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—A los thanois los atacaron mucho antes de que llegara Sleet. Lo que quedó de ellos se ha preservado bien en el hielo, y si quieres mi opinión, hasta la dragona tiene miedo del guardián. Sleet no se acerca a la cámara donde está guardado el orbe.

Kitiara sacudió la cabeza. Pateó el suelo para que los pies le entraran en calor y empezó a pasear de un lado a otro del cuarto, más que por estar inquieta, para no quedarse helada.

—¿A qué viene hacerme todas esas preguntas sobre el guardián? —preguntó el comandante.

—Porque tengo que enfrentarme a él —respondió, taciturna.

La lengua del kapak asomó entre los dientes y se agitó en un gesto de estupefacción.

—¿Vas a robarle el orbe a Feal-Thas?

—No, claro que no voy a robarlo —replicó ella con mal humor—. ¿Qué iba a hacer yo con un Orbe de los Dragones? Ojalá no hubiera oído hablar de él nunca. Sólo me ha causado problemas.

Dejó de caminar de un lado al otro del cuarto para detenerse enfrente del draconiano.

—Si tuviera soldados que me apoyaran...

—¡Ni soñarlo, señora! —exclamó el comandante a la par que negaba con la cabeza.

—Soy una Señora del Dragón —arguyo Kit, ceñuda—. Podría ordenarte que me ayudaras.

—Recibo órdenes del Señor del Dragón Feal-Thas —repuso el comandante, que volvió a sonreír—. Y dudo que vaya a ordenarme que te ayude a robarle su Orbe de los Dragones.

—¡No voy a robarlo! —protestó Kitiara—. Voy a entregárselo a la hembra de dragón para que lo ponga a buen recaudo.

—Ahí abajo está más que seguro, créeme —adujo el kapak.

—Hay órdenes que he cumplir. Dime cómo llegar allí y punto.

—Allá tú. —El draconiano se encogió de hombros.

Le indicó el camino a seguir a través del laberinto de túneles, que comparó con el complejo sistema de alcantarillado de Palanthas, y después fue a reunirse con sus soldados. Kit siguió con la mirada al grupo, que, armado con arcos y flechas, emprendió la ardua caminata.

Kitiara reanudó los paseos por el cuarto mientras reflexionaba.

De modo que era cierto que había un guardián. Tampoco podía ser tan peligroso. Ni por un instante había creído esa estupidez de que Sleet le tuviera miedo, como había afirmado el kapak. Los dragones eran el último eslabón de la cadena alimentaria. No le temían a nada ni a nadie. El comandante sólo intentaba asustarla. ¡Esa historia absurda sobre tibias rotas! Seguramente sus hombres y él estarían desternillándose de risa en ese momento a costa de su simpleza.

Tratando de imaginar qué podría ser el guardián para así decidir qué armas utilizar contra él, Kit recordó todas las historias que había oído contar sobre guardianes con la misión de proteger un tesoro valioso. ¿Un muerto viviente? ¿Un ghoul o fantasma? Desde luego, su naturaleza tenía que ser mágica. Tal vez un gólem. O quizá fuera un gigante de la escarcha, aunque Feal-Thas hubiera dicho que no lo era. Pero los habitantes del castillo tendrían que estar enterados de que había un gigante encadenado en el sótano. Kit pensó en ese monstruo y en aquel otro, y de repente cayó en la cuenta de que con pensar no estaba consiguiendo nada excepto un dolor punzante en las sienes.

«¡Al Abismo con él!», dijo para sus adentros, iracunda.

Arrebujándose en las pieles, se puso a rebuscar en el surtido de armas del kapak. Kit tenía su espada, pero quería un arma kapak y halló una que le encajaba bien —una pequeña de hoja curva que podía meterse en el cinturón—, un par de dagas y una lanza. Tuvo cuidado de no tocar las hojas de las armas draconianas, porque los kapaks las lamían para impregnarlas de saliva venenosa, que era la razón por la que Kit quería usarlas. También recogió un escudo, de camino hacia la puerta.

