—Reflejos rápidos —comentó el elfo al ver la daga que daba la impresión de haber saltado a la mano de la mujer.
—¡Tienes suerte de que no te haya cortado el cuello, necio! —gruñó Kit, furiosa porque el hechicero se hubiese aproximado a ella y la hubiera sorprendido así. Nunca habría imaginado que alguien pudiera ponerse a sudar de golpe habiendo una temperatura tan gélida, pero la prueba la tenía ahora en sí misma.
—¿Buscabas a Sleet? —preguntó en tono suave Feal-Thas—. No está aquí. La envié a llevar un mensaje a nuestro compañero Señor del Dragón, en Khur, y estará ausente durante un tiempo, supongo. —El elfo apretó los labios en un remedo de sonrisa—. No estoy muy convencido de que sepa dónde queda Khur.
Se disponía a marcharse, pero se volvió de nuevo hacia Kit.
»Que esto no sea motivo de frustración para ti —dijo—. Sleet no te habría servido de nada contra el guardián, como no tardarás en comprobar. Buena suerte, Señora del Dragón.
Echó a andar con pasos ágiles y silenciosos en el suelo resbaladizo. Kit apretó con todas sus fuerzas la empuñadura de la daga en un esfuerzo por resistir las ganas de hundir la hoja entre los omóplatos del elfo. Luego volvió a guardarla dentro de la bota.
Salió del cubil de Sleet y, siguiendo las marcas destinadas a advertir a la gente que no fuera en esa dirección, se internó en los túneles con cautela. Se preguntó cómo distinguiría la cámara cuando llegara a ella, pero resultó que no tuvo ninguna dificultad en identificarla.
Había llegado a un cruce en el que un pasadizo estrecho se desviaba en ángulo desde el túnel principal. Allí no había ninguna «X» marcada. Ni falta que hacía. Un reguerillo de sangre había corrido por el pasadizo hasta el túnel antes de congelarse en el hielo. Kit siguió el escalofriante rastro y halló la escena de muerte violenta exactamente como el comandante kapak la había descrito.
La guerrera desenvainó la espada sin demora y alzó el escudo. Había visto muchas cosas horribles a lo largo de su vida. Ella misma había matado a un buen número de hombres y monstruos y no era de las que daban un respingo al ver entrañas humeantes desparramadas o miembros cercenados. Aquello no era lo peor que había visto, pero sí era lo más inusitado: una masacre congelada en el hielo.
La sangre embadurnaba los muros de hielo y creaba una alfombra macabra en el suelo. Había goteado del techo hasta congelarse y formar extraños carámbanos de color rosáceo. Grumos de carne congelada con mechones de pelambre y pegotes de sebo estaban esparcidos en horribles montones por todo el pasadizo. Kit encontró un colmillo roto y varios huesos partidos.
Lo que le dio que pensar y la hizo desenvainar la espada fueron las huellas ensangrentadas marcadas en el hielo. Había visto una zarpa cercenada en el suelo e imaginó que pertenecía a un thanoi, y era consciente de que fuera cual fuese la garra que había dejado esas huellas no era una de las cortas y rechonchas de los thanois. Las marcas ensangrentadas estaban muy separadas pero se sucedían uniformemente, lo que significaba que las manos o los pies que las habían hecho eran extremadamente grandes.
Con una ojeada al pasadizo Kit se hizo una idea bastante aproximada de lo que había ocurrido. Los thanois habían entrado en ese ramal del túnel principal ya fuera por casualidad o a propósito. Se habían topado con el guardián y se había producido una lucha desesperada. El calor generado por numerosos cuerpos que combatían para salvar su miserable vida había hecho subir la temperatura del pasadizo, de manera que la sangre y otros fluidos habían impregnado el hielo que empezaba a derretirse y que había vuelto a congelarse una vez que el combate hubo terminado. En cuanto a lo que había sucedido al resto de los thanois —faltaban las cabezas— Kit prefería no pensarlo.
Miró al fondo del pasadizo y vio que había dado con el sitio que buscaba. El túnel se abría a una cámara excavada en el hielo. En el centro, debajo del techo de hielo abovedado, había un objeto —el Orbe de los Dragones, era de suponer— colocado en un pedestal de hielo. Era una cámara abierta de par en par, sin puertas ni cerrojos que protegieran el orbe. Sólo el guardián.
