blanco peinado hacia atrás y el surco marcado en la frente ponía de manifiesto su desagrado.
—Se me debería haber informado de que ibas a revelar el secreto del Orbe de los Dragones a otra persona. Lo has puesto en grave peligro. No por parte de ese caballero. —El ademán de Feal-Thas desestimó al humano por su irrelevancia—. El Cónclave de Hechiceros lleva siglos buscando este orbe. Si los hechiceros de la Torre se enteraran de esto...
—No lo descubrirán —le aseguró Kitiara—. Los caballeros quieren el orbe para quedárselo ellos y están haciendo todo lo posible para mantener esto en secreto. Desean tanto como tú, o más, que no caiga en sus manos.
Feal-Thas reflexionó unos instantes y después pareció estar de acuerdo, ya que no discutió.
—Le darás el orbe a la hembra de dragón blanco, Sleet. Cuando Derek Crownguard llegue —prosiguió Kitiara—, dejarás que encuentre el artefacto. Takhisis dará órdenes a Sleet, le dirá que puede matar a cualquiera de sus acompañantes si así lo desea, pero que a Crownguard no debe hacerle daño. Una vez que el caballero tenga el orbe y que, a su vez, el orbe se apodere de él, sea como sea que haga tal cosa, se permitirá marchar al caballero con el orbe. Lo llevará a Solamnia y ese reino caerá, igual que cayó Silvanesti.
La respuesta del elfo fue inesperada.
—A ti no te gusta este plan, ¿verdad, Señora del Dragón?
Kitiara abrió la boca para decir que consideraba el plan una auténtica genialidad, uno de los mejores de Ariakas, pero la mentira se le atravesó en la garganta.
—No soy quién para decir si me gusta o no —contestó al tiempo que se encogía de hombros—. Juré servir a su Oscura Majestad.
—Yo también intento servirla en todo —comentó Feal-Thas con falsa humildad. Alargó la mano para rascar al lobo detrás de las orejas—. No obstante, hay un problema. Puedo proporcionar al caballero Crownguard acceso al Orbe de los Dragones, pero no puedo garantizar que sobreviva lo suficiente para reclamarlo para sí. Su muerte no sería culpa mía, te lo aseguro —añadió al ver la mirada colérica de Kitiara—. No le tocaré un solo pelo del bigote.
—Como ya he dicho, Señor del Dragón, Sleet recibirá órdenes directas de Takhisis... —insistió Kitiara, exasperada.
—Lamentablemente, no puedo dar el orbe a la dragona.
—Será que no quieres dárselo —le espetó Kitiara con acaloramiento.
—Déjame acabar —pidió Feal-Thas al tiempo que alzaba la delicada mano—. Como te comenté, hice un estudio de los Orbes de los Dragones. Estabas en lo cierto al decir que son peligrosos. Hay pocas personas que tengan una idea de hasta qué punto lo son. Yo lo sé. La suerte corrida por Lorac podría haberla sufrido yo. El orbe lleva más de trescientos años en mi poder, desde que los hechiceros me pidieron que lo sacara de Wayreth para esconderlo y que el Príncipe de los Sacerdotes no se apoderara de él. Muchas veces he tenido la tentación de intentar controlar el orbe. Muchas veces he anhelado combatir con la esencia de los dragones atrapada en su interior. Me preguntaba: «¿Soy lo bastante fuerte para hacer que el orbe me obedezca?»