»Me convertí en Señor del Dragón porque vi que era el medio de lograr mi meta. Me propongo borrar todo vestigio de vida en esta parte del mundo. Los thanois destruirán a los Bárbaros de Hielo. Los kapaks destruirán a los thanois. Mis lobos y yo destruiremos a los kapaks. Un bendito silencio caerá sobre mi tierra, un silencio que sólo existe en un lugar deshabitado que yace, silente, bajo el manto impoluto de nieve virgen.
»Así pues ¿preguntas que qué quiero, Señora del Dragón? Quiero silencio. —Feal-Thas tomó otro libro y lo abrió.
—Podrías encontrar el silencio en la muerte, ¿sabes? —repuso torvamente la guerrera.
—Inténtalo —la desafió el elfo—. Está a mi alcance convertirte en un sólido bloque de hielo con sólo un gesto y una palabra. Después colocaría tu estatua en el salón como un monumento perdurable a la estupidez.
Reanudó la lectura del libro.
Kitiara asestó una mirada furiosa al elfo, pero fue en balde porque él ni siquiera la miró. Sopesó sus opciones. Podía regresar con Ariakas y presentarle una queja de Feal-Thas, pero con eso sólo conseguiría que el emperador se enfadara con ella. Podía marcharse del Muro de Hielo y dejar que el estúpido caballero llegara y se hiciera matar, sólo que, también en este caso, Ariakas la culparía a ella. O podía ocuparse personalmente del problema.
—Supongo que no tendrás nada que objetar a que yo mate a ese guardián, ¿verdad? —le preguntó Kit.
Feal-Thas pasó la página.
—¡Adelante! Siempre me queda la opción de crear otro.
—Eso no sería necesario —replicó Kitiara, mordaz—. Le entregaré el orbe a Sleet y le ordenaré que no te deje tocarlo. Así podrás dormir por la noche. ¿Qué tipo de guardián es? —Consideró las habilidades que con más probabilidad tendría el hechicero y el posible emplazamiento—. ¿Un gigante de la escarcha? ¿Un tumulario invernal?
A Feal-Thas se le curvaron los labios en un gesto que era lo más parecido a una risa que se le había visto en el último par de siglos.
—Nada tan trillado, Señora del Dragón —contestó—. El guardián es creación propia. Algo único. O eso creo.
Kitiara giró sobre sus talones y abrió la puerta con un sonoro golpetazo.
Feal-Thas sonrió y rascó al lobo detrás de las orejas mientras seguía leyendo.
11
Muerte en el hielo. El Orbe de los Dragones
Tras dejar a Feal-Thas, Kitiara fue en busca del comandante de las tropas kapaks. Salió del edificio donde el Señor del Dragón tenía la biblioteca y la cegó el deslumbrante resplandor del sol en el hielo. Se protegió los ojos con la mano y cuando por fin logró ver de nuevo comprobó que no se había perdido mucho. Lo único que quedaba de la antigua fortaleza era un patio helado, varias dependencias desmoronadas, también cubiertas de hielo, y una torre que sobresalía entre el hielo. En el centro del patio, una fuente esculpida en forma de fénix lanzaba un chispeante chorro de agua clara que subía con fuerza y después se precipitaba en cascada a un pilón que había debajo. Kitiara había oído con escepticismo la historia del elfo sobre el agua sagrada con poderes mágicos, pero el hecho de que la fuente no estuviera congelada a pesar del frío glacial ya era en sí un milagro.
No se detuvo a admirar la fuente. Tenía la sensación de que el aire gélido que soplaba desde el glaciar iba a congelarle la cara. Al ver draconianos que salían y entraban de una de las dependencias, Kit dio por sentado que aquél era su cuartel general. Arrebujándose en las pieles, cruzó el patio a todo correr. Resbaló, patinó por el helado pavimento y envidió a los draconianos sus pies con garras.
La puerta estaba cerrada para que no pasara el frío. Kit no quería soltar las pieles para llamar a la hoja de madera, así que golpeó con la puntera de la bota y, a pesar de tener los labios entumecidos por la baja temperatura, no dejó de mascullar maldiciones hasta que alguien acudió a abrir.