Cruzó el patio de nuevo para volver a su habitación, aunque primero pasó por la biblioteca para decirle un par de cosas a Feal-Thas. Sin embargo, el elfo no se encontraba allí, aunque el lobo sí estaba y Kitiara se marchó sin demora. Se encontró con que alguien había llevado comida a su cuarto mientras estaba ausente. Dio buena cuenta de ella, que ayudó a pasar con dos grandes tragos de aguardiente enano que llevaba en un frasco y que la ayudaron a entrar en calor. Después vertió en el suelo lo que quedaba de aguardiente.

Se puso la armadura y se ciñó el cinturón del que pendía la espada corta en su vaina. Metió otra espada en el cinturón, así como el frasco vacío. Se envolvió en las pieles y salió al patio, donde llenó el frasco con el agua supuestamente bendita de la fuente.

Sintiéndose preparada para cualquier cosa, desde gigantes a zombis, Kitiara se encaminó hacia los niveles inferiores del castillo.

Kitiara no tenía miedo de ese guardián. Sabía que lo derrotaría. Sin embargo, le molestaba tener que perder tiempo y energías en hacerlo. Todo el asunto era estúpidamente irónico. Debería encontrarse en Solamnia matando caballeros y, sin embargo, allí estaba, a punto de enfrentarse a un monstruo para mantener con vida a un estúpido caballero.

Según el kapak, los manantiales del glaciar habían excavado los primeros túneles en el hielo, debajo de las ruinas del castillo. Feal-Thas había agrandado y acondicionado los túneles naturales con su magia para crear la cámara del Orbe de los Dragones. A su llegada al castillo, Sleet había establecido su residencia en un cubil excavado mágicamente por algún dragón blanco eones atrás, y lo había ampliado a su gusto agregando entradas y salidas nuevas, además de excavar otros túneles.

Kit no tendría problemas para encontrar un sitio por el que bajar al laberinto subterráneo, según el kapak. Con frecuencia, partes del glaciar se desprendían y dejaban tramos de los túneles al descubierto.

La guerrera encontró uno de esos accesos que se abría a lo que parecía la galería inclinada de una topera abierta en el hielo. Empezó a descender con precaución, paso a paso, cautelosa, pero casi de inmediato resbaló. Soltó escudo y lanza a fin de frenar la caída, pero acabó deslizándose sobre el trasero la mitad del túnel. El escudo llegó hasta el fondo y chocó contra una pared con un golpe tan estruendoso que debió de oírse hasta en Flotsam.

Maldiciendo a todos los hechiceros del mundo, Kitiara recorrió a gatas el último tramo del helado tobogán de hielo. Recobró el escudo al final de la rampa y consiguió ponerse de pie. El sol radiante penetraba a través del hielo e iluminaba los túneles con una espectral luz de color verdoso. La guerrera se quedó mirando las paredes.

Cansado de perder a sus soldados en aquel laberinto, el comandante kapak le había contado a Kitiara que había ideado un sistema para señalizar los túneles a fin de que cualquiera que se aventurara en ellos tuviera una probabilidad razonable de hallar el camino de vuelta a la superficie. Las marcas estaban talladas en el hielo y las había en todos los cruces. Unas toscas flechas indicaban la dirección a la salida. Un dibujo con alas y cola señalaba la que llevaba al cubil de la hembra de dragón. Los túneles que conducían a la cámara del orbe se habían marcado con una «X» ominosa.

Kitiara se encaminó hacia el cubil de la dragona. A despecho de lo que el kapak le había dicho sobre que Sleet le tenía miedo al guardián, Kit pensó que merecía la pena intentar que le prestara ayuda. La guerrera había urdido una mentira en cuanto a la razón por la que tenía que acabar con el guardián del Orbe de los Dragones. Era un embuste poco convincente, pero los dragones blancos no destacaban por su inteligencia. Skie se refería a los blancos como los enanos gullys de los dragones. Kit suponía que si la mentira no funcionaba, siempre le quedaba el recurso de intimidar a la blanca para que la ayudara.

Resultó que se había tomado todas esas molestias para nada.

Kit encontró el cubil de Sleet, pero no a ella. La dragona se había marchado no hacía mucho a juzgar por el cuerpo medio comido de un caribú, pero ahora no se encontraba allí. Decepcionada, Kitiara dio media vuelta para marcharse y tropezó con Feal-Thas, que se hallaba justo detrás de ella.