Y yo también he de huir. Un Orbe de los Dragones no tiene que caer en manos del Príncipe de los Sacerdotes. Dicen que me destruiría o, lo que es peor, que podría intentar controlarme y utilizar mi poder para sus propios fines.
Así que han decidido usar la magia para trasladarme a regiones etéreas, a recorrer los caminos de la magia ocultos en el tiempo y el espacio que me lleven a un reino lejano. Será un viaje cargado de peligros porque corren rumores de que los clérigos del Príncipe de los Sacerdotes se han vuelto tan poderosos que pueden recorrer los caminos de la magia, donde esperan para sacar de las regiones etéreas a magos viajeros y matarlos en nombre de la virtud.
Feal-Thas, el brujo invernal, se ha ofrecido voluntario para transportarme a un lugar seguro, una tierra fría y yerma, la tierra a la que lo exiliaron cuando lo juzgaron por su crimen y el monarca silvanesti, Lorac Caladon, dictó sentencia.
Los magos creen que allí estaré a salvo porque el Príncipe de los Sacerdotes no tiene interés alguno en esta región donde no hay riqueza y muy poca gente lo venera.
Iré con Feal-Thas, no porque quiera, sino porque tengo miedo de quedarme aquí. Veo oscuros nubarrones acumulándose y un viento terrible que se levanta de mares hirvientes y fuego que cae del cielo. Veo la ira de los dioses descargándose como un martillo sobre Krynn. Veo a la gente clamar a los dioses y no obtener respuesta.
Si me quedo aquí, estoy condenado, y aunque me exaspera el exilio, lo acepto. Bajo la custodia de este hechicero viajaré al territorio del límite del glaciar y permaneceré escondido en aquel yermo odioso hasta que llegue el momento en que el poder de los dioses vuelva al mundo.
Entonces hallaré un modo de escapar.
La niebla se agitaba en remolinos y los colores eran bellos, hipnotizadores. Kit tuvo la impresión de ver unas manos que se tendían hacia ella.
El momento llegó. Es la hora. Los dioses han regresado. Eres justo lo que necesito. Acércate. Tócame. Ayúdame a escapar.
Kitiara escuchaba, embelesada. Se acercó.
—¿Quién eres? —susurró—. ¿Qué poderes tienes? Si te ayudo, ¿me los darás...?
Más que ver, sintió que algo entraba en la cámara.
12
El guardián
Kitiara se quedó muy quieta. Entrecerró los ojos y retrocedió, a la defensiva. Unos segundos antes la cámara estaba vacía y entonces ese hombre se había materializado dentro, de pie, cerca del Orbe de los Dragones. Era un humano. Vestía una armadura que tenía el aspecto de haber tomado parte en muchas batallas porque estaba llena de abolladuras y arañazos, pero se notaba que estaba bien cuidada. Kit la identificó como la de un Caballero de Solamnia.
El caballero no la había visto. Estaba de espaldas a ella y miraba hacia el techo. Algo en aquel hombre, en su actitud, en su forma de moverse —airoso y ligero, pero con poderío— le resultaba familiar. El caballero portaba espada, pero no se cubría con yelmo. Tenía el cabello oscuro y rizado y lo llevaba corto. Parecía esperar algo, porque desvió la vista del techo a las paredes y después empezó a darse la vuelta.
—¡Quieto ahí! —ordenó Kitiara—. No acerques las manos a las armas y vuélvete despacio.
El caballero así lo hizo, con una soltura casi perezosa que la guerrera conocía bien. Se le encogió el corazón y después le empezó a latir desbocado, dolorosamente. El caballero se volvió hacia ella. Kit reconocía los movimientos, el oscuro y rizado cabello, el elegante bigote, el semblante moreno, de rasgos atractivos... Intentando atisbarle la cara a través de las rendijas de la visera del labrado yelmo de Señora del Dragón, se la quedó mirando fijamente.
—¿Eres tú la que está ahí, dentro de ese cubo, Kit? —preguntó. La guerrera no había oído aquella voz profunda, efusiva, hacía muchos, muchos años, pero aun así la conocía tan bien como la suya propia—. ¿No me reconoces? Baja la espada. Soy tu padre, muchacha.
