—Y yo me pregunto si nada de todo eso me importa un ardite —dijo Kit, mordaz.
Feal-Thas continuó como si no la hubiese oído.
—Me conozco a mí mismo. Uno no vive en soledad trescientos años sin sondear su alma. Conozco cuáles son mis puntos fuertes y cuáles los débiles. Hay que ser una persona fuera de lo común para intentar controlar un Orbe de los Dragones... Una persona totalmente segura de sí misma y que al mismo tiempo no se preocupe por sí misma, que no le importe su propia seguridad. Alguien así estaría dispuesto a correr el riesgo de jugárselo todo: la vida, el alma...
»Soy engreído, lo admito. Me importa mucho todo lo que me concierne. Acabé por comprender que probablemente no era lo bastante fuerte para sobrevivir a una confrontación con el Orbe de los Dragones. Observa que he dicho «probablemente». Siempre está esa mínima chispa de duda, ¿sabes? Me encontré caminando como un sonámbulo en mitad de la noche, oyendo la voz del orbe y sintiendo que tiraba de mí. Quería ir hacia él y mirar su interior, sentía el impulso de poner las manos sobre él. En un momento de debilidad podría sucumbir a la tentación. No podía correr ese riesgo.
—Ve al grano. —Kitiara dio golpecitos con la bota en el suelo.
—Hace cien años —prosiguió Feal-Thas—, creé un guardián mágico y lo metí en una cámara específicamente construida, junto con el Orbe de los Dragones. Ordené al guardián que matara a cualquiera que intentara hacerse con él. Eso me incluye a mí. Desde entonces he dormido mucho mejor.
El elfo reanudó la lectura del libro. Kitiara estaba boquiabierta y lo miraba con incredulidad.
—Mientes.
—Te aseguro que no. —Feal-Thas habló con desapasionada objetividad.
—Entonces... —Kitiara estaba confusa— echa al guardián. Dile que se vaya.
—Como guardián dejaría mucho que desear si pudiera controlarlo con tanta facilidad. —Feal-Thas esbozó una sonrisa y negó con la cabeza antes de seguir leyendo el libro.
Kitiara dio un paso hacia él.
El lobo se incorporó rápidamente, en silencio, y la mujer se paró.
—¿Qué quieres decir con que no puedes controlarlo? ¡Tienes que hacerlo! —exclamó—. ¡Son órdenes de Ariakas!
—Ariakas me ordenó que dejara entrar a Derek Crownguard en mi castillo. Así lo haré. Me ordenó que permitiera que Derek Crownguard encontrara el Orbe de los Dragones. Así lo haré...
—Y acabará muerto a manos del guardián —concluyó Kitiara.
—Eso dependerá del caballero. Crownguard podrá enfrentarse al guardián o no, a su elección. Si acaba con el guardián, entonces tendrá el orbe. Si el guardián acaba con él... Bien, siempre entraña cierto riesgo embarcarse en la búsqueda de artefactos valiosos. De lo contrario, esos odiosos caballeros no lo harían.
—No estás en absoluto preocupado porque te quiten tu orbe —acusó Kit—. Sabes de sobra que el guardián matará a Crownguard.
—El guardián es realmente formidable —admitió seriamente el elfo—. Ha protegido el orbe durante muchos, muchos años, y durante ese tiempo me temo que se ha vuelto extremadamente posesivo. Cuando digo que no puedo eliminarlo no es para salirme por la tangente. Te aseguro que me mataría en cuanto me viera.
—No te creo —insistió Kitiara.
—¿Y a mí qué me importa eso? —repuso Feal-Thas al tiempo que pasaba la página.
—Cuando milord Ariakas venga a hacerte una visita, sí te importará —amenazó la mujer.
—El emperador no dejará su preciosa guerra ni hará un viaje tan largo para reconvenirme, Señora del Dragón. —Alzó la vista hacia ella. En los ojos grises había un brillo divertido—. No seré yo quien habrá de enfrentarse a su descontento.
Apretando los puños sobre la piel con la que se cubría, Kitiara asestó una mirada feroz al elfo, furiosa, impotente. Tenía razón, el maldito. Nunca se había topado con un hombre tan exasperante y no sabía qué hacer.
—Takhisis no verá esto con buenos ojos —dijo finalmente.
