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Kitiara soltó un gemido ahogado cuando las garras, afiladas como navajas, hendieron la armadura, y le hicieron cortes en los dos antebrazos y a través del diafragma. Reculó a trompicones mientras la sangre brotaba de las heridas. Manejando torpemente el escudo que llevaba colgado del brazo, lo alzó para protegerse y aprestó la espada. Aún no sentía dolor, pero sabía que llegaría en cualquier momento y se preparó para aguantar. Hizo acopio de fuerzas y se dispuso a arremeter una vez más contra... Tanis.

Estaba delante de ella y la miraba con amorosa preocupación.

Kitiara parpadeó y apretó los ojos para no ver al fantasma. Cuando volvió a abrirlos, Tanis seguía allí plantado.

—Kit, estás herida —dijo suavemente.

Estaba igual que lo recordaba: alto y musculoso, con los brazos y las manos fuertes de un diestro arquero. El pelo largo le tapaba las orejas puntiagudas que delataban la parte elfa de su ascendencia. Su sonrisa era cariñosa y amplia y llevaba afeitado el firme mentón.

—Kit —dijo Tanis con tristeza—, no acudiste a la cita de la posada. Rompiste tu juramento. Todos estábamos allí. Tus hermanos, Caramon y Raistlin. Y Tasslehoff y Flint. También estaba Sturm. Y yo. Volví allí por ti, Kit. Para decirte que había cometido un error, que te amo. Quiero estar siempre contigo...

—¡No! —gritó Kitiara, asaltada por un intenso dolor. Vio que la sangre le resbalaba por las piernas y por los brazos y goteaba en el hielo—. No te creo. —Negó con la cabeza con ira—. No creo en ti... seas lo que seas.

—Como no fuiste a la posada como prometiste —insistió Tanis—, di por sentado que eso significaba que no te importaba.

—Me importas —respondió Kit, aunque sabía que aquello no era real, pero deseando que lo fuera—. Lo que pasa es que... estaba ocupada. Ariakas me nombró Señora del Dragón. Comando un ejército. He conquistado naciones. Tengo que combatir en una guerra...

—Al ver que no venías, decidí amar a otra —continuó Tanis, como si no la hubiera oído—, una elfa llamada...

—Laurana. ¡Lo sé! —gritó Kit, furiosa—. Me hablaste de ella, ¿te acuerdas? Decías que era una cría mimada, que era inmadura. Que querías tener una mujer...

—Te quiero a ti, Kitiara —dijo él mientras extendía los brazos para estrecharla.

—¡Atrás! —advirtió Kit.

El agua sagrada. Había tirado el frasco cuando la aparición la atacó. Ahora estaba caído en el suelo manchado de sangre, a sus pies. Hizo intención de recogerlo sin quitar ojo a Tanis y manteniendo la espada en guardia. Alzo la visera del yelmo y echó un trago del agua curativa. El dolor menguó y la sangre dejó de manar.

Tenía que atacar de nuevo. Ya había herido a esa cosa una vez. No sabía hasta qué punto era una herida grave, pero imaginaba que no toda la sangre derramada en el hielo era suya. Atacar significaba aproximarse y volver a enfrentarse a aquellas terribles garras afiladas. Tiró el frasco, se bajó la visera y levantó el escudo. Asiendo con firmeza la espada, corrió hacia Tanis.

La criatura rugió y la peste provocó una arcada a Kitiara, que de inmediato descargó tajos y el sucio pelambre blanco se empapó de sangre. Los negros y llameantes ojos la miraron enfurecidos, las garras arañaron hombros, tórax y muslos para después hincarse profundamente y desgarrar la carne. La guerrera oyó y sintió el roce de las uñas contra el hueso y un estremecimiento de dolor la sacudió, pero siguió acuchillando a la criatura hasta que finalmente notó que la hoja de la espada tocaba algo duro y sólido. Empujando con todo el peso de su cuerpo, hundió la hoja en el cuerpo peludo de la cosa hasta que el acero penetró a fondo y entonces la hizo girar.

El ser bramó de dolor y de rabia y arremetió con las afiladas garras. La sangre saltó a la visera y le entró a Kit en los ojos, de manera que la dejó medio cegada. De un tirón, sacó la espada y reculó a trompicones; los pies le resbalaron y cayó.