Kitiara siguió aferrando el arma con fuerza y no respondió. Aquello tenía que ser un truco.
—Has crecido, Kit —siguió Gregor Uth Matar en tono admirado—. No me lo esperaba. Supongo que pensé que aún eras la adolescente que dejé atrás. Y me disculpo por eso, dicho sea de paso —añadió al tiempo que se encogía de hombros—. Tenía intención de volver a buscarte como te prometí. Me propuse regresar a Solace media docena de veces, pero nunca lo hice. Siempre había una guerra que librar o una mujer a la que amar...
Esbozó una sonrisa afectuosa y ambigua, la misma que había encandilado el corazón de tantas mujeres.
—Supongo que no se perdió nada porque no volviera. Después de todo, no me necesitaste. Salta a la vista que has sabido salir adelante muy bien por ti misma. Una Señora del Dragón. Estoy orgulloso de ti, Kit...
Adelantó un paso más.
—¡No te muevas! —ordenó Kitiara con voz estrangulada. Tosió para aclararse la garganta—. Quédate donde estás. Esto no tiene sentido. Mi padre murió.
—¿Acaso hallaste mi cadáver? —preguntó Gregor, divertido—. ¿Diste con mi tumba? ¿Te encontraste con alguien que me vio morir?
La respuesta a todo eso era «no», pero Kitiara no contestó.
—Las preguntas las hago yo. ¿Qué haces en la cámara con el Orbe de los Dragones? ¿Eres el guardián?
—¿Yo el guardián? —Gregor se echó a reír—. Soy uno de los mejores espadachines de Krynn, pero seamos realistas, querida hija. ¿Me contratarías para guardar algo tan valioso?
—Entonces ¿dónde está el guardián?
Gregor se encogió de hombros, un gesto tan similar al que hacía la propia Kitiara que era como verse en un espejo.
—Lo eché de aquí. Lo mandé a freír espárragos. —Gregor avanzó un paso más. Sonrió—. Veo que llevas encima el frasco de licor. No te quedará por casualidad un poco de aguardiente enano ahí dentro, ¿eh, Kitiara? Olvídate de orbes y guardianes y cosas por el estilo. Echemos un trago y charlemos de lo que has hecho todos estos años.
Kit vaciló un instante.
—De acuerdo, pero no te acerques más. Te echaré el frasco.
Gregor se encogió de hombros y sonrió, pero hizo lo que le decía y se detuvo a unos cuantos pasos de distancia.
Kitiara siguió con la espada alzada, en guardia, y se colgó el escudo en el brazo por la correa. Llevó la mano al frasco que llevaba sujeto al cinturón.
Destapó el recipiente con los dientes, escupió el corcho y arrojó el agua a la cara de Gregor.
—¡Por todos los dioses, muchacha! ¿A qué viene esto? —demandó Gregor mientras se enjugaba el agua de los ojos. Viéndola tensa y con la espada presta, la observó un momento y después estalló en carcajadas.
La cámara retumbó con las risas del hombre, una risa tan bronca, vital y despreocupada como él. A Kitiara siempre le había gustado oír la risa de su padre.
—¡Agua sagrada! —Gregor casi no podía hablar por las risotadas—. ¡Crees que soy un fantasma! ¡Ja ja ja!
—¡No sé qué eres! —respondió ella, prietos los dientes. Las lágrimas le escocían en los ojos y se le congelaban en las mejillas—, pero no eres mi padre. Mi padre está muerto. Por eso nunca vino a buscarme. ¡Está muerto!
Arremetió al guardián con la espada.
Un hedor horrible le provocó una arcada. Un rugido salvaje cortó el sonido de la risa de su padre. Un instante antes Gregor se encontraba allí y al siguiente la peste envolvía a Kitiara, que se enfrentaba a un ser inmenso cubierto de sucio pelambre blanco grisáceo, con brazos enormes y garras afiladas. Si tenía ojos, no se los veía con aquella maraña de pelo. Pero dientes sí que tenía, y colmillos afilados y una lengua babeante. Asestó golpes desesperados con la espada a aquella cosa y notó que el acero penetraba en la carne. La cosa volvió a bramar, esta vez de dolor. Unas garras largas como espadas arremetieron contra ella en un golpe sesgado.