—Mi dios es Nuitari, el hijo de Takhisis —contestó Feal-Thas al tiempo que se encogía de hombros—. Siente poco afecto y aún menos respeto por ella... Sentimientos que sin duda comprendes, considerando lo mucho que despreciabas a tu madre.
Kitiara abrió la boca y volvió a cerrarla. Sentía palpitarle la sangre en las sienes. Tratar con este elfo era como luchar con un fuego fatuo, uno de esos infernales habitantes de los pantanos. No dejaba de revolotear a su alrededor intentando ofuscarla y pinchándola allí donde menos esperaba.
Se clavó las uñas en las palmas de las manos. El hechicero intentaba engatusarla para atraerla hacia un cenagal de confusión. Debía centrarse en el asunto que los ocupaba y no hacer caso de lo que no tuviera relación con ello, como el hecho de que hubiera odiado a su madre.
—Quieres que nuestro bando gane la guerra... —empezó.
—Ah, el llamamiento a la lealtad —dijo Feal-Thas—. Me preguntaba cuándo recurrirías a eso. Llevo viviendo en este mundo varios siglos y, salvo un imprevisto, seguramente viviré unos cuantos más. He visto llegar y pasar emperadores. Seguiré aquí mucho después de que tú, Ariakas y el resto de sus jactanciosos Señores de los Dragones yazcáis en la tierra, descomponiéndoos. Seguiré aquí mucho después de que el gran imperio que está construyendo se haya desintegrado en polvo. En otras palabras, Señora del Dragón, me importa un pimiento vuestra guerra.
—Entonces ¿por qué te has tomado la molestia de llegar a Señor del Dragón? Por lo que tengo entendido, arriesgaste la vida al regresar a Silvanesti y espiar a tu propio pueblo. Traicionaste a tu propio rey...
—Eso fue algo personal —puntualizó fríamente el elfo.
—¿Por qué lo hiciste? ¡Porque como todos nosotros eres ambicioso! Quieres tener poder. Quieres gobernar. Deduzco que te propones desafiar a Ariakas...
—No confundas tu ambición con la mía, Señora del Dragón —manifestó el elfo sin dejar de leer atentamente el libro—. A lo único que aspiro es a que se me deje en paz para seguir con mis estudios.
Kitiara soltó una risa despectiva.
El señor elfo cerró el libro y lo apartó a un lado. Luego se puso a acariciar al lobo para tranquilizarlo. Al animal no le gustaban las risotadas de Kitiara ni sus movimientos bruscos.
—Nací y crecí en Silvanesti. Como todos los demás elfos, yo amaba a mi país más que a la propia vida. Por razones en las que no entraré porque ya carecen de importancia, fui desterrado inmerecidamente de mi exuberante y verde paraíso y me mandaron a una tierra donde no había nada vivo, donde no crecía nada. Una tierra de muerte y desolación. A mi muerte, o eso pensé.
»Era pleno invierno. Los habitantes de esta región me encontraron moribundo, casi congelado. Nunca habían visto un elfo, así que no sabían quién era, pero eso no importaba. Me llevaron a su hogar, me proporcionaron calor, comida y cobijo. Aprendí sus secretos, unos secretos que jamás le habían revelado a un forastero. Una mujer me desveló tales secretos por el amor que sentía por mí, por un apuesto y joven elfo.
»Hurté sus secretos. Traicioné su amor y la traicioné a ella y a la gente que me había salvado al entregarlos a los ogros que antaño habitaban esta tierra. Mi amante y su pueblo fueron masacrados y, una vez muertos, me apoderé de su tierra y sus posesiones. Mi palacio se levanta ahora sobre el establo donde incineré sus cadáveres.
»Soy esta tierra, Señora del Dragón. Soy hielo. Sentimientos tales como la piedad, el amor o la compasión resbalan sobre mi superficie helada. Si por ventura hallara un modo de tocar el sol, dudo que siquiera su fuego pudiera deshelarme.
»¿Que qué quiero? Paz. Soledad. Quiero vivir aquí, en mi palacio, con mis lobos del invierno y mis libros durante el resto de mi vida. Y desciendo de una familia longeva hasta para la raza elfa. No quiero que se me moleste. No quiero gobernar a nadie. Gobernar significa tener que tratar con gente. Significa establecer leyes, recaudar tributos y librar guerras, porque siempre hay alguien que quiere lo que has conseguido e intentará arrebatártelo.