Fuera lo que fuese. Estuviera donde estuviese.
Desde su posición estratégica en el pasadizo, Kit veía toda la cámara; estaba vacía, salvo por el Orbe de los Dragones.
Sosteniendo la espada ante sí y sin bajar el escudo, Kitiara avanzó despacio, con sigilo, pasadizo adelante. «Un poco de miedo nunca viene mal —le decía siempre su padre—. Te mantiene alerta, despierto. Pero no permitas nunca que el miedo te domine.» Kitiara estaba más decidida que asustada. Quería ver a ese guardián, a ese monstruo. Quería matarlo y llevar la cabeza chorreando sangre a Feal-Thas para arrojársela a los delicados pies.
Al aproximarse más, reparó en que la cámara que guardaba el Orbe de los Dragones estaba impoluta. Ni una gota de sangre afeaba las paredes ni ensuciaba el blanco prístino de los muros, el techo y el suelo. O el guardián conservaba limpia la cámara o se había tomado la molestia de llevar a cabo la matanza en el pasadizo. Teniendo aquello presente, Kit pegó la espalda a la pared de hielo y avanzó lentamente pasando por encima de los restos sanguinolentos de los thanois, muy atenta a todo cuanto había a su alrededor.
A pesar de aguzar el oído al máximo, no oía nada y el silencio la ponía nerviosa. Nunca la había envuelto un silencio tan tremendo. Era como si el mundo hubiera acabado, como si todo lo vivo hubiera sido arrasado y sólo quedara ella. Cualquier ruido que hacía, por mínimo que fuera —el crujido del hielo al pisar el suelo, el traqueteo de la armadura, el tintineo de la cota de malla, el silbido de la respiración dentro del yelmo cerrado de Señora del Dragón— parecía retumbar en el cielo. A despecho del frío, no dejaba de sudar. Irritada, deseó que el guardián atacara y acabar así de una vez con el suspense.
Kitiara nunca había destacado por su paciencia.
De repente se le ocurrió que el Orbe de los Dragones podría ser su propio guardián y lanzó una mirada penetrante al artilugio. Deseó, tardíamente, haber hecho algún tipo de investigación sobre los orbes, puesto que ignoraba qué hacían y qué no hacían esos objetos; ni siquiera sabía qué aspecto tenían. Después de todo, a lo mejor esa esfera no era en realidad un orbe. Sí, desde luego su forma era esférica. Estaba hecho de cristal y daba la sensación de ser muy frágil, como si un grito fuerte pudiera hacerlo añicos. En el interior se arremolinaba una niebla de pálidos tonos cambiantes: rojos, azules, verdes y negros veteados con franjas blancas.
Avanzó un poco más. Los colores del interior del globo eran hermosos; titilaban y formaban remolinos. Experimentó el deseo repentino de tocar el orbe. El cristal parecía tan suave... Bajó la espada y el escudo y estaba a punto de dejarlos caer al suelo cuando una voz la sobresaltó.
Tengo miedo.
Kitiara giró sobre los talones velozmente, en guardia.
La cámara estaba desierta. No había nadie allí. Se volvió hacia la esfera sin poder remediarlo y comprendió que la voz venía del artilugio. Era el orbe el que hablaba.
Descanso en el pedestal dorado y la gente pasa por delante sin reparar en mí, porque llevo tanto tiempo en la Torre que para ellos sólo soy ya un objeto más que acumula polvo. Soy parte del mobiliario. Se detienen delante de mí y conversan en voz baja y temerosa. Los escucho con la mente de los dragones y oigo lo que hablan. Lo que dicen me asusta.
Creen que no les oigo o que no entiendo. Han pasado tantos años desde mi creación que han olvidado mis poderes.
Pero entiendo. Oigo hablar del ascenso del hombre al que conocen como el Príncipe de los Sacerdotes. Oigo que teme a todos los que practican la magia porque no puede controlarlos. Ha amenazado con exterminarlos a todos. Últimamente envió un ejército para que atacara la torre hermana de Daltigoth. Los magos prefirieron destruirla antes que permitir que cayera en manos de gente que no entiende el tremendo poder de la magia. Temen que la siguiente sea nuestra Torre de Wayreth. Su ejército se ha puesto en marcha y muchos hechiceros que habían hecho de la Torre su hogar ya han decidido dispersarse.