Al golpear la mano contra el hielo, perdió la espada y el arma se deslizó fuera de su alcance. Intentó incorporarse, desesperada, pero el dolor era muy, muy fuerte, y le costaba trabajo respirar. Las garras se abalanzaron sobre ella y Kit rodó sobre sí misma para esquivarlas. Recordó la espada del kapak y manoteó torpemente al buscarla a tientas en el cinturón, del que la sacó de un tirón. Esperó hasta que la peluda bestia se lanzara, rugiente, sobre ella y entonces, a ciegas, le hincó el arma en el cuerpo a través de pellejo, carne y hueso. La sangre brotó a chorros sobre las manos de la guerrera. Un espantoso rugido la ensordeció y un puño gigantesco lanzó un golpe y la derribó.

Kitiara se encontró tendida boca abajo en el hielo. Parpadeó para librarse de la sangre que la cegaba y vio el frasco, fuera de su alcance. Gateó hacia él y alargó la mano, temblorosa, hacia el recipiente.

Allí estaba su madre. Rosamun yacía en el suelo, con la mano en el frasco. La mujer miró a Kitiara con aquellos grandes ojos de gacela —aparentemente incapaces de enfocar el presente— clavados en algún horizonte incierto que nadie veía salvo ella.

—Tu padre no volvió a casa anoche —dijo Rosamun en tono acusador.

Kitiara se encogió. Otra vez, no. El dolor de las heridas era espantoso, pero no era nada comparado con el potro de tortura al que la habían atado sus padres para tirar de ella hacia lados opuestos cada vez que se peleaban ellos.

—Estuvo con esa mujer, ¿verdad? —El timbre de voz de Rosamun se volvió estridente—. Esa pelirroja con la que lo vi coquetear ayer en el mercado.

—Estuvo en El Abrevadero, madre, bebiendo con sus amigos —rezongó Kit. Tenía que llegar hasta el frasco. Gateó un poco más sin bajar la guardia, lista para arremeter con la espada.

—No mientas por él, muchacha —gritó Rosamun con voz chillona—. Te ha hecho tanto daño como a mí con sus mariposeos. Algún día nos abandonará. ¡Acuérdate de lo que te digo!

Agotada, Kitiara se tendió en el suelo y cerró los ojos. Vio a su padre con la moza pelirroja que atendía en la taberna. Ella estaba con la espalda apoyada en el excusado, abierta de piernas y con la falda subida. Gregor se apretaba contra ella y besuqueaba sus pechos desnudos. Kit oyó chillar a la mujer y a su padre gemir, y los chillidos se mezclaron con los desvaríos histéricos de su madre.

Kit se incorporó del hielo enrojecido con mucho esfuerzo y abrumada por el dolor. A pesar de que se tambaleaba, logró ponerse de pie. Alzó la espada y la hundió en el cuerpo de su madre y a continuación la clavó en el de su padre. No dejó de acuchillar y asestar tajos a los dos hasta que los rugidos y el llanto cesaron y la criatura dejó de sacudirse. Entonces Kitiara se desplomó.

Quedó tendida en el hielo, con la mirada prendida en el techo salpicado de sangre. Cerró la mano sobre el frasco e intentó llevárselo a los labios.

—Mi intención era volver, Tanis —dijo—. En realidad... se me olvidó...

La mano le resbaló hasta el suelo helado, flácida.

13

Recuperación. Fewmaster Toede. Expectativas superadas con creces

Kitiara siguió luchando. Unas zarpas garrudas la inmovilizaban y ella se sacudió con rabia al tiempo que daba patadas y puñetazos y gritaba improperios.

—¡Sujétala! —ordenó, iracunda, una voz gutural.

—¡Eso intento, señor! —jadeó alguien.

—¡Belek, siéntate encima de los pies! ¡Rult, hazla tragar más agua!

Un gran peso inmovilizó las piernas de Kit y unas manos fuertes le asieron las muñecas mientras que otras le abrían a la fuerza las mandíbulas. Alguien le echó agua en la boca.