El calor de dos quemadores de aceite la envolvió. Dentro había varios kapaks; uno de ellos impartía órdenes mientras que los otros reunían equipo. Al parecer, el comandante y sus tropas se preparaban para salir a una expedición de caza. Los kapaks llevaban pieles muy tupidas echadas sobre el cuerpo escamoso, con el pelo hacia dentro. Con la piel, el cuero y las escamas, los draconianos semejaban una especie de híbridos extravagantes.
Los kapaks le echaron una ojeada a Kitiara sin dejar lo que estaban haciendo, aunque no mostraron un especial interés en ella. Kit pensó en el comentario de Feal-Thas respecto a que planeaba acabar con los kapaks, y se preguntó si debería advertir al comandante draconiano de que no se fiara de su señor. Decidió que la advertencia no era necesaria porque los draconianos nunca se fiaban de nadie.
Le preguntó al comandante si podía hablar con él. El jefe draconiano mandó a su tropa que se pusiera en marcha y después se volvió hacia la mujer. Las escamas de color cobrizo brillaban a la luz de la lumbre. Se mostró muy gustoso de hablar con Kit, aparentemente contento por la compañía.
«La vida aquí debe de ser aburrida de narices», pensó para sus adentros Kitiara.
En primer lugar hablaron del Orbe de los Dragones. El comandante conocía la existencia del orbe, si bien nunca lo había visto ni había tenido nada que ver con el artefacto.
—¿Dónde está? —preguntó Kitiara.
—Abajo, en los túneles del hielo —respondió el kapak, que señaló con las garras en dirección al suelo—. Cerca del cubil de la dragona.
—Tengo entendido que hay un guardián que vigila el orbe —dijo Kit—. ¿Puedes decirme qué es?
—Que me cuelguen si lo sé.
—¿Nunca lo has visto?
—No he tenido motivos para hacerlo. El elfo me habló del Orbe de los Dragones y nos ordenó a mis tropas y a mí que no nos acercáramos a esa parte del castillo. Yo obedezco órdenes.
—¡Vaya! Qué draco más bueno eres —dijo Kitiara, contrariada.
El kapak enseñó los dientes al esbozar una sonrisa sarcástica.
—Oh, fui a echar un vistazo para asegurarme de que se velaba por los intereses de su Oscura Majestad, por supuesto.
—Por supuesto —repitió Kit con ironía—. ¿Y se hacía?
—Por lo que vi, sí —contestó el comandante.
—¿Así que viste al guardián?
—No, pero vi lo que les había hecho a los que lo habían visto... Un grupo de thanois, o lo que quedaba de ellos, que no era mucho. El hielo estaba pringado por todos sitios de sangre y hueso, pelo y grasa.
—¿Esos thanois buscaban el orbe?
—Lo dudo. Tienen pocas luces. Probablemente acabaron en la cámara del orbe por error, de camino a la despensa.
—El simple hecho de que vieras unos huesos no significa que haya un guardián —argumentó Kitiara—. Feal-Thas podría haberlos matado y después hacer que pareciera que un monstruo horrible los había masacrado.
El kapak soltó una risa que sonó como un ululato.
—Nunca has visto los huesos de la pierna de un thanoi, ¿verdad?
—Nunca he visto a un thanoi —repuso Kit, impaciente—, mucho menos los huesos de la pierna. ¿Qué clase de seres son?
—Los Bárbaros de Hielo los llaman hombres-morsa. Son bestias corpulentas, gruesas, con mucha grasa. Caminan erguidas como los hombres, aunque por los colmillos y el pellejo se asemejan a las morsas. Son grandes y fuertes. Un thanoi podría sostenerme, con alas, armadura y todo lo demás, debajo de un brazo y ni siquiera notar el peso. Los huesos de las piernas son gruesos como troncos de árbol, puede que más. —La cola del kapak se agitó y golpeó contra el suelo—. Bien, pues, esos tocones de árbol figurados estaban partidos en dos y esparcidos como ramitas. Dudo que Feal-Thas, con esas manos delicadas que tiene, hiciera algo así.
Kitiara no parecía muy convencida.
—Parece obra de un dragón —sugirió.