El agua se fue por donde no debía y Kitiara se atragantó y empezó a toser. Las desesperadas boqueadas para llevar aire a los pulmones consiguieron que volviera en sí. Abrió los ojos y vio rostros monstruosos que la miraban con malicia. No podía moverse y se puso tensa para forcejear, pero entonces la bruma que le enturbiaba la mente se aclaró y cayó en la cuenta de que eran rostros cubiertos de escamas, no de pelambre, y que ninguno pertenecía al pasado.

Eran caras de kapaks, y los hombres-lagarto nunca le habían parecido tan maravillosos como en ese momento.

—Podéis soltarme ya —farfulló.

El comandante la miró con recelo un instante y después asintió con la cabeza. El kapak que se le había sentado en las piernas se levantó, gimió y se apartó cojeando; al parecer le había dado un rodillazo en una parte sensible. Los dos soldados kapaks que le sujetaban las muñecas recularon.

—¿Qué hay del guardián? —inquirió Kitiara.

—Está muerto —respondió el comandante.

Aliviada, Kit asintió en silencio y cerró los ojos para que se le pasara el mareo.

—¿Qué era? —preguntó.

—Lo hiciste pedacitos y era difícil distinguirlo —contestó el kapak—. Pero fuera lo que fuese, nunca habíamos visto nada semejante.

—Alguna creación abominable del mago —dijo Kit con un escalofrío—. ¿Estás seguro de que ha muerto?

—Muy seguro —repuso el comandante.

Con un suspiro, Kitiara se relajó. No sentía dolor, pero estaba débil y temblorosa, y la cabeza no le funcionaba con normalidad. Había visto a su padre... y a Tanis. Pero eso era imposible. Y el Orbe de los Dragones le había hablado...

Abrió bruscamente los ojos.

—¡El Orbe de los Dragones! Tengo que protegerlo...

—No, no hace falta —le dijo el comandante—. Sleet se encarga de su custodia por orden de Takhisis. Deberías descansar, te lo has ganado.

—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? —preguntó Kit, desorientada.

—Una semana.

—¡Una semana! —repitió Kitiara, que miró al kapak con incredulidad.

—El agua curativa te cerró las heridas, pero habías perdido un montón de sangre y luego apareció la fiebre. Un par de veces creímos que habías muerto. Su Oscura Majestad debe de tener muy buena opinión de ti.

—Y vosotros os habéis tomado muchas molestias para salvarme la vida. —Kit hizo un gesto con la cabeza y notó que hasta ese pequeño esfuerzo la dejaba agotada—. ¿Por qué no me dejasteis morir, sin más? A vosotros, los dracos, no os caemos muy bien los humanos.

—No nos caéis bien —convino el kapak—, pero los elfos nos caen peor.

Kitiara esbozó una ligera sonrisa.

—Y a propósito de los elfos, me sorprende que Feal-Thas no me haya matado —comentó.

—Tampoco ha venido a traerte flores —repuso secamente el kapak—. De hecho, no se le ha visto el pelo por aquí. Ha estado encerrado en ese palacio de hielo que se hizo.

—A lo mejor no sabe que su guardián ha muerto.

—Oh, ya lo creo que sí. El brujo invernal lo sabe todo. Dicen que lee la mente de los demás. Ese tipo es retorcido. Tiene tantas vueltas y revueltas como una serpiente. Si te interesa mi opinión, te tendió una trampa para que murieras. Quiere quitarte de en medio. Un rival menos.

Kitiara lo consideró detenidamente. Tenía sentido; al menos tenía tanto sentido como todo lo que pasaba en ese lugar.

—Supongo que tendré que matarlo —manifestó—. Dame mi espada... —Intentó incorporarse, pero el kapak la empujó y Kit se desplomó en la cama con un gemido—. Tal vez será mejor que espere hasta mañana... —murmuró.

El comandante soltó una risita.

—Ahora entiendo que seas una Señora del Dragón. Y a propósito de dragones, un azul ha estado rondando por aquí, preocupadísimo por ti. Amenazó con demoler el castillo si te pasaba algo malo. Nunca había visto a un dragón en semejante estado de ansiedad.

—Debe de ser el bueno de Skie. —Kitiara suspiró profundamente, satisfecha—. Dile que me encuentro bien, ¿quieres? Y gracias, comandante. Por todo.

Se dio media vuelta, se arrebujó en las pieles y se quedó